EL MARTIRIO DE LAS NOCHES

Por Aníbal Ricci

La sexualidad verdadera aniquila al ego, teorizó Sabina Spielrein al ser rescatada de sus tormentos por Carl Jung. El matrimonio se celebró previa manito de gato a las cortinas y a los decorados de las mesas. Una ocasión en que se mandó a pedir la torta a la pastelería habitual. La casa lucía exactamente igual salvo una novia digna de otro cuento. Trago y me duele la garganta. No es el típico dolor de cuando uno tiene amígdalas. Quema el esófago de tanto tragar cocaína. Siempre compro más de la cuenta y mi nariz ya no es suficiente. Cuando tuve mi primera relación sexual, mi madre contó que antes de tenerme había abortado. Yo la acompañaba al aeropuerto. Mi madre vería a sus familiares y jamás le pedí un consejo ni menos esa confesión. Todo transcurre en blanco y negro salvo la bola de sangre que escupo todos los días al escusado. Tiro la cadena y todo vuelve al blanco. El tiempo está sobrevaluado y habrá imbéciles que creen retenerlo en fotografías, ritual para los pelotudos sin imaginación. Yo simplemente martirizo los días al contabilizar cada uno de mis errores. Venía saliendo de una depresión en que podía estar un año sin excitarme. El onanismo no daba frutos y la mujer de mi vida sería incapaz de levantar al muerto. Sí, acepto, supongo que dije. Parecía una celebración de cumpleaños, pero con anillos de oro en vez de plástico. Yo no era ningún Señor, aunque las circunferencias venían con inscripción. Quizás en que volcán habían sido forjadas, la cocaína debía hacerme olvidar el origen. Me acuerdo que ese día me robaron el reloj. Los ladrones pensaron que era valioso y ni se dieron cuenta de la argolla. Imaginaba a mi hermano esperando nacer y a mis padres discutiendo que no se podían hacer cargo, todo había sido un error. Mi hermano debió soportar esos diálogos para ser luego aniquilado en un quirófano improvisado. Por eso nunca pudo ser soldado. Te mandan a sobrevivir la guerra, en cambio a mi hermano le destrozaron su cabeza. Nunca estaría enamorado o por último haría el amor. No soy tan imbécil para pensar que esos mismos padres me esperaron jubiloso. Supongo que la primera experiencia debió ser traumática y de eso sí me siento culpable. De nuevo comencé a escuchar voces y ver maliciosas sonrisas. El psiquiatra recetaba distintos químicos y yo solo quería escapar, aunque fuera dormir un poco. Tomaba más de la dosis adecuada y mi sentido de lo moral carecía de importancia. Recién casado tuve un romance con una compañera de trabajo. Si debía pasar por el suplicio del tiempo, mejor era llenar mi cabeza de huevadas para sentirme menos miserable. Cuando mi señora preguntó por el anillo me sentí peor que Sméagol. Ni siquiera valoraba el tesoro que adornaba mi dedo e inventar una anécdota de su extravío servía para ocultar el adulterio de manera convincente. Una mentira a la vez, haciéndose el idiota y enfrentando un presente sin importancia. Si recordara las fechas relevantes me habría suicidado. Uno no elige cuando llegan y las afronto con la mejor cordura disponible. Existen miles de otros momentos que son los que realmente te sostienen. Una canción, algún sexo furtivo, un viaje por la carretera, quién sabe si algo va a ser importante cuando de verdad ocurre. Inventé lo más verosímil que pasara por mi cabeza. Estaba en una fiesta clandestina al interior de La Legua. El dueño de casa era el primero en mandarse un pipazo y daba inicio a la ceremonia del living improvisado en medio del patio. Bien cubierto para que nadie husmeara en la pieza de prostitución. Apenas uno de los piperos se volaba, podías pagar diez lucas por tirarte a una jovencita, quince si era menor de edad. El dinero siempre volvía a la banca, debido a que las mismas chicas compraban pasta base al dueño de casa. A cierta hora llegaban las hijas verdaderas, vestidas como prostitutas, de otro nivel, intocables para los de esa guarida. Yo veo esto desde un rincón. Mi cuarto es el primero del departamento, el que viene con el baño de la empleada. Todos entran y me despiertan. Hay otros dos baños, pero prefieren molestarme. Tiran la cadena y comienza un nuevo ciclo. Voy de vacaciones a Buenos Aires y cruzo en transbordador hasta Colonia de Sacramento. El hotel Radisson es tan