LA CONSTRUCCIÓN DE NOSTREDAD DESDE EL TERRITORIO DE ENCUENTRO

La plaza fue el espacio polvoriento y despejado donde convergía la vida urbana y las principales manifestaciones de la actividad oficial, religiosa y social, eso no se niega.

Siendo ésta una definición de plaza que pone atención en cuanto a la funcionalidad política de la plaza carece de un aspecto que creemos fundamental como es el hecho de que este “orden humano” se desarrolla en medio de la naturaleza y se da en cuanto a un encuentro entre personas y éstas con la naturaleza. Cierto es que el autor se refiere a una época donde el roce con natura es de carácter cotidiano e instantáneo en cuanto el borde de la ciudad aún no se extiende más allá de “un par de manzanas”, pero creemos de profunda importancia este elemento a la hora de configurar una actualizada interpretación de estos espacios. Creemos que hoy no es un encuentro meramente urbano y fortuito el que se desarrolla en una plaza, ni es un encuentro sólo político: es un encuentro en un espacio donde se cultiva el acercamiento a lo más básico de la naturaleza, esto es, el árbol, el césped, el arbusto, es “una rica síntesis de la conciencia de vida en común”. Y hoy esa vida en común se proyecta también en un reencuentro con lo rural, con el traslado social y cultural del ancestro agrícola y campestre al espacio urbano. En definitiva, esto se condensa en simbolismos que agregan significantes a la trama material de la vida en ciudad.

Durante un siglo y medio no se pensó proyecto urbano alguno ni se construyó villa o población sin considerar la plaza como eje de distribución urbana y espacio de encuentro humano. Hasta la generación nacida en la década del cincuenta del siglo XX (entre los que me incluyo), la plaza fue nuestro espacio de recreo, vecindad y encuentro con aquellos “otros” que daban forma a nuestra personal nostredad urbana. Las plazas Chacabuco, Egaña, Pedro de Valdivia, Zañartu, Yungay, Brasil, Bogotá o Ñuñoa, son un signo en torno a las cuales la ciudad, y por lo tanto la vecindad, se estructura. Lo mismo sucede en los procesos de establecimiento humano en las afueras de la ciudad de Santiago (hoy entendidas como comunas), donde la plaza es el eje contenedor de sociabilidad económica, social y cultural, me refiero a asentamientos como Maipú, San Bernardo, Puente Alto o Colina. Reunidas, comparadas y estrictamente delimitadas cada una de las definiciones de plaza, proponemos como definición de ésta lo que sigue:

Plaza es el espacio público, de libre acceso y dominio, construido como referencia geográfica y de ordenamiento urbano; estructurado en contradicción a la urbanización, como microespacio natural, donde se conjugan los siguientes factores que le dan forma y contenido, el reencuentro con un acervo cultural rural, donde el contacto con plantas, árboles, tierra o césped viene a refrendar el apego milenario e histórico a las raíces agrícolas, espacio natural de regeneración del oxígeno, transformándose en verdadero pulmón rural en medio de la urbanidad citadina, espacio de construcción y convergencia ciudadana y ordenamiento urbano, y espacio público y de libre acceso donde se establecen relaciones de socialización que fortalecen la convivencia social del ser humano yel intercambio simbólico en tanto factor de construcción de nostredades disímiles y culturalmente convergentes.

Pero esto ha cambiado en Santiago. Si otrora la plaza se entendiera como unidad contenedora de diversas formas de encuentro y sociabilidad (lo económico, lo social, lo político), también era un espacio de orden, organización y embellecimiento urbano y es a partir de ciertas operaciones lingüístico-sociales que se reformula la plaza, sin que ello termine con el factor encuentro como constitutivo, en su interna reciprocidad histórica de permitir el despliegue de nuevas prácticas de ciudadanía. Son estas operaciones de limpieza ejercidas en el corpus social y simbólico que le daban forma (como unidad) a la plaza, las que han compartimentado el despliegue material de ésta. Se le resta todo signo de encuentro material y humano para con estos factores construir un nuevo tipo de encuentro en un nuevo tipo de plaza. El “área verde” y el “mall” son los instrumentos operacionales y segregadores que operan sobre la tradicional plaza.

