Por Cristian Cottet
Desde el retorno a la democracia protegida, se ha instalado en el discurso político y social la necesidad de poner en valor todo aquello que refiera al ejercicio de recordar. Me refiero a la instalación de memoriales, museos, animitas, corporaciones, placas, territorios, oficinas del Estado, etc. donde se apoza y ordena en la forma de un contenedor, parcialidades de la historia del país. La frase “en la medida de lo posible” justamente apela a esta necesidad de recordar, de presentar un orden que explique lo ocurrido. Solo en la Región Metropolitana existen más de cien espacios que apelan al recuerdo del Golpe de Estado y las posteriores violaciones de los Derechos Humanos.
¿Se puede construir sociedad y cultura sin apelar a lo adquirido o vivido? Planteado así, el problema de la memoria y el acoso casi desmedido por la búsqueda de un tipo de instrumento que resguarde definidos aspectos del pasado, se instala en la forma de un apego, una estrategia de contención frente al tremendo daño ejercido en lo que duró la dictadura militar. Nadie puede vivir sin un pasado en tanto somos el resultante de infinitos pretéritos que nos hacen. No, no podemos vivir sin el pasado ni asegurar que eso que se vivió no nos determina en el presente y en la búsqueda de mejores formas de convivencia y justamente este aspecto es el que lleva a los mayores conflictos políticos y/o sociales ya que lo recordado es un asunto acotado a los intereses de quien recuerda.
En la apelación pública acerca de que no podemos vivir sin memoria, pareciera que falta especificar o definir aquello que se quiere recordar o reactualizar en las nuevas condiciones que vivimos. El recuerdo, así como lo vivido, es imposible incorporarlo completamente en nuestra memoria cotidiana. Vivimos y eso ya es una marca en nuestros cuerpos y recordar no es sólo un asunto de nuestro cerebro si no de múltiples participaciones del cuerpo como materialidad. Recordamos cotidianamente, pero cuando olvidamos, ¿lo hacemos respecto al hecho vivido o al recuerdo de ese hecho?
Me gusta la idea de imaginar todo recuerdo “bordeado” por olvidos; creer que sólo se puede recordar en tanto somos actores de un tejido de olvidos, que se relacionan unos con otros en el destino de dar forma al recuerdo nítido, fresco, indesmentible. De esta forma puedo asirme de cierta narrativa que hago parte de mi vida, de mis referencias mediatas e inmediatas y, por qué no decirlo, de los amores que pueden participar de la confianza que permita dormir tranquilo. El recuerdo sin olvido es, en cierto sentido, un marasmo de golpes eléctricos que no puede generar más que la imposibilidad de referencia identitaria y por el contrario coopera en la dispersión cultural de sectores vivos de la sociedad.
Como sé que esto no es ninguna novedad, creo necesario responder a la pregunta de por qué traer a colación el pasado. Las prácticas de las ciencias sociales en los últimos años son una parte de la respuesta ya que existe un fenómeno gravitante en los estudios sociales referido a la memoria, al extremo de instalársele a modo de paradigma que resuelve no sólo las encrucijadas de las propias ciencias, sino además ha pasado a ser la respuesta política a los requerimientos que en este terreno presenta la hegemonía capitalista.
¿Qué se entiende por Memoria Histórica? En verdad esto resulta ser una parcialidad de lo que como patrimonio se configura en la forma de memoria y que da forma a las parcialidades identitarias. La identidad es otra realidad ampliamente estudiada y desde estos estudios se ha revelado la gravitación de fenómenos en las comunidades humanas, sea en su cotidiana sobrevida como en la resolución de los grandes cambios que todo tipo de comunidad enfrenta. Exceptuando cuestiones de orden biológico o genético, lo identitario se forma, se cultiva y ordena de acuerdo a patrones que la propia comunidad se da, sea de manera planificada o por costumbre. No puede un ser humano pertenecer a determinada comunidad si no es parte de los patrones generales y específicos que sus iguales han ido, generación tras generación, haciendo suyos.
La costumbre, aquello que realizamos o deberíamos realizar cotidianamente en nuestra vida privada y social, viene a ser el elemento más gravitante a la hora de identificar la pertenencia local, pero también aporta a esta construcción identitaria aquello heredado de generaciones precedentes, desde la normativa jurídica a la transferencia oral. Este fenómeno, tan señalado pero pocas veces acotado, no puede desprenderse de lo consuetudinario, heredado también de múltiples generaciones precedentes y esta herencia cobra mayor o menor relevancias en tanto puede o no gravitar en las formaciones sociales en la forma de un patrimonio reconocido.
Entonces, entendamos lo “patrimonial” como todos los eventos y/o fenómenos, materiales o inmateriales, que adquieren la forma de referencia en la construcción como persona y como comunidad, sea en los ámbitos de la cotidianidad (estrategias económicas, vida familiar, relaciones y construcción del “otro”), de lo ceremonial o lo jurídico, por el sólo hecho de nacer en un territorio y/o comunidad contenedora.
Por esto, a la hora de estudiar la cuestión identitaria, lo patrimonial es un factor que no puede dejar de atenderse, sobre todo cuando este patrimonio es tan gravitante en la población, aunque no siempre se visibiliza como aparentan las conductas humanas, sobretodo cuando esa figura patrimonial se oculta o invisibiliza tras la apariencia de “lo popular” o la mentada “cultura popular”, en tanto no son más que expresiones de la referencia material, aunque ese “oculto patrimonio” esté presente en las vidas cotidianas de las personas “comunes y corrientes”. Son infinitas referencias o apegos a figuras patrimoniales que dan forma y contenido a la identidad.
Visto así, entiendo “identidad” como los diferentes fenómenos simbólicos que empalman o cohesionan a los miembros de una comunidad, sea con sus pares o con las instituciones reconocidas como propias y que están referidas a sus pares. Instituciones políticas, económicas o administrativas, relacionándoles existencialmente a un territorio patrimonial por medio de los más diversos y amplios ejercicios memorialistas.
La identidad es una referencia, un nexo, un apego, un diálogo, una tensión en constante actualización que se referencia en lo patrimonial, sea éste material o inmaterial. La pérdida de ello amenaza de este nexo puede llevar a profundas crisis donde se hace necesario, en cualquiera de sus formas, de nuevos actos de revitalización identitaria, que son las marcas del proceso de cambio que toda comunidad vive y asume como inevitables, donde cada actor aporta en la incorporación o exclusión de zonas por recordar.
Es el apego a estas zonas de la historia que la gestión social e identitarias evocan el recuerdo, el espacio de lo vivido. La desaparición de un connacional por parte de agentes del Estado y luego negar el hecho, es un signo memorialista que se funde con el dolor y el trabajo para frenar estas fisuras sociales. Y si esta acción se suma a otra y el Estado invoca el desorden institucional, estamos frente a una posibilidad de resistencia.
El apego identitario se construye y/o actualiza acotado por narrativas comunitarias, determinadas por el imperioso anhelo de cohesión y sobrevida en base a lo cual se incