MI GATITO AZUL

Por Aníbal Ricci

Cuando renuncié al Banco Edwards estaba convertido en un viejo achacoso. Cada vez caminaba más encorvado por culpa de la maldita discopatía lumbar. “Su columna tiene el desgaste de una persona de setenta años”, me había dicho el último neurólogo que consulté. Para qué mierda me había dicho eso si yo apenas tenía veintisiete. También me prohibió salir a correr, andar en bicicleta, jugar tenis y hacer esgrima. Lo único que me pareció divertido fue lo de la esgrima. Ni en cien vidas se me iba a ocurrir practicarla. Pero lo de no poder seguir corriendo no me causaba ninguna gracia. Hacer deportes era una droga que no podía dejar. De ninguna manera me iba a conformar con las palabras de alguien que se limita a decirme que el único ejercicio que puedo hacer son elongaciones supervisadas por un kinesiólogo. Si hasta me prohibió salir a bailar. Creo que lo único que le faltó decirme es que no podía caminar. Menos mal que el kinesiólogo opinaba distinto. Me decía que fuera al gimnasio a correr en una trotadora, y que hiciera muchas series de abdominales para fortalecer la musculatura. Al final terminé yendo al gimnasio donde trabajaba Jurgen. Mi amigo se encargó de hacerme una rutina de ejercicios para aliviar las tensiones de espalda. Tampoco le hice caso al neurólogo en lo de no ir a bailar. Seguí frecuentando el mítico Kasbba y engrupiendo minas hasta las cuatro de la mañana. Como ya no estaba trabajando, empecé a echar mano de mis líneas de crédito mientras buscaba una pega en el área comercial. Quería en definitiva apartarme de toda la onda de los bancos. Pero mientras tanto, trataba de gastar lo menos posible en diversión. Dejé de lado mis salidas con putas e incluso evité mis visitas a los moteles. Cuando me resultaba algo con una mujer, la llevaba a casa. Los fines de semana mis padres iban a Viña del Mar, por lo que no tenía problemas en que hiciéramos el amor en mi cama. Y cuando salía un carrete durante la semana, nos íbamos a la playa por unos días. A veces incluso me iba solo a Viña. Los días jueves se pasaba súper bien por allá, ya fuera en el Entre Negros o el Kamikaze. Claro que en Viña las mujeres eran mucho más difíciles de engrupir.

Por esa época, nos pusimos a ver la factibilidad de instalar un gimnasio con el Jurgen. Realizamos todas las cotizaciones pertinentes, para luego calcular los distintos escenarios posibles en el computador. Mientras evaluábamos el proyecto, obtuve líneas de crédito en varios bancos. Sabía perfectamente que la información de deuda bancaria no estaba en línea, por lo que abrí cuentas corrientes en otros tres bancos aparte del que ya tenía. Por su parte Jurgen estaba dispuesto a vender su camioneta si era necesario. Luego de correr las planillas de Excel, nos dimos cuenta que la recuperación del capital no era muy rápida y que los riesgos del negocio eran mayores de los que habíamos previsto. Al no llevar a cabo el negocio me quedé con tres líneas de crédito sin utilizar, aparte de la que ocupaba para pagar la cuota del auto. Me pareció razonable ponerme a estudiar inglés mientras encontraba empleo, con Jurgen contratamos a un profesor particular para conversar tres veces por semana. También nos conseguíamos episodios de los Expedientes Secretos X para acostumbrar nuestros oídos al idioma. Mis padres comenzaron a preocuparse porque no tenía trabajo. Pensaban que yo no andaba muy bien de ánimo, aunque la verdad es que ya había logrado salir del bajón por haber perdido a Mariana. Todo tenía su lógica. Al principio salía tres o cuatro veces a la semana hasta que, poco a poco, me fui olvidando de ella. Más tarde, cuando vino la idea del negocio y de estudiar inglés, salía únicamente los martes. Si me iba bien ese día, me juntaba el fin de semana con alguna mujer del Kasbba. Todas esas correrías nocturnas me hicieron darme cuenta de que apenas les decía a las minas que era ingeniero comercial, inmediatamente se les abría el apetito sexual. Otro dato curioso era que no estaban ni ahí con usar condón. Era yo el que tenía que insistir en usarlo. En cambio, si les decías que estabas buscando pega, no pasaban demasiados minutos antes de que inventaran una excusa para mandarse a cambiar.