Primero, ¿en qué momento se deja de hablar de plaza y comenzamos a denominar este espacio como áreas verdes? Esta primera cirugía semántica a la plaza, no sólo en la nominación sino en su despliegue material, ha restado a ésta su pileta, sus asientos, su sendero pavimentado, su odeón y el carro manisero, dejando sólo algunos juegos infantiles, árboles y mucho césped (origen de “lo verde” de su nombre). En definitiva, el área verde no es más que el residuo decorativo de la plaza y sea como una definición, lo que nos lleva directamente a la materialidad económica que le sostiene, o como una cuestión de condicionamiento social y humano, todo nos enfrenta a la pregunta, ¿qué se busca priorizando por una regresión a natura y no por el encuentro entre los habitantes de una ciudad? Ha quedado como fundamento del área verde, la libre circulación, el carácter público del territorio y la arboleda que renueva el oxígeno, así como nos retrae a un pretérito rural que nos determina, el resto de los atributos fueron extirpados dejando el área verde vacía de encuentro humano.

Por su parte el Estado, al enfrentar las áreas verdes sólo como una cuestión técnica y de sentido legislativo, no hace más que centrarse en cuestiones como el tamaño del espacio, el tiempo o relación del usuario y el impacto que produce en tanto renovación del aire. Por este camino sólo enfrentamos una categorización estrictamente urbanista y técnica, que incorpora este residuo de plaza sólo como factor decorativo despojándole el sentido social de encuentro y construcción de nostredades.

Simultáneo a la instalación del signo plaza como espacio sólo decorativo y de renovación del oxígeno por parte del Estado, la empresa privada en su expresión comercial ha tomado este signo para reinstalarlo como instancia de encuentro en las nominaciones y promoción publicitaria de los centros comerciales. Así, sólo en Santiago tenemos ocho “plazas” donde la transacción simbólica y material se condensa en la mercancía, estas son, entre otras: Plaza Norte, Plaza Vespucio; Plaza Tobalaba, Plaza Oeste, Plaza Festival, Plaza Lyon, Plazuela Independencia y Parque Arauco. Con el riesgo y el dolor de las recriminaciones de quienes luchan contra el consumismo apelando (como añoranza) a ese lar teillierano, debo reconocer que en estos espacios se dan, si no todos, muchos de los factores que en su origen definen y explican la plaza: son un lugar de encuentro; son un espacio de comercio; son un espacio de distensión; son un espacio de sociabilidad; y, ni duda cabe son un espacio de construcción de nostredades. Extirpados estos semas de la tradicional plaza, se les reinstala a partir de la década del setenta en espacios cuyo fin último es el comercio. Primero fueron los “paseos”, luego los “caracoles” y finalmente los “mall”, proceso que va acompañado de nuevas formas de entender la ciudad y la participación en su seno.

Desde esta perspectiva el desafío a la hora de una evaluación de estos instrumentos de comercio y encuentro no es encontrar las estrategias de cooptación social que allí se despliega, sino develar los parámetros de vida, las formas de participación y de ciudadanía que se han creado. Esas ocho “plazas” comerciales, sumados a la significación de “área verde”, son expresión de una nueva ciudad y un nuevo hábitat.

Amparados por la definición de plaza que hemos arriesgado y por la mentada cirugía que se ejecuta sobre ella en las décadas pasadas, podemos recorrer ciertas señales que en el espacio aquí estudiado dan cuenta del principal fenómeno constitutivo de él: el encuentro y la construcción de nostredades. Decíamos más arriba lo difícil que resulta diferenciar en Teillier la añoranza de la esperanza, pues bien, creo que existe un paradigma simbólico de plaza en los santiaguinos en donde se han depositado aquellos factores desplazados del área verde higienizados en el mall. Este espacio material y simbólico, de amplio reconocimiento y convergencia, es para los santiaguinos un espacio preferencial de encuentro y reformulación mítica del proceso de construcción de un “yo chileno” cargado de autoreferencia nacional, me refiero a la explanada, que no siendo propiamente una plaza, se le denomina Plaza Italia.

Algunos de los aspectos del territorio denominado como Plaza Italia que mejor le definen es ser un lugar de encuentro y de recogimiento mítico-nacional. Es allí donde converge la ritualidad política, la festividad popular, el desenfreno lúdico y donde se fronteriza la segregación urbana. Es el espacio teillierano en la forma del reforzamiento nacional, reforzamiento que contiene en cada una de sus ceremonias la añoranza y la esperanza de una poética urbana desplegada sólo con el último fin de la rituálica. Como paradigma territorial contiene no sólo los factores que aún definen las áreas verdes sino a la vez recupera aquellos reinstalados en el mall, dando así lugar a la metáfora de encuentro nacional que se perdiera en la cirugía efectuada en la tradicional plaza.

