LA CONSTRUCCIÓN DEL “OTRO”

Por Cristian Cottet

Uno

Como su título lo establece, esta presentación contiene y genera una doble pregunta, una doble pregunta destinada a revalorarse en tanto somos capaces de darnos cuenta de que estamos hablando no para comunicarnos si no desde la comunicación y que cada hecho narrado no puede otra cosa que actualizarse en cada frase, en cada palabra y cada sensación que esta comunicación despierta. Una actualización que hace de lo dicho algo siempre novedoso y trasgresor. Porque, seamos francos, es difícil contar dos veces la misma historia, podrá cantarse la misma canción muchas otras veces y pareciera siempre ser la misma canción, podremos incluso recitar el mismo poema miles de veces ya que nos debemos a su linealidad, a su pétreo texto y ritmo, pero lo que no podemos es contar la misma historia dos veces. Porque este ejercicio renovador viene dándose desde siglos, desde los orígenes del ser humano, desde lo que Walter Ong denomina como “cultura oral primaria” (1), donde el resguardo de la información se recurre a la narración rítmica, apegada a ciertas fórmulas métricas que permitan la contención de los hechos y al espíritu de aquella narración. Bueno, no resulta aventurado creer que de esa tecnología es desde donde se estructura el poema o desde donde nace la canción, por lo que al desprendernos o abandonar aquellas tecnologías de resguardo no podremos jamás representar lo visto dos veces o de similar forma con los mismos encantos y cautivadores giros que permitan destacar ciertos giros de lo contado que se perderían entre nuevos personajes cotidianos en la forma de nuevas muecas o nuevos hechos que van apareciendo en cada evento donde es narrada. De no ser por esos reforzamientos o tecnologías de la narración oral estamos destinados a reconocer que es extremadamente difícil asegurar la permanencia diacrónica de una descripción.

Asegurada la certeza del resguardo hermenéutico volvamos sobre lo dicho al principio, esto es, una doble pregunta viene dando vueltas por esta misma narración y ellas son: cuando narramos ¿se describe o se explica la ansiedad yoista que nos corroe? ¿Somos en definitiva productores de textos descriptivos o de permanentes autobiografías ocultas tras aquella descripción? Mi respuesta es que somos el escritor y el personaje de la historia que ofrecemos. Somos el Lobo del cuento, en tanto nos recorre el deseo y somos la Caperucita, en tanto nos mueve la provocación. Somos Alicia y somos Lewis Caroll. Somos el Principito y jugamos a ser Antoine de Saint-Exupéry.

Como cultura, la salida que hemos encontrado a este infinito devenir de novedades, narradas oralmente con el riesgo de perderse los detalles entre una y otra instalación, es la escritura. Aparece la palabra escrita y de allí a la perpetuidad de lo interpretado, a lo perenne e inamovible de lo que se vivió. Pétreo y definitivo, el texto escrito obliga también a depositar en él lo visto, tocado, oído, saboreado y olido, o para mejor, aquello que creemos haber visto, tocado, oído, saboreado y olido, cuestión a la cual agregamos la subjetividad de ese infinitesimal tiempo agustiniano que lo recorre todo y que se instala en una mueca, una choza, una voz, una indecencia. Ese desafiante ejercicio, que parece de complicada explicación, en verdad lo hacemos en todo momento, en cada instante de nuestras vidas y no sólo cuando nos imponemos de la responsabilidad etnográfica frente a otro que nos provoca. Así, la escritura en general y la etnografía en particular, deviene en la pueril y personal vulgaridad de instalar verdades absolutas por medio de un texto que estará siempre apelando a lo visto, a lo oído, a lo olido, a lo saboreado y a lo tocado.