Ya más tranquilo, volví a frecuentar las típicas reuniones en las casas de mis amigos. Fue en el cumpleaños de Marité donde conocí a su hermano. Mario Douzet era un tipo muy atípico. Lo conocí con una Escudo en la mano. No una pequeña sino una de litro. De inmediato compartió su cerveza conmigo, como si me conociera de toda la vida. Fue un detalle importante de su parte, cada vez que nos vemos nos conversamos una Escudo. No sé cómo se percató tan rápido de que yo andaba a tumbos. Me preguntó qué estaba haciendo y le respondí que no podía escribir. Hacía varios meses que no avanzaba ni una sola línea de mi novela y eso me tenía mucho más preocupado que el hecho de no encontrar trabajo. También le expliqué que el estar solo me estaba haciendo daño. Pareció entender todo lo que le decía, pero eso no fue nada en comparación a su paciencia para escucharme. Mario tenía algo especial en su forma de preguntar las cosas, que hacía impensable recurrir a los rodeos. Lo que le importaba era la verdad, nada más que eso. Cuando le pregunté qué hacía, me dijo: “hago pan a las siete y media de la mañana, pinto casas, garzoneo, aseo baños, vigilo un bosque, cuido a un niño, reparto volantes, estudié diseño, escribo en mi máquina, recojo cositas en la calle o el mar, pinto un cuadro, taladreo, hago serigrafía, canto disfrazado, canto en la micro, escribo una poesía, casi fui guardia, hago negocios en mi mente y termino agotado con mi sangre enlatada”. No le entendí que quería decir con todo eso, pero luego agregó: “soy bazarista y a mucha honra, puedo hacer lo que quiera y cuando quiera, sólo es cosa de saber abrir y cerrar cajones”. Me di cuenta que Mario vivía en el mundo que él mismo se había inventado, no sólo eso, también había sido capaz de enseñar su mundo a Magali, su mujer. Cuando me explicó que pasaba todo el día esperando los sueños que le imponían el camino del día siguiente, me quedé fascinado con su claridad de espíritu. Pero pese a alimentarse de las imágenes que su subconsciente le dictaba, Mario resultaría ser un tipo monógamo. En cada una de las conversaciones que sostendríamos, él siempre incorporaba a Magali. La tenía presente en cada cosa que emprendía. A veces me confesaba que era incapaz de esconderle algo. Si hasta le contaba las cosas que conversaba con René, que no eran precisamente dulces pensamientos. A René sólo lo vi una vez. Fue en la casa que Mario arrendaba en el Cajón del Maipo. En ese asado se juntó una constelación de seres extraños donde yo era uno más. Pero no eran extraños por su manera de vestir, sino más bien porque ninguno de los que allí estábamos pretendía ser el más chistoso, ni bueno pa’bailar, ni mucho menos el que se iba a engrupir a una de las chicas que tomaban a la par con nosotros. Quizás lo único que nos reunía era el vino y la cerveza. Y entre todos los amigos de Mario, René era el que pasaba más desapercibido. Era un tipo delgado, muy callado, según Mario un gran poeta. Se notaba que era su mejor amigo, puesto que no necesitaban hablar entre ellos para sentirse cómodos. Mario me había contado que lo obsesionaba la muerte. Le confesaba todos sus pensamientos suicidas, Mario lo escuchaba sin sorprenderse. Desde siempre supo que René era un alma atormentada. Entre ellos había una unión especial. E.T. y Elliot. Aunque ninguno de los dos era completamente extraterrestre. René era su compañero de recorridos. Aquél que lo acompañaba en busca de “objetos muertos”. Aquellos objetos que otros llaman basura y que Mario recoge de la calle como parte de un tesoro. René era capaz de acompañarlo en su búsqueda. Da lo mismo que ese día esté lloviendo o nevando. René le sigue contando sus temores. Está desesperanzado porque no puede vivir de su poesía. René mismo es poesía, pero mientras él no lo crea, su vida le parecerá sin sentido.