Pretendo en esta exposición leer lo que este territorio nos dice, lo que podemos atrapar de sus quietudes, sus petrificadas figuras que acompañan la rituálica de chilenidad que allí se despliega. Intentaré tomarle como una fotografía y develar lo que creemos se vive. Comparto con Barthes que “…la fotografía lleva siempre su referente consigo” y encontrar eso que le hace Fotografía, la puesta en escena de lo no visto, nos permitirá acercarnos a una práctica de encuentro que viene permanentemente a reformular la nostredad nacional, oculta entre variados discursos. Porque, en tanto espacio de ritualidad, no es “la plaza” lo que vemos cotidianamente, el “referente” barthiano circula en silencio entre nosotros: somos sólo usuarios del rito. La significación de plaza está dada de forma natural, lo que permite su uso y abuso sin el menor cuestionamiento. “…una foto –dice Barthes- es siempre invisible: no es a ella a quien vemos” sino el tenue discurso visual que se desliza entre las quietas figuras que le hacen y que entre ellas, siempre, encontraremos lo que entregue significación a esa fotografía. Miramos detenidamente las manchas, el borde de cada una pero sólo aparece la exclusiva tentación de lo reconocido.

El mismo Barthes logra atrapar este tránsito en dos conceptos de raíz latina, a saber, el studium (inclinación, deseo, afición; celo, aplicación, esfuerzo, empeño; interés; afecto; interés propio) y el punctum (punzada, picadura; punto; instante; voto). Una inclinación que nos lleva hasta “algo” que (para el que observa) destaca entre sus iguales. Y a la vez, una punzada que arranca de entre las imágenes elegidas, pero a la vez concentra esa punzada en un aspecto, en un detalle que viene a revelar lo velado, lo vívido del momento fotográfico.

Reconozco que éste es el secreto objetivo de este trabajo: develar el punctum que contiene las significaciones del rito; pero esta vez no en una imagen fija, como en la fotografía, si no un espacio donde lo “fijo” se combina con lo “móvil”, donde pululan simbolismos ocultos en un sistema estructurado para una funcionalidad explícita, en el pie forzado de una plaza. La lectura que haré se detendrá en la significación de algunos fenómenos que constituyen este territorio, fenómenos que identificamos como punctum y que nos permiten develar los semas de algunos signos expuestos a la interpretación pública. Este pequeño texto explica dos aspectos del trabajo de Geertz: cultura ya no será una rígida estructura, sino que se desenvolverá en un “tejido” de significaciones creando nuevas particularidades y cuyo exclusivo posibilidad de acercamiento está dado por la interpretación de estos signos; de otro lado la antropología ya no será una fábrica de sentencias absolutas, sino un espacio desde donde “buscar significaciones”, establecer esta nueva mirada que termina con algunos absolutos que se creyeron inamovibles. Ahora el antropólogo, y en especial el etnógrafo, pierde toda neutralidad y distancia respecto al sujeto estudiado; pierde también la posibilidad de exponerse a la “comprobación científica” dada por la aplicación rigurosa de planos culturales comparativos, la verificación material pierde la exclusividad sobre lo que se puede entender como “verdad”. La vida, como sistema abierto, no es posible asirla como un todo acabado y es nuestra propia capacidad de comprensión lo que hace que la “realidad” cobre forma.

Entendida como sistemas en interacción de signos -puntualiza Geertz- interpretables… la cultura no es una entidad, algo a lo que puedan atribuirse de manera causal acontecimientos sociales, modos de conducta, instituciones o procesos sociales; la cultura es un contexto dentro del cual pueden describirse todos esos fenómenos de manera inteligible, es decir, densa”.

Cobra así relevancia y novedad la tarea del etnógrafo, el cual tratará “…de leer (en el sentido de ‘interpretar un texto’) un manuscrito extranjero, borroso, plagado de elipsis, de incoherencias…”. Este camino es el que aspiramos recorrer en el estudio semiológico del territorio rituálico denominado Plaza Italia.

Cristian Cottet