Dos

El año 2001, en el contexto de un trabajo de campo, concentré mi atención en un fenómeno un tanto manoseado pero no por esto menos interesante: el vagabundaje en Santiago, acercamiento que dio origen al Informe denominado “Ciudadanía de frontera” (2). Por otro lado, quince años antes, en un arrebato de entusiasmo pocas veces repetido, me lancé al esfuerzo de instalar en el papel, pasando por la conversación espontánea y por la grabación, la vida de un hombre que, por razones que allí se explican, devino en el vagabundaje santiaguino (3). Finalmente, en diciembre del año 2002 es publicado el libro Interpretaciones y testimonios, donde incluyo el poema “Destino de vuelo”, que narra otro acercamiento al vagabundaje. Estas tres instalaciones, que hablan desde una misma ciudad, desde un mismo país, desde un mismo fenómeno, ¿se propone describir al mismo sujeto? ¿Es la primera mirada disímil de las otras? No, no se trata del mismo individuo, ni tampoco podemos asegurar que las diferentes miradas, en épocas también diferentes, guarden una subterránea unidad. Como su nombre lo indica, el Informe de Terreno descansa en el esfuerzo de reanalizar lo que entendemos por ciudadanía a partir de la opción de vivir en la calle. Hay allí un esfuerzo teórico/comparativo cuyo eje, podríamos decir, está en la institucionalidad que contiene dicha ciudadanía. A pesar de que se interroga la ciudadanía desde el vagabundo, lo cierto es que dicho interrogatorio apunta a identificar la ciudadanía. ¿Es o no un ciudadano el vagabundo?

El trabajo que nos propusimos va más allá: ¿Existe o no un límite que contenga la ciudadanía? ¿Existe un principio y un fin de ella?

A partir de estas preguntas se hace necesario delimitar o acotar lo que entenderíamos como vagabundo. Definirle, crudamente acotarle en unas líneas de palabras que dieran cuenta de lo que estudiamos, permitiría saber si ese ser humano estaba en posesión de ciudadanía o no y para hacerlo se buscó el siempre resbaloso derrotero de las definiciones ya establecidas y el contacto directo con ellos. Después de revisar bibliografía hasta no poder, de visitar hospederías, comparar las actividades que realizaba con la llevada adelante por otros compañeros involucrados en el mismo proyecto, después de entrevistarme con una decena de vagabundos, estar con ellos en hospederías, postas, bares y calles, derivé en la siguiente formulación de cómo reconocer ese vagabundaje.

Intentaremos algunos acercamientos a este cuestionamiento, que tienen que ver también con formas de intentar entenderles desde lo histórico, que puede explicar el génesis social del fenómeno en Chile, también desde lo simbólico, que puede ayudar a entender su distancia y silencio, y desde lo psíquico, que habla más del génesis personal. Como se verá cada uno de estos aspectos son tan sólo aspectos de un mismo fenómeno que pueden o no funcionar mancomunados o de manera independiente (4). Para actualizar estas palabras es preciso insistir en el pié forzado del estudio: reconocer al vagabundo como fenómeno referido a la ciudadanía, pues la certeza de que estas personas no eran ciudadanos, por opción, por abandono o por exclusión. Por abandono ha optado por el camino de permanecer en el territorio, pero fuera de la norma; ha optado por el reencuentro con otro igual, a la asimilación citadina. Por exclusión, se le ha instalado en el espejo del enfermo (loco, alcohólico) o del delincuente.

Así, el vagabundo es aquel que hace cotidianamente su vida en la calle. No le define la carencia de vivienda, trabajo o familia por si sólo ya que, de maneras que desconozco en profundidad, reinstalan estos instrumentos de sociabilidad dando existencia a otras formas de organización. También el vagabundaje puede o no ser consecuencia de un quiebre existencial (dolor) y su territorio no es arbitrario si no que responde a las necesidades de sobrevivencia y buscará siempre donde resolver tres cuestiones: cobijo, alimento, protección. Finalmente se llega “a la calle” de golpe, si no que es más bien un proceso de mayor o menor duración, que no se explica sólo desde lo psicológico, sino de múltiples factores que van desde la profundización del dolor hasta la libertad de desplazamiento.

De estas conclusiones en lo fundamental se desprende una instalación que va desde lo individual (cómo se vive) a lo social (la relación de ese vivir con el entorno), cuestión que habla también de mis temores y arraigos, de mis estrategias de sobrevida y de las instancias que se establecieron en la relación con ellos.

Existe, como en todas las certidumbres, una vivencia ejemplificadora. Cierto día que bebía un par de tragos con uno de ellos en la plazoleta de la Avenida Portales nos llegó la noticia de que un anciano, con el cual yo estaba relacionado, estaba muriendo en un sitio eriazo. Acudimos a verle, lo encontramos vomitando sangre, tirado bajo una improvisada techumbre de cartones por lo que le tomamos para trasladarlo a la Posta más cercana. Allí estuvo internado tres días. Lo retiré, cuando lo “dieron de alta”, para trasladarlo a una hospedería del Hogar de Cristo, lugar donde lo recibieron con la advertencia de que era sólo por la noche. El no consumo de alcohol es una de las condiciones para ser aceptado en estas instituciones del Estado. Al otro día, junto a otra compañera de investigación, recorrimos hospederías hasta derivar a una del Ejército de Salvación, donde lo aceptaron sin condiciones.

