Por Cristian Cottet
Si la actividad política fue estudiada primero desde la filosofía y luego como fenómeno sociológico, a mi saber, es la mirada antropológica la que viene a dar a estas reflexiones un nuevo perfil que le instala en el agrupamiento y organización humana con objeto de regular la actividad social y que en su base estaban dos elementos constituyentes: la territorialidad y la consanguinidad. Dicho en otros términos, el poder devenido del linaje (herencia) y de la ocupación espacial (conquista). Esta competitividad viene a proponer un área particular de los estudios antropológicos, la “cultura política”, donde la guerra, la violencia y el dominio dan forma a esa extraña figura que hace la política.
Desde estas bases, las autoras de “La cultura política chilena y los partidos de centro” (Adler y Melnick. 1998) se disponen a demostrar en su libro, primero, que en Chile existe una cultura política expresada en la generación de “redes sociales horizontales”, estructuradas en base al desarrollo clasista de la sociedad y en donde la resolución del conflicto interno se resuelve principalmente por medio del fraccionalismo, y segundo, que “los sectores medios” de nuestra sociedad han podido construir sus propios nichos político-culturales, que al materializarse, principalmente en partidos políticos, se despliegan “subculturas” donde se vacía la experiencia práctica de distribución del poder, recreando así sus propias ritualidades. El estudio descansa en el desarrollo de los partidos Radical y Demócrata Cristiano, por lo que la militancia o simpatía, en cualquiera de estos partidos, es marcada, delimitada y fronterizada por expresiones culturales que hacen del militante una persona “diferente y exclusiva” con rasgos propios de sociabilidad.
Ahora bien, tres son los elementos constitutivos de este proceso:
Primero, la “horizontalidad” política, que se constituye como uno de los pilares de las nuevas distribuciones del poder, en donde se expresan los primeros conflictos internos de la República, generando orgánicas políticas representativas de sectores que cruzan de manera horizontal la sociedad chilena, a saber, redes parentales y/o territoriales, como la conocida “fronda aristocrática”.
Segundo, la aparición del “líder” no se manifiesta como un absoluto social, si no más bien como un instrumento transcicional de cambio. A diferencia de las estructuras de representación y basamentos verticales, que cruzan la estratificación de clases, se sostienen sobre subjetividades que no apelan a la diversidad de clase, sino a una lógica de “igualdad” frente al Estado. El líder, cuya inmovilidad está determinada a priori por su representacionalidad nacional, sólo puede apelar al fraccionalismo como una forma de resolución del conflicto interno, haciendo de estas orgánicas cuestiones volubles (social y políticamente) y de disímil convocatoria, pero adherida al “carisma” de un dirigente carismático.
Tercero, en la construcción del “sistema simbólico” que proyectará esta orgánica, juega un rol identitario y determinante la doctrina, que como partido y como militante se asume como propia, cargándole de signos, ceremonias y ritos. Así, a pesar de que la clase dominante en el siglo XIX mantiene cierto consenso doctrinario en torno a una concepción de la vida y valores aceptados, esto no impide que lo religioso y doctrinario sea también uno de los flancos a debatir y dividir en el seno de los sectores más activos de aquella sociedad donde el poder de gobierno se transforma en el aderezo social. De igual forma, y como extensión de los procesos vividos en ese mismo siglo XIX, es la adhesión o no a doctrinas religiosas lo que diferenciará el Partido Radical de la Democracia Cristiana.
Mientras el primero se define por una opción agnóstica, irreligiosa y una militancia anticatólica, el segundo opta por un apego al catolicismo renovado por las nuevas encíclicas papales, expresado en el siglo XX en el humanismo cristiano y haciendo de esto una cuestión de principios y exigencias para la militancia.
Sobre estos tres elementos (horizontalidad, líder y doctrina) se construyen las bases culturales de la cotidianidad orgánica de estos partidos, produciéndose los desencuentros básicos que ayudarán a que en la práctica política se dificulte el encuentro entre ambos. Así, mientras en el Partido Radical la sociabilidad primaria se despliega desde el liceo estatal, el Club Radical y una propuesta de universalidad en educación apelando a la oratoria, intelecto y tolerancia, conceptos también venidos de las logias masónicas.
Por su parte en el Partido Demócrata Cristiano esta función aglutinadora se materializa en lo familiar y un catolicismo renovado que mira a una Europa de postguerra, apelando siempre al servicio público como destino de vida. En definitiva esta sociabilidad, en sus dos expresiones, estará marcada por la disputa de adherentes venidos de un mismo territorio electoral y de un el enclave clasista donde la relación con uno u otro líder define las opciones filosóficas de los militantes partidarios.
Así, estamos frente a una mirada que se instala desde la superestructura sociocultural, desde la subjetividad que nace desde la materialidad económica propia de cada sociedad. Una superestructura donde se despliegan las relaciones sociales que emergen desde la clase social y donde cada sector buscará, por uno u otro camino, delimitar y reordenar las cuotas de poder que le correspondan. Si bien las autoras citadas aparentemente proponen cierta independencia de esta superestructura, es dable suponer que esos procesos devienen de aquella materialidad estructural que en la sociedad chilena se despliega en la forma de un progresismo aliado y vocero de la clase dominante, que se despliega en una estrategia donde el paradigma democrático “todo lo explica”, pero que resulta dificultoso animarse con eventos como el Golpe de Estado de 1973.
El esfuerzo por descifrar aquella magnitud cultural de lo político en cuanto a un estudio específico, es uno de los mayores méritos del texto. Existe distancia entre el enfrentamiento antropológico a un fenómeno social y el que puedan hacer el resto de las ciencias sociales. La mirada, el discurso, los centros de atención, la metodología, en fin, un aire que rodea el texto que sirve de base a este artículo (Adler y Melnick. 1998), es lo que obliga a repasar estas prácticas y discursos en la gestión política de los nuevos actores nacionales.
La horizontalidad, el líder y la doctrina (en menor grado), resultan ser una matriz operativa que se repite sin dejar de lado, por nada en el mundo, el linaje que cada político profesional custodia, repitiéndose mecánicamente los apellidos que resguardan, de generación en generación, los intereses económicos de la nueva fronda “aristocrática”.
Adler Lomnitz, Larissa y Melnick, Ana (1998). “La cultura política chilena y los partidos de centro. Una explicación antropológica”. Fondo de Cultura Económica. Santiago de Chile.