elegante que tienen colonia en el baño. La piscina tiene una vista privilegiada al río de La Plata. Hay casino en este pueblito de Uruguay y nadie me acompaña a nadar. A los mosquitos se les llama bandidos y los atraen las luces del auto. Mi familia baja a comprar artesanías y picotean queriendo devorarme. Desde la pieza oigo que ya no me quiero levantar. Si supieran cómo arde el esófago. Duele tanto que podría jurar que también arde la tráquea. Mis sobrinos entran y salen de la cocina. Ni miran al cuarto de al lado. Hablan como si no existiera y me insultan. Hace semanas que no me ducho, temo a los cambios de luz. El baño sigue descargando aguas. Deberíamos mandarlo a un asilo, escucho de mi padre. El psiquiatra y los remedios son cada vez más caros. Guardo cajas en todos los recovecos. Yoda dice que el miedo es el camino hacia el lado oscuro. El miedo lleva a la ira, la ira lleva al odio y el odio al sufrimiento. Percibo mucho miedo y prefiero dormir en vez de escuchar a ese tal Joda. Llevo tres días nadando y descubro que Colonia es el nombre del hotel y sus botellitas contienen champú y bálsamo como en todos los hoteles. El día del matrimonio pesaba ciento cuarenta kilos, un montón de equipaje innecesario para emprender una vida. Soy un caracol sin casa, una babosa que absorbe polvo blanco. Mi anterior depresión fue peor y el gasto en clínicas y grupos de apoyo hizo imposible pagar el dividendo del departamento. Llevaba diez años con mensualidades crecientes hasta que el abogado desapareció. Mi padre dijo que no podía seguir estando atrasado con las cuotas, que había que terminar con esa situación, debía dejar de aprovecharme de los banqueros. Mis sobrinos gritan y se ríen conectados a sus computadores. Apenas utilizo las manos para encender el televisor, no para verlo, sino para darle la espalda. No necesito control remoto, cualquier canal representa esa misma farsa destinada a los menores de treinta años. Ocultan el sufrimiento y cuando ya es tarde requieres de medicamentos para dormir. Los días que no me traen café sigo de largo. En mitad de la noche me despiertan los sonidos de la calle. Durante el día son demasiadas las voces y me aturden, prefiero una sobredosis y acallarlas. Mi padre siempre ha querido tener el control, tener muchos departamentos para arrendar mientras sus hijos viven como allegados. Mi madre debe ser media estúpida para aguantar tantos años a su lado, pero lo más bien que conversa con una apertura cerebral de cinco minutos. Después de ese lapso comienza un nuevo relato sin sentido, entra alguien y vuelve a tirar la cadena. Durante la noche no utilizan este baño y puedo pasearme por el comedor. En un rincón hay un pequeño computador. Es la máxima luz que tolero mientras escribo aliviado del tiempo que transcurre. Las voces desaparecen y escribir hace sangrar la nariz. Esperaré el tiempo necesario para volver a tener erecciones. No puedo escurrir mi pene, pero mi mente hace el trabajo y la nariz torna roja lo que inhalo. Me estoy ahogando en mi propia sangre y trago el contenido de las bolsitas restantes. Antes del dolor viene esa sensación sedosa, antes del sufrimiento, deja de existir lo que ocurrió en el pasado. Para los mapuches no tengo derecho a la sexualidad. Ninguna mujer se acerca a los locos. Es una especie de pecado en su cosmovisión. Mi esposa me dejó aislado en este nicho a muchas puertas y ascensores de distancia. A gran altura escucho más voces. Preferiría ser un chanchito de tierra que construye su casa cuando es necesario. Otra ventaja es que no muestras tus excrementos. Me los imagino tomando alcohol hasta saciarse y perder el control. Es tan breve su tiempo que la vida comienza de nuevo. Les echan insecticida, los recogen con la pala y se van por el wáter. Los medicamentos hacen cortocircuito con el alcohol. Se denominan remedios, pero ni las drogas mezcladas con el whisky te harán amanecer envuelto en mierda. El tiempo hace envejecer y los años que van por delante jamás se los desearías a un insecto. Está amaneciendo y debo volver a mi cuarto. La luz del computador no molesta a esta hora. El tiempo aniquila al ego, debió entender Sabina Spielrein en otro siglo, pero prefirió psicoanalizar a otros idiotas antes que alguien jalara de su cadena.