Este evento no lo incluí en el Informe, pero lo discutí con un par de integrantes del grupo de investigación y quedó en mi decisión hacerlo o no. Creo, y creía en ese momento, que no podía transformar ese dolor en un par de líneas, en un discurso que no se entendería sino desde la compasión. ¿Por qué? La etnografía, con su cautivador y escandaloso encanto, nos instala en medio de verdades ajenas, en opciones y riesgos que no nos pertenecen y yo (tan fino, tan tieso/ tan alto, tan cachas…/ que agobio; Sabina) (5), escribiendo aquel Informe con un aire de certeza que no soportaba ni yo, con algo aún de sinceridad para conmigo, decidí excluirlo. El fino espacio que separa la vida de la muerte es un asunto tan privado, tan libre de “terceros”, que por muy científico o literario que pueda parecer, no es dable intervenir en él. En ese momento me consideré más un instrumento que un observador, ¿y qué hice? Pues no otra cosa que instalarle por exclusión. Mis miedos y, quizás, hasta mis propias compasiones me arrebataron la posibilidad de contar con un “hecho concreto” que demostrara mis interpretaciones acerca del uso o no de la institucionalidad por parte de ese sujeto vagabundo. Costó, cierto que fue difícil y la duda me ha tenido hasta este momento en la incertidumbre de poder delimitar el cuando mirar como antropólogo y cuando no. Pero eso no me preocupa ya, la duda no mata, da vida. De alguna forma, que tampoco logro instalar completamente, me carcomió el recuerdo, el frió, la sangre, el dolor. “Esto no es etnografía”, recuerdo haber pensado en esos días. ¿Qué lo era?

Tres

Después de todo me refugié en el poder que da el escribir o no acerca de la vida de otros. Para excluirle de mi Informe me impuse de cierta autoridad que nadie me otorgó. Pero en verdad, y para no caer en la autoflagelación, es la etnografía donde está contenido ese poder. Creo que no pueden el antropólogo y el escritor describir sin reconocer que para hacerlo pasa por encima de cuanto obstáculo se le interpone y salvarlos es parte de una decisión más humana que profesional, es el sino de saberse instalado en el poder. Después de todo pertenecemos a una cultura con pretensiones hegemonistas que hace de nosotros uno más de sus expresiones y, por más o por menos, nos resistimos a salir de ella (no hay duda, “siempre que me confieso me doy la absolución”, reconoce Sabina) (6). Yo escribo, antes de cualquier otra circunstancia, desde mi ciudadanía, definida, acotada, limitada, pero es “mi” espacio. Visto así, ¿cómo puedo escribir de ese otro que desde la primera mirada de la investigación estoy cuestionando su pertenencia a esa ciudadanía?

Pero hay más. Como dije, hace ya casi quince años me propuse trabajar con un hombre que entró y salió de la vagabundancia. Uno de los resultados de ese esfuerzo es el texto “¿Se atreve usted don Jano?” Los objetivos en un comienzo eran múltiples, tan múltiples que tardé casi una década en definirle para terminar concentrándome en el periodo de su vida antes de estar en la calle. Dos centenares de páginas, apretadas, casi sin puntos apartes (después de todo ¿quién habla con puntuación?), que narra desde su infancia hasta los hechos que le llevan a tomar la más dura de las opciones: vivir en la calle, beber hasta la inconciencia y soportar la lluvia del invierno bajo un par de latas a la orilla de los caminos. Grabamos una treintena de cassettes, bebimos hasta dormirnos, reímos, nos acompañamos, el tiempo se nos hizo nada, finalmente cerramos el capítulo del trabajo y continuamos nuestra amistad hasta hoy. Todavía las bendiciones de la vida nos llegan como bálsamos aparejadas de incertidumbres, riñas y espantos. Como si las cosas se nos instalaran enrrededor, seguimos riendo y llorando juntos. En este trance, he vuelto a corregir las transcripciones más de una vez, las recuperé de siniestras manos que en alguna desafortunada apuesta las dejamos empeñadas. En fin, hemos sido cómplices de algunas travesuras de difícil explicación, aunque nos distingue la voluntad de respetarnos hasta en las diferencias. El dejó de beber, yo no, él dejó de fumar, yo tampoco, pero las cazuelas nos quedan de chef español.

