Por Cristian Cottet
“Los sabios perfectos de la antigüedad
eran tan finos, tan sutiles, tan profundos
y tan universales que no se les podía conocer”
Lao Tse
Estas tres palabras que anteceden este texto no son casuales, tampoco son direccionadas a nadie. Son tres palabras que están instaladas como marca, como un fierro caliente quemando la frente de quien aspirara ser “algo”, que no sea el marco de comportamiento de mi madre, también de mi hermana y también de mis tres hijas. Son tres malditas palabras que se revuelcan en una pira de fuego, una pira que perdura en los años y en los siglos.
Puta es quien carga con el castigo de ser hembra, de saberse mercancía, de tener un par de sueños que se resumen en solo estar tranquila, reír, vestirse o desvestirse, como le venga la reverenda prenda que prefiere. Puta es tu madre. La que te parió. La que puso su culo para defender el tuyo. La puta es socialmente miserable, miserable de recursos, miserable de noche, de la carencia, del alimento. Un artificio de carne que se toma y se abandona. ¡Por la puta!
La bruja duerme sola, se reafirma en sus poderes, cuida su virginidad, observa los movimientos de la vida. Una bruja es experta en cebar el mate y se protege en la tranquilidad del fogón. La bruja lee, se instruye, busca los recovecos del lloro. Conozco un par de brujas que me salvan cuando no tengo un mango, cuando estoy solo y esperando, son brujas las que me enseñaron a leer, las que me corrigieron, las que besan por la tarde. Son brujas aquellas que despiertan con el silbido del viento, con el cantar de los gallos, es la que cuida el huerto y reza con los ojos abiertos.
De las señoritas mejor no referirnos.
Putas, brujas y señoritas se conocen, cuidado con ellas, son tres palabras que conversan con el fantasma que recorre Europa. Putas y brujas se conocen y muchas veces asesoran a bellas señoritas que no saben de sus vidas. La señorita aspira ser bruja y la bruja quiere ser señorita. Lo dificultoso es encontrar una señorita que no sea bruja y que no aspire por las noches lamer las heridas de una puta.
Nosotros, los guerreros, los valientes, los inteligentes observamos con un dejo de temor toparnos por la tarde con una de ellas. Es un estorbo andar por la vida explicándolo todo, en una de esas terminamos aseando hasta nuestra conciencia. Sentenció mirando fijamente los escurridizos ojos de ella que, con su cabeza gacha y el pelo intentando cubrir algo su rostro, sonreía, siempre sonreír para dejar las palabras que le rozaran sin dar por enterada su humanidad. Marcos en cambio sabía siempre lo que decía y esa trenza de acusadoras máximas que solía arrojar a quienes se les pusiera por delante, eso sí, no dejaban de tener un extenso y reforzado sostén. Con este juego de frases intentaba siempre ir más lejos que la propia palabra le permitiera. No las buscaba, no sospechaba siquiera si eran o no hirientes, sólo reunía el aire necesario y se lanzaba con todas sus fuerzas en defensa de alguna de sus preferidas máximas. Las palabras son como el aire y la elegida es un claro ejemplo de ello, siempre sonriendo cuando el resto llora a gritos. Todos intentamos pasar inadvertidos por esta cagada vida y ella… siempre sonriendo, dijo una noche de la cual sólo recordaba y asumía haber dicho estas palabras.
Pero esta noche era diferente. Sabía que ella le observaba, que le seguía con la mirada, que todos sus movimientos eran fotografiados por la ya descarada mirada de esta escurridiza musa, que no podría escapar a la tentación de hacer de todo esto una cuestión definitiva y que por ende, esta noche sería el escenario, los actores y el mundo son un vulgar y pasivo espectador. Se paró bruscamente, siempre consciente de la mirada y abrazando el grueso cuerpo de Rubén le invitó a bailar.
-El mejor bolero de la noche, compadre. El mejor de todos, no sea tímido, le dijimos mientras tironeaba el pesado y ya borracho cuerpo de sus amigos. Esa noche el bar no estaba recargado de parroquianos y, siendo ya clientes veteranos, no corrían peligro de ser mal vistos por bailar ese arrastrado bolero.
-Esta no la hemos bailado, compadre -dijo Rubén mientras seguía con los pies o con trozos de la letra a los músicos. -Pero usted parece que quiere decirme algo, compadre. ¿Es así o no?
“La limpieza no es pura hipocresía, la burocracia misma del sentido común”, pensó Marcos mientras observaba con cierta distancia las manos de la mujer que le esperaba, que con servilletas de papel y concentrado entusiasmo secara la cubierta gastada de la mesa que les reunía.
Insisto, de las señoritas mejor no referirnos.