FIDEL

Por Carlos Romeo, desde Cuba

Lo vi por primera vez recién llegado a la Habana, en marzo de 1959, con ocasión de una concentración posterior a un desfile que me causó una enorme impresión porque lo encabezaban, codo a codo, el Comandante Raul Castro, Jefe del Ejército Rebelde y David Salvadores, secretario general de la CTC, la Central de Trabajadores de Cuba. Para un chileno que acababa de vivir la derrota de Allende en su segundo intento de llegar a La Moneda, era inconcebible la escena de una expresión pública de identidad de propósitos de un líder obrero y de un jefe militar. Más que eso, en términos chilenos eso era una imposibilidad política, social y hasta cultural.

Durante la concentración posterior empezó a llover y pude ver como ese hombre de alta estatura, vestido con su uniforme verde oliva, rechazaba los intentos de improvisar un toldo para protegerlo de la lluvia, con lo cual manifestaba que, si había que mojarse, se mojarían todos por parejo, él ya Primer Ministro de Cuba y el pueblo que había venido a escucharlo. Ese fue el segundo impacto que recibí ese día y empecé a vislumbrar que no me había equivocado, que había logrado involucrarme en una verdadera revolución social como un integrante de una misión de apoyo a ese nuevo Gobierno enviada por la CEPAL.

Unos meses después, en julio, ya yo trababa como asesor del Jefe de Producción del recientemente creado Instituto Nacional de la Reforma Agraria. Asistí a una reunión de Fidel con los 28 Jefes de Zona de Desarrollo Agropecuario en que se había dividido el territorio nacional para aplicar la nueva Ley de Reforma Agraria. El Director Jurídico del Instituto había preparado una demostración de cómo se podían determinar los límites de las fincas que debían ser expropiadas a los efectos de precisar el pago de esas tierras expropiadas con bonos a largo plazo que devengarían una tasa de interés del 4% anual, mediante mapas y unos artefactos ópticos para poder observarlos. Fidel empezó a recorrer la exhibición demostrando por sus gestos y su actitud una reacción claramente negativa. A poco andar, dejo de hacerlo y dirigiéndose a los presentes dijo, más o menos, lo siguiente: “Vamos a tumbar todas las cercas de este país, vamos a hacer lo que tenemos que hacer y después vamos a formalizar lo hecho”. Al escucharlo, me vino a la memoria “El Estado y la Revolución” de Lenin y comencé a aquilatar la profundidad del proceso en el cual estaba participando y, por consiguiente, el calibre revolucionario de su líder.

Poco tiempo después durante una segunda reunión de Fidel con sus Jefes de Zona de Desarrollo Agropecuario, uno de ellos le pregunto: “Fidel, ¿qué hacemos con los haitianos que viven en Cuba a la hora de distribuir tierra a quienes no la poseen?” a lo cual Fidel le pregunto “¿Son muchos?” y la respuesta fue la expresión cubana de muchos, “¡Cantidad!”. Y Fidel volvió a preguntar “¿Hace mucho que viven en Cuba?” y le contestaron afirmativamente. Fidel volvió a preguntar “¿Y han sido explotados?” y ante una nueva afirmación, contesto “Entonces tienen los mismos derechos que los cubanos”.

Para un chileno formado en una tradición patriótica según la cual era inconcebible identificar a un chileno con un peruano o con un boliviano, la decisión de Fidel fue chocante. Empecé a comprender que, para él, más que cubano o haitiano, lo significativo era la condición de ser humano, y en este caso, además pobres y explotados. Claro está que en aquellos días habría sido inconcebible que pudiera vislumbrar como 16 años después, haría extensiva su particular concepción de lo que es ser humano a los habitantes de Angola y de Namibia en el África Austral.

Y finalmente, al finalizar una de esas reuniones me presentaron ante él quien, pasándome el brazo sobre mis hombros, me pregunto “¿Hasta cuándo te quedas en Cuba?” Y yo, espontáneamente y sin siquiera aquilatar mi respuesta, le conteste “Hasta que usted me bote de Cuba”.

Eso fue hace 58 años atrás y todavía vivo en La Habana.

La Habana, 26 de noviembre del 2016