El año 2000 (el dato puede no ser tal) fui beneficiado con una beca estatal para “terminar” este trabajo. Volvimos a reunirnos en torno a la vida de don Jano, retornamos a la cárcel una y otra vez, nos dimos el tiempo de buscar sospechosos archivos, construimos una mesa con el sólo destino de comer y trabajar en el texto. Leímos el borrador, discutimos y más de una vez nos sorprendió la madrugada sobrepasados de café y humo. Finalmente decidimos cerrarlo. Imprimimos las consabidas tres copias para el Informe que debía entregar. Aquel manojo de papeles era su testimonio y para distanciarme de la factura agregué una página explicatoria que me reubicara. Me tomo ahora la libertad de incluirle en estas reflexiones por la relevancia que creo posee.

No es mucho el tiempo desde que, en medio de los naturales despidos de que somos obligados, debí recoger un par de maletas de la calle Franklin, barrio santiaguino cargado de pensiones de mala muerte, bares clandestinos y, aún, algunas señoriales construcciones que sirven para guardar las apariencias de lo que otrora fuese un lugar donde corría el dinero fácil.

Entre ropas viejas, un par de lentes, una colección de recortes de prensa que refiere al propietario de estas especies y un paquete de libros, entre los cuales estaba la “Guía de Alcaldes y Ayuntamientos”, editado el año 1847 en Madrid, donde destacaban con separadores fabricados de cartón los capítulos “De los establecimientos carcelarios y penales” y “De la policía urbana y rural”. Allí encontré un manojo de papeles, cuadernos viejos, trozos de sobrantes de imprentas, escritos todos con una caligrafía cuidada y pequeña, que daban la impresión de un largo e inconexo recado o bitácora de viaje. Ninguno tenía fecha ni lugar de escritura, sólo les diferenciaba el material de soporte y el lápiz con que cada uno iba hilvanando esta historia.

Mientras la dueña de la pensión apuraba mis gestiones, logré asirme de todos y cada uno de estos papeles. Más que por curiosidad lo hice por respeto al esfuerzo y perseverancia de escribir. Tardé semanas en leerlos. Fui desarmando manojo por manojo, desamarrando trozos de papel acumulado, ordenando por lo que parecía cierta cronología que respondía a la premura de los recuerdos más que a los tiempos. Al final hice de ellos un nuevo manojo que guardé por años.

Debo al escritor de esas líneas, a su amistad y a lo que pudo reunirnos, el entregar estas páginas a quien las siga. Él quiso fuera de esta forma, sin mayores bullicios y estruendosas maquinaciones. Después de todo, sólo resta la obra, un martillo que guardo también entre mis pertenencias y algunas frases que compartimos a la sombra de un par de botellas. La risa, el caminar y la espontánea e infinita conversación quisieron que esto sucediera así.

Doy fe de la textualidad de cada una de estas palabras. He trascrito papel tras papel. No tengo fuerzas para corregir vidas ajenas, menos aún la que casi fuera la mía.

