Por Aníbal Ricci
Subo la escalera mecánica y adquiero un boleto a Viña del Mar. Tres mil es el valor del último asiento. Desde atrás anticipo los ruidos, mientras de espaldas no puedo asignar el miedo. El viaje de noche transcurre más rápido que el diurno. Los hermanos Karamazovson mis confidentes, libro de muchas páginas para ocultar emociones. No tenía hambre, pero he comprado un par de sándwiches. Requiero elementos para distraerme los próximos ciento veinte kilómetros. Desconfío de mi madre. Evito hablar con gente sospechosa al recorrer las calles. Habito un departamento de cuarenta y cinco metros cuadrados. Escribir aterroriza, prefiero ver televisión de madrugada. Hacer transacciones brinda una fachada de normalidad. Compro Coca-Cola y sigo bebiendo mientras me desplazo por el terminal de buses. Mi madre abre la puerta y me ofrece hallullas y marraquetas. Le he dicho cientos de veces que prefiero galletas con palta. No controlo mi alrededor y los sándwiches hacen engordar. Supongo que es una mierda no saber dosificar el dinero, me pagan la pensión y se escurre entre los dedos. A mi padre lo único que le importa es que pague los medicamentos. Quiere inscribirme en el centro de salud del barrio, aun cuando los beneficios sean dudosos. Los psiquiatras particulares poco entienden, menos lo harán los del sector público. Fonasa tiene cinco especialistas para cubrir la sanidad mental de la región entera. No soy capaz de lidiar con los conserjes, supongo que debería vivir en una casa con patio. Hago puras huevadas apenas salgo del departamento. Traspaso la conserjería y la libertad me apabulla. Escojo calles diferentes para descender del cerro. La playa es aún más desconcertante. En el Bravissimo venden helados, pero también hay cervezas. Pido dos Coronas y deambulo hasta el anochecer. Ya no tengo amigos que aprecien todas las partes de mi personalidad. Los de infancia fueron los primeros en desaparecer. Cometí un nuevo error. Invité por correo a apoyar mi último proyecto literario. Respondieron ocho personas, les agradezco, aunque presiento que poca gente entiende los temas. No sé hacer otra cosa, soy un presidiario que sabe hacer llaveros. En las empresas fui perseguido por extraños que sólo yo distinguía. Escuchaba sus rumores encerrado tras barrotes de oficina. Intenté trabajar desde el hogar, pero mis amigos no fueron confiables. Mucha gente me quiere lejos de sus vidas. Incluso algún escritor de poca obra que ni siquiera es tan bueno. La locura es contagiosa. Imposible sobrevivir a las reglas del mercado. No eres oferta ni demanda. Careces de soluciones efectivas. El banco se lleva los bienes y la esposa no puede lidiar con la incertidumbre. El abogado no tiene inconveniente en estafarte. Al tener una reja gozaba de cierta tranquilidad, pero mi familia arrienda ocho departamentos. Rodeados de gente anónima que no quiere ser tu vecino. Puedes tener amigos por cierto lapso, pero no les puedes confiar tu mundo. Mi padre hizo todo lo posible para destruir mi matrimonio. Odiaba que tuviera una buena casa e incluso, cuando perdí el auto, encontró que yo nunca lo había merecido. Me mantiene arrinconado en la pieza de la empleada, mientras mi madre me ofrece otro sándwich. Tengo cara de trastornado y no son capaces de entender que emborracharse es un disfraz para conversar con otras personas. No ofrezco futuro y las mujeres huyen de mi presencia. Odian a los borrachos. Te harán gastar lo que no tienes. Optar a un trabajo resultó imposible y en la familia no apoyaron un proyecto literario. “Las novelas son puro cuento”, fue su demostración de afecto. Duele. Somos poco empáticos, pero las cosas nos duelen. Un colega escritor le dijo a mi señora que yo era un loco de mierda. Uno escucha esas perlas literarias. Prefiero prostitutas, exigen una cantidad específica y refieren frases amables. Está vedado enamorarse debido a que el amor desquiciado sólo dura unos instantes. Me siento el último ser, desconfío de mis padres. Las palabras de cariño nunca existieron, una especie de insana competencia lo tiñó todo. Uno quisiera ser apto, pero la única salida la encuentro al final de una escalera. Subo los escalones sin avanzar. Hay mucho tiempo sin sentido y soy incapaz de una erección. Las prostitutas aprenden a tenerme miedo, cada vez hay menos dinero para hacer una transacción. Desaparecen las mujeres y quedan los travestis. Caigo en una vorágine donde los enemigos sentirán una especie de miedo disfrazado de odio.