Otra vez que nos vimos Mario me contó un sueño muy extraño. Me dijo que lo había tenido luego de una gran resaca. Esa noche René y Mario no habían llegado a dormir. Para variar preocuparon a Magali. Tomaron como condenados hasta el amanecer, hasta desplomarse sobre las bancas de una plaza. Cuando Mario despertó hacía frío y revivió su sueño. “Tengo un gatito azul, mide dos centímetros. Camina por mi palma. Alguien me llama, y cuando vuelvo la vista a mi mano, el gatito se va metiendo por una cicatriz en mi muñeca. Avanza en zigzag por mi carne. Para sacarlo debo rajar mi antebrazo con un cuchillo cartonero. El corte debe ser vertical para evitar desangrarme. Debo cortar en el instante anterior a que el gatito pase por el punto seleccionado. Si me demoro puedo cortar su cabeza y si me adelanto puede ahogarse en mi sangre. El corte con cartonero da por lo menos un instante sin sangre. Todo se dificulta. El gato azul avanza con violencia por mi brazo. Cuando llegue al doblez de éste, moriré”. Le dije que René le estaba traspasando sus sueños y, cuando estuve sólo en mi casa, pensé en que quizás los suicidas no buscan su muerte, sino salvar a su gatito azul. Sólo tienen una oportunidad de ser felices y por esa sola vez tienen la determinación de acallar su sufrimiento.

El problema con Mario era que vivía lejos de la ciudad. Las Vertientes era uno de los primeros poblados del Cajón del Maipo, pero había que hacerse el ánimo para subir a verlo. En cambio, con Jurgen nos veíamos a cada rato. Ya fuera en su departamento, donde teníamos las clases de inglés, o bien en el gimnasio, al que asistía de lunes a viernes. Todos los días hacía diez series de cincuenta abdominales y pese a ello persistía mi dolor de espalda. Al final opté por la medicina alternativa. Fui a un par de componedores de huesos y donde una masajista, todos los cuales vivían a la chucha del mundo. Nada me dio resultado hasta dar con un quiropráctico amigo de mi padre. Vivía en Villa Alemana y tenía un gimnasio donde además de pesas, hacía clases de aeróbica y artes marciales. Ulises Sport era el lugar donde Ulises (el héroe de mi odisea) hacía acupuntura. Nunca pensé que me iba a dar resultado la quiropraxia, pero luego de quince minutos de crujideras de vértebras y de violentos giros de cuello, sentí un tremendo alivio en mi columna. Los dolores crónicos desaparecieron en media hora. Fue prácticamente un milagro. Ulises me dijo que fuera a verlo todas las semanas durante un par de meses. Sagradamente acudí a Villa Alemana y desde allí me pasaba a Viña. Nuevamente pude correr por la playa mientras el sol desaparecía en el horizonte. Volví a moverme a voluntad cuando bailaba y dejé de sentir la puntada en la espalda cada vez que hacía el amor.

Un día cualquiera me encontré en la calle con Claudia Soler. No la veía desde la época del colegio. Se me había aparecido tantas veces en sueños, que me sentía secretamente vinculado. Era como si ese primer beso que le había dado hace tantos años, me hubiese conectado con ella para siempre. Conversamos de cualquier cosa para ponernos al día. Me preguntó si seguía viendo a los mellizos y, ante mi negativa, se interesó por mi paso por la universidad. Me alegré al saber que Claudia era una flamante psicóloga. Supongo que más allá de las palabras, eran nuestras memorias las que hacían esfuerzos prodigiosos por hacer calzar los recuerdos con aquello en lo que nos habíamos convertido. En mis sueños yo había evolucionado el recuerdo de Claudia. Me la imaginaba sin frenillos y sin los pinches que usaba de niña. No sé cómo adiviné la sensualidad que adquirirían sus rulos con el tiempo. Representaban la mezcla perfecta entre inocencia y voluptuosidad. Sus ojos traslucían tanta bondad como la voz que salía de sus labios. Pronunciaba simples palabras que cautivaban al instante. Sus suaves tonalidades, embriagadoras, eran el único modo de seducir a Jesús. Claudia era la única capaz de hacerlo bajar de su cruz mostrándole las bondades de un simple mortal. La Última Tentación. Tener hijos junto a María Magdalena, para así olvidarse de su misión en la tierra. Claudia se le aparecería como un ángel que venía a acabar con su sufrimiento. Le haría conocer los placeres de la carne y lo confundiría con el amor conyugal. Lentamente Jesús caería en las redes de la humanidad y se olvidaría de salvarnos. Tan fresco flotaba ese sueño, que cuando vi a Claudia Soler no supe que decirle. Me quedé mudo hasta que de sus labios surgieron palabras. A partir de ese instante me saqué el miedo de la cabeza. No era un espectro, sino Claudia de carne y hueso. Ya no quedaba el menor rastro de su cuerpo juvenil. Se había convertido en una verdadera mujer de curvas contundentes. Sentí que sus ojos me examinaron como a un bicho de laboratorio. Claudia andaba buscando la forma de salir del país para estudiar inglés. Le aconsejé que contratase un profesor particular. Pero Claudia no sólo quería chapurrear en inglés, deseaba aprender gramática para no ser una analfabeta en otro idioma. La acompañé a un par de lugares que tenían cursos en el exterior, pero se dio cuenta que eran demasiado costosos. Por ese entonces, yo también andaba con la misma idea. Pretendía irme unos meses a Canadá a casa de una prima de mi madre. No dejaba de sorprenderme que los dos anduviéramos tan perdidos por la vida. Claudia como psicóloga sin pacientes y yo como ingeniero sin ganas de trabajar. Sin embargo, algo había cambiado desde mi reencuentro con Claudia Soler. Era la primera mujer pensante con quien me topaba en mucho tiempo. Su confianza en sí misma me recordaba un poco a Mariana, me hacía experimentar una mezcla de admiración y miedo. Le temía a sus encantos. Se me aparecía como una mujer que me haría su esclavo. Si no podía seducirme con palabras, no dudaría en recurrir a otras armas para lograr doblegar mi espíritu. Dejé de ir al Kasbba. Di por finalizado el período tras mujeres con las que me acostaba una sola noche. La última me acompañó a la playa, pero más allá del sexo no significó nada. Trabajaba en una tienda del Alto Las Condes y bailaba como los dioses. Creo que Juan Luis Guerra fue el culpable de juntarnos. Estuve a punto de salir con ella en otra ocasión, pero justo esa semana me encontré con Claudia y no me dieron ganas de devolverle sus llamados.