A diferencia del Informe acerca de la relación que puede existir entre ciudadanía y vagancia, esta vez no negué al que fuera el actor principal del texto (en verdad resultaba demasiado complicado y entrampado hacerlo), pero con esta página introductoria me reinstalo en el texto no ya como el escribidor que fui si no como casual rescatador del texto. El hecho narrado en esta página no es real en tanto lo que verdaderamente pasó. Cuando se la mostré a don Jano arrugó la frente, reacomodó sus lentes y me dijo: “O sea que el único hüeón que pone el culo en esta historia soy yo”. “Si, le respondí, pero no te preocupes porque al publicarlo vamos los dos, es sólo para darle un toque de misterio” (“Las mejores promesas son esas/ que no hay que cumplir…”, insiste Sabina) (7).
Misterios más, mentiras menos, lo cierto es que aún no publicamos el texto y sólo queda la certeza de que ese poder de que somos impuestos y que nos permite entrar y salir de la realidad que estudiamos cuando se nos plazca, está en nuestras exclusivas manos. Nada más nuestra propia decisión nos retiene instalados en el papel de ciudadano de múltiples culturas, aparentemente aceptándolo todo en por de la mentada diversidad, pero lo más certero es que aparenta el etnógrafo una vida que después puede negar y hasta censurar. Lo que ha visto, aquello que le compartieron es de su exclusivo resguardo, puede dibujar tantas estructuras como alcance su capacidad de abstracción y luego, en el texto, desarmarlas como sea su decisión. ¿Para qué entonces tanto trabajo? La respuesta está en nuestras propias vidas: tanto trabajo se justifica por lo mismo que construimos casas que luego transformamos, demolimos o simplemente abandonamos; nos casamos para luego divorciarnos; nos emborrachamos sólo por arrepentirnos en la resaca. La precariedad del texto se demuestra justamente con otro texto. Pero es nuestra propia ciudadanía también la que nos permite evaluar estos hechos y volver, cuantas veces queramos, a reinstalar esa duda que nos corroe.

En cierta forma nos salva de la locura esa posibilidad, aquella que habla de seres humanos que estudian a otros y que “narran” sus vidas, aquella que abre la posibilidad de sincerarse frente a ese otro y reconocer que, de una u otra forma, somos distintos y que, si ese lo quisiera, estamos en condiciones de prestarle nuestra vida para que escriba su propia venganza. ¿Puede acontecer semejante reflexividad o simplemente se trata de una estupenda forma de ocultamiento? Nuestra instalación como etnógrafo y escritor se hace de estas cosas: de los ejercicios de poder sobre vidas que tomamos prestadas, de explicaciones arbitrarias respecto a los hechos que creemos ver, de entradas y salida en donde nadie, absolutamente nadie, nos ha invitado y desde ahí mirar con nuestros temores y convicciones. Es un placer reconocerlo, de hecho, no soy el primero ni el último en decirlo, lo cual nos pone frente a la obligación de buscar aquella justificación que nos deje instalados nuevamente en las ciencias sociales. En definitiva, en un mismo rango de investigación y narración he intentado caminos absolutamente contrapuestos: primero decidí no incorporar aquello que conocía de un vagabundo (cuyo nombre prefiero guardar) y dejarle en el anonimato, en la invisibilidad más absurda; por otro lado, decidí hacer del texto algo exclusivo de otro vagabundo y negarme yo como etnógrafo y escritor. En ambos casos la construcción de ese sujeto independiente y frágil que es “el otro” ha estado sujeta a mis decisiones y lo he instalado (por negación o por excesiva exposición) representando en ello mis readecuaciones pequeñoburguesas, que en determinado momento del trabajo ve más el texto que el sujeto que le justifica. Mal comienzo para escribir un libro.

Cuatro

La tercera historia de vagabundos se desarrolla en un perdido tiempo que va desde el comienzo del texto “Se atreve usted don Jano” y el Informe de Campo, trata de una misteriosa relación entre un extraño hombre y yo. Digo misteriosa como intento de instalarle no tanto en el espacio de la literatura ni de la etnografía si no en aquel donde las explicaciones sobran, aquel que se hace de ángeles y persecuciones, aquel espacio que sólo deja la experiencia y el resto se desvanece en el éter.

Era yo el vagabundo que nunca fui, el aquejado de ciertos males de amor que lo derrumban todo dejando sólo un lejano sabor a desesperanza. He negado a mi escasa memoria los nombres de esa época; algunas direcciones las guardo sólo visualmente, sé llegar, pero no enviar a otro. Con cierta elegancia que da la carencia de premura, conversaba con quien se instalara en el banco de plaza que me cobijara. En esas desinteresadas tardes conocí al que se hacía llamar con un nombre diferente cada día. Compartimos algunas horas de destierro, de exilio interno lo han llamado, algunos cigarrillos que no puedo llamarles como testigo, un trozo de periódico que sirvió de excusa para debatir acerca de la realidad. Todas, cuestiones que no limitaban con tiempo alguno. Un buen día, después de varios encuentros, me dice, con un tono de secreto que tampoco podría transcribir: “Usted mi amigo tiene la suerte de tener familia, de tener padre y hermanos, de tener hijos y esposa. Yo en cambio no tengo a nadie, nadie que pueda salvarme. Sólo me tengo a mí. ¿Y sabe por qué? Porque los ángeles no tienen a nadie”. No respondí por miedo a decir una torpeza o de intimidarlo al extremo de no poder verle más. Inútil destreza de caballerosidad ya que en verdad ese fue el último día que nos vimos. Me habló de su vida, de la suerte que tenía al poder conversar conmigo ya que cada vez que lo intentaba con alguien más se desaparecían los interlocutores. Fumamos y reímos con desgano algo que no se dijo, parecía estar presente entre nosotros. Creo que él no me lo dijo todo. Yo tampoco le dije que más de una vez estuve secretamente observándolo por horas en sus rutinas. Cual más, cual menos, ambos nos guardamos algo para comentar en otro encuentro.

