Por Cristian Cottet
Los funerales, en todo tipo de sociedades o culturas, son una referencia y un punto de quiebre donde las disimiles miradas se encuentran y vuelven “sobre si” las conflictividades que les gobiernan cotidianamente. La muerte con sus vericuetos siempre viene más a ordenar que a desordenar, es una cuestión irrepetible desde la lógica natural, para luego desplegarse hasta la lógica social. Nadie escapa a estos momentos de desastres o reflexiones. El cambio se presenta de las más diversas formas y alcanzar a traducirlo en hechos es un asunto de pericias políticas y sapiencias propias de la vejez.
La muerte del ex presidente Patricio Aylwin no es una excepción a esta rutina. Gobernó el Partido Demócrata Cristiano con mano de hierro a la hora de oponerse al proceso de ascenso de las clases históricamente castigadas. Fue una dura oposición al Presidente Salvador Allende, no le dio tregua ni descanso hasta que un Golpe de Estado terminó con todos los logros sociales y económicos del gobierno popular.
Eso fue el ex presidente Patricio Aylwin, un opositor.
Un opositor al cambio que proponía el Presidente Allende. Un opositor a la tiranía de Augusto Pinochet. Un opositor a la profunda etapa social y política que se abría con el plebiscito del 5 de octubre de 1988, cargada de reivindicaciones económicas y políticas. Esta característica estaba acompañada de una sólida vocación de poder, lo que hoy puede entenderse como una debilidad, pero que en cierto tono no es más que convicción, aunque sea ésta pasiva o activa. Él sabía lo que representaba y es en esta consecuencia que hace de su gestión política un asunto personal.
Es el año 1990 y es el ciudadano Patricio Aylwin el elegido como Presidente de la República.
Pero, es sabido de todos, no era santo de devoción de la izquierda chilena desde antes del Golpe Cívico Militar. Más bien se encontraba en el área de los adversarios y, muchas veces, en el de los enemigos. Pero era sincero en su proyecto. No es grato estar clandestino, escapando de una patrulla militar sabiendo que miles de chilenos temían la muerte y, en ese contexto, declarar que era preferible una dictadura militar.
Aun así, Aylwin convenció a parte de la izquierda que su proyecto político era mejor que un levantamiento popular, una huelga o todo lo que oliera a izquierda. En verdad, antes del ’90 todo olía a izquierda y eso se debía a que era esa izquierda la que puso la cara y la vida para terminar con la matanza y persecución de los chilenos.
Después del ’90 es otra cosa. Los barbones se afeitaron, los ultras se acomodaron y un pequeño grupo de “renovados” decidieron que en este país lo justo era seguirle la huella al capital financiero, encubierto en esa extraña figura simbólica que es el liberalismo y así acelerar el ejercicio que en muy pocas culturas es bien visto, la autoantropofagia, lo que viene siendo “comerse a sí mismo”. Es una izquierda pituca que busca y trabaja por terminar con ese discursillo de los cambios Esa es la coyuntura que tampoco vimos pero si la vivimos. Los habitantes del “segundo piso” del Palacio de la Moneda no dejaron cabo suelto, se esmeraron y poco a poco la izquierda chilena comenzó su particular proceso autoantropófago, al extremo de no dejar vestigio del pasado y que “por donde camine el rey” no huela a pobre ni a tristeza.
El cambio de chaqueta, o como se le quiera llamar, hizo festín en la continuidad de la hegemonía financiera, a costa de un pueblo cada vez más agobiado y desmovilizado. Es parte de la autoantropofagia política el presentar los méritos de la izquierda como el alimento desde donde “intervenir”. Ahí estaban los renovados, los empresarios que se apoderaban de las riquezas de todos los chilenos, los derrotados y los que serían derrotados. Primero se apeló a la falta de fuerza política, después a la marcha de la historia y finalmente al declarado e inevitable fracaso de la izquierda.
Ahí, en esa precisa inflexión política, estaba Patricio Aylwin como Presidente, como ciudadano y como político.
Se insistió que no había fuerza política, que no había disposición política en la izquierda, marco desde donde se explica la poco virtuosa frase, “En la medida de lo posible”. Medida que se transformó en letanía y verdad indiscutible. Así, se dibujó un nuevo mapa electoral y un nuevo paradigma existencial. Pero era tramoya, solo tramoya. ¡Había fuerza social para empujar un proceso diferente y eso no fue capaz de aprovecharlo la izquierda!