La segunda vez que me encontré con Claudia la acompañé a la Universidad Arcis. Ya había dejado de lado sus sueños de viajar y se encontraba buscando trabajo. Yo también había dejado de pensar en Canadá debido a que mi madre no se había puesto de acuerdo con su prima. De nuevo estábamos compartiendo suerte con Claudia. Ella quería hacer clases en el Arcis mientras yo preguntaba por un postítulo que impartía esa universidad. Se me había metido en la cabeza estudiar Gestión Cultural. Lo cierto era que me gustaba ir a ciclos de cine y, por ende, pensaba dedicarme a gestar proyectos en alguno de los centros culturales de Santiago. Con Claudia nos veíamos en la semana, pero jamás salíamos de noche. A ambos nos gustaba bailar, pero ninguno de los dos atinaba a proponer la idea. No quería comprometerme con nadie y la única manera de lograrlo era salir solo. Fue así como me aparecí un viernes en la Batuta. La entrada costaba dos lucas y te daba derecho a escuchar bandas emergentes. También podías bailar, hasta las cuatro de la mañana, música de todos los tipos menos pop. A veces alternativa, otras funky e incluso había noches en que se cargaban al punk. Yo conocía la Batuta desde hacía varios años, pero me había alejado debido a que Mariana no era de esa onda. La gente seguía siendo la de siempre. Cada quien se vestía como quería y bailaba sólo si estaba de ánimo.

La última vez que salí con Claudia me hizo acompañarla a Lo Castillo. Lo conocía debido a que en el subterráneo albergaba al cine Espaciocal, mi lugar predilecto para ver cine de trasnoche. No pocas veces me convidaban un vasito de vino para degustar mejor la película. Pero no todo era ensueño en aquel centro comercial. Ahí también quedaba el Chacareros, donde había tenido mi última velada con Antonia. No sé muy bien por qué Claudia me pidió que la llevara a ese lugar. Recuerdo que Claudia estaba vestida de blanco, un ángel ascendiendo en espiral hasta la parte más alta del caracol. Yo la seguía de lejos mientras ella parecía flotar por los pasillos. Sentí deseos de mirarla a los ojos, pero de pronto, al intentar darle alcance, se me apareció Gloria. Salió de uno de los locales con un llamativo vestido naranja y casi al instante mis ojos se clavaron en los suyos. Claudia me había llevado a ese destino. Quizás era un ángel después de todo. Desde hacía un año que no conversaba con Gloria. Sebastián nunca dejaba que ella se mezclara con los amigos. Pero esta vez fue diferente. Ya no era la hermana de Sebastián, sino una mujer sumamente exótica. Su mirada era oscura y sus labios no permitían aflorar su sonrisa. Nuestra conversación serpenteó rápidamente las convenciones. Nada de rodeos y directo al grano. Nuestra cita sería al día siguiente. Una película sería el pretexto para seguir conversando. En eso nos interrumpió Claudia. Casi no hablamos de vuelta en el auto. La dejé en la puerta de su edificio. Nunca me invitó a conocer su departamento.