Aquella noche, no recuerdo donde ni tampoco con quien, escribí algunas líneas que con el pasar del tiempo transformé o nominé como poema, el que guardé más como un respaldo de esos días que como registro etnográfico. El desencanto me llevó luego a recorrer otros senderillos de los cuales algo he dicho más arriba, pero en todo ese tiempo no supe qué hacer con el poema de marras, hasta que el año 2002 se publica el libro “Interpretaciones y testimonios”, de mi autoría, espacio que decido contenga aquellas líneas. Lo incorporo ahora como un homenaje al hombre que se mueve por Santiago ocultando sus tres alas, lo incorporo como actualización y como desvarío.

Extraño resulta escuchar a alguien que confiesa tener tres alas. ¿En qué contexto antropológico incorporarlo? Esta vez no negué autoría ni distancia, tampoco hice de él un asunto de estudio. El poema, que también posee esa frialdad del registro, me ha permitido acercarme a una instalación personal y aséptica de toda relación estructural. Cualquier intento por instalarle desde el desborde positivista esta destinado al fracaso. Sólo el poema permitió estar juntos nuevamente y con esto no pretendo revalorar el manoseado verso de Vicente Huidobro (“Por qué cantáis la rosa, ¡oh, poetas! / hacedla florecer en el poema”), si no asumir abiertamente que en esta construcción nos hemos instalado los dos desde la más absoluta subjetividad. Tómese, entonces, este texto como una descripción etnográfica (que lo es), tómese también como lo que este antropólogo es: un constructor de fantasías y tómese también como una de las tantas expresiones de lo que ese amigo fue para mí.

Cinco

He traído a colación algunas experiencias referidas a vagabundos. Puede creerse después de esto que en definitiva no guardo ningún asidero respecto a esas vidas, pero en verdad la culpa etnográfica me recorre no tanto por hablar de ellos, a los cuales considero mis iguales y mis amigos (“Asociado en sociedad/ con tales socios/ se pueden imaginar/ que los amores van mal/ la salud mejor ni hablar/ y no van bien los negocios”, diría Sabina) (8). Pero no es tan dramático como puede creerse. Ellos viven una de las tantas vidas que puede vivir cualquiera de nosotros y se lo toman en serio tanto como nosotros la antropología y la escritura. Ni más ni menos lo cierto es que somos observados y descritos por ellos mientras nuestra ingenua certeza científica nos lleva a creer que somos los que miramos. De alguna forma esa compasión desde donde se les instala puede revertirse. Pero eso es asunto de otro texto.

Notas

(1) Ong, Walter; Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra; Fondo de Cultura Económica; México; 1987.
(2) “Ciudadanía de frontera. Un acercamiento desde la vagancia”; noviembre 2001inédito.
(3) “¿Se atreve usted don Jano? Testimonio de un hombre”; finalizado con Beca del Consejo Nacional del Libro y la Lectura; 2000.

(4) “Ciudadanía de frontera. Un acercamiento desde la vagancia”; pág. 16.
(5) Sabina, Joaquín; disco “19 días y 500 noches”; canción “Como te digo una ‘co’ te digo la ‘o’”; B MG Chile S. A.; 1999.

(6) Sabina, Joaquín; disco “Dímelo en la calle”; canción “Camas vacías”; BMG Chile; 2002.
(7) Sabina, Joaquín; disco “Dímelo en la calle”; canción “Yo también se jugarme la boca”; BMG Chile; 2002
(8) Sabina, Joaquín; disco “Dímelo en la calle”; canción “El café de Nicanor”; BMG Chile; 2002.