Por Aníbal Ricci
La Academia de la Lengua definiría el germen de la sociedad de libre mercado como el «deseo de algo que no se posee».
La búsqueda de beneficios o su maximización, según la teoría económica, se refiere a beneficios personales fácilmente reconocibles por la población, los cuales no pretenden pasar desapercibidos ni ser desinteresados, sino por el contrario, intentan proyectar una imagen de bienestar que traspase las barreras individuales y se refleje en la grandeza y desarrollo de la nación que sigue esas reglas.
Es una manifestación tangible de la situación económica de un país y si deseamos hablar de revolución, por ningún motivo podríamos incurrir en la falacia de denominarla silenciosa.
Si realmente fuera silenciosa, no aparentaría serlo, simplemente sería silenciosa y anónima.
La economía de libre mercado supone que la maximización de los beneficios de cada persona va a permitir (sin darnos cuenta) el máximo logro de la sociedad.
Cada ser humano tiene rasgos egoístas dentro de su personalidad, una tendencia biológica orientada a velar por su propia situación a expensas de otros, que explica en parte la preservación de la especie.
El problema es cuando esa atávica fuerza induce al engaño, derechamente a la apariencia de poseer más bienes que sus vecinos.
Esa acumulación de patrimonio no es mala por definición, sino que se limita al ámbito de lo material regido principalmente por la razón.
Es razonable tener más que la persona de al lado en beneficio de un bienestar familiar por ejemplo. Sin embargo, no a cualquier jefe de hogar le va a parecer tan razonable que sus hijos lo critiquen (abierta o indirectamente) por tener una casa pequeña, un automóvil anticuado o acudir a un balneario demasiado popular. En este último caso, la irrupción de las emociones pone en tela de juicio el resultado final perseguido por la teoría de libre mercado (maximización de las utilidades de la sociedad).
La explicación de fondo para este comportamiento no deseado estaría ligada a la Envidia, uno de los siete pecados capitales y poderoso motor de buena parte de los logros de la humanidad.
Se entiende a la Envidia como «sentir tristeza o pesar por el bien ajeno».
Se puede transformar en una obsesión que muestra signos de inferioridad en la persona que la padece, donde lo que ambiciona no son tanto los bienes ajenos sino la felicidad que éstos le producen al otro.
Este punto es vital para entender que no siempre la búsqueda de un mayor bienestar económico de las partes va a suponer un mayor bienestar del todo.
Todo el bienestar material de los individuos puede carecer de significado si no está en armonía con la valoración de su trabajo. Si los integrantes de las familias perciben que otros miembros de la sociedad reciben más dinero y prestigio, en forma desmedida a sus esfuerzos desplegados, esa persona no va a estar satisfecha desde un punto de vista emocional e incluso puede que su productividad vaya mermando en el tiempo, en la medida que no se realicen las correcciones pertinentes al mercado.
El ser humano es mucho más complejo que su raciocinio (al cual le debemos grandes avances científicos) y no pueden ser dejadas de lado sus emociones al hacer un análisis holístico.
El problema con la Envidia poco sana (abiertamente patológica) es que no va a impulsar al individuo a mejorar sus condiciones de vida, en cambio va a destinar una porción de sus fuerzas en destruir al otro y, por esta simple razón, el resultado colectivo no va a corresponder a la suma de las partes en aquellas naciones donde haya gran diferencia entre ricos y pobres.
En sociedades con gran desigualdad en la distribución del ingreso, es imposible que no se ponga en movimiento la inmensa rueda de la Envidia.
Lo que lleva a confusión es erigir a la economía de libre mercado como una corriente filosófica, cuando no es más que una teoría que da cuenta del actuar material de los individuos.
Cuando una sociedad alienta la Envidia como motor de desarrollo, se va a incubar una amargura extrema en aquellos grupos más desposeídos, y ésta puede ser insalvable si no se corrige a tiempo a través de algún mecanismo ajeno al libre mercado, ya sea el gobierno o algún otro grupo de la sociedad.
Esa amargura obstaculiza la evolución de la sociedad al no permitir a los individuos relacionarse en términos solidarios con sus semejantes, impidiéndoles visualizar lo que no vaya en su propio provecho. Lejos de aumentar sus beneficios, esa envidia contenida disminuye la productividad de muchos trabajadores (no sólo los más pobres), lo que va a terminar frenando el desarrollo del país.
En el futuro, los grandes empresarios (vitales a la hora de dirigir el rumbo económico) tomarán conciencia de que aquel grupo de la población que se beneficia del consumo cautivo de la otra parte, debe necesariamente retribuir a la sociedad de la cual se beneficia.
Algunos grupos económicos deberán crear fundaciones para mejorar la calidad de vida de su entorno y establecer donaciones a grupos ligados a la educación y la cultura, que son en definitiva los rasgos distintivos que individualizan a cada país de manera solidaria.
No sólo existe gente que siente envidia, también debiera existir conciencia de la envidia que generamos en el vecino de manera de convertirnos en una sociedad viable en el largo plazo.