Pero si se requiere demostración cuantitativa, es sano revisar las elecciones presidenciales de 2003, que instaló en la presidencia a Eduardo Frei Ruiz-Tagle con una mayoría absoluta y si a ello agregamos el candidato comunista y los progresistas, obtenemos el siguiente resultado electoral: Eduardo Frei Ruiz-Tagle (Concertación de Partidos por la Democracia): 57,98; Manfred Max Neef (Movimiento Ecológico): 5,55; Eugenio Pizarro Poblete (Movimiento de Izquierda Democrática Allendista): 4,7 y Cristián Reitze Campos (La Nueva Izquierda): 1,17, haciendo un total de 69,4.
¡Casi el 70% de los ciudadanos rechazó a la derecha y la conducción del pinochetismo! Fue uno de los mayores espaldarazos que recibió la Concertación de Partidos por la Democracia y la izquierda, pero era necesario encubrir esa intención política de la ciudadanía.
Ahí, muy molesto, también estaba Aylwin y los “operadores” de siempre. La que no estaba, o por lo menos no estaba desenmascarando tremenda operación, era la izquierda. Es ahí cuando se acelera el proceso de descomposición y derrota de la izquierda. Es ahí cuando ya se perfila la seguridad de explotación, la enajenación de empresas con contabilidades positivas. Es ahí cuando se despliega con mayor energía el enclave neoliberal, máscara siniestra del capital financiero. Comienza, en el gobierno de Patricio Aylwin la consolidación de las propuestas neoliberales, se profundizaron las privatizaciones, se remató lo que quedaba de la industria nacional y se fortaleció la direccionalidad cultural desde la televisión y todos los medios de comunicación masiva.
Es esta jugada política la que genera un cuadro político que emplaza a las pocas fuerzas de la izquierda, más aún con un Partido Comunista entregado a la administración, no del Estado, sino de las ganancias espurias que cada día salen del país. Dicho en sencillo, a quienes no se ven en la lógica del “emprendedor” o de ciudadano inmovilizado, cuestión que nos presenta una tarea que no podemos suspender o dejar bajo la alfombra, hablo de esa decisión de luchar, no porque sea una forma de alcanzar el Reino de Dios, no por piedad ni buenas intenciones. Se trata de llevar adelante los objetivos de clase y esa claridad no tiene otro sentido que acumular capital y perpetuar en el poder político un pequeño grupo de burócratas que se sientan en las promesas electorales.
Por esto es necesario y urgencia enfrentar el desafío que esta vida, este siglo y este infinito aliento nos propone. Se trata de cómo le damos de comer, abrigo y educación a todos, como se salva esta prueba, que no es más urgente que otras pero nos pone en disyuntivas vitales. Es de morir o seguir luchando.
Ese es el desafío y esa es la pregunta. ¿Despertaremos en cincuenta o cien años más y seguiremos con este mismo país gobernado y administrado por ladrones, oportunistas y explotadores?
La mentira es un veneno que no perdona y ese veneno es el que nos tiene sentados al borde del camino. Es ese veneno, que se llama capitalismo, el que perdura entre sueños aplastados.
Somos los hijos de Recabarren, cierto, pero también lo somos de O’Higgins y de Allende. Somos la generación que debe recoger ese mandato allendista y hacer de éste un compromiso personal. Hoy estamos convocados a cambiar nuestra Constitución, también lo estamos porque la educación sea gratuita y acorde a los valores humanistas y solidario. También somos los encargados de refundar este país. Esa es la meta, cambiar este país y volver a mirarnos a la cara y volver a sentir ese calor de sentirse protegido.
Porque la naturaleza y nuestros propios errores nos tienen el borde de una catástrofe donde cada uno debe salvarse como pueda, este es el paradigma del capital, y sabemos que esa hora no está tan lejos. Por eso es que debemos y podemos asumir el riesgo de equivocarnos, pero nunca correr el riesgo de abandonar los sueños que tuvimos y tenemos. Eso hace una comunidad, eso es lo que nos convoca a cada uno.
Es imposible salvar este desafío sin mirar hacia la izquierda, convocar las convicciones humanistas y desplegar nuevas y mayores formas de cambio.
En este desafío, no estará Patricio Aylwin.
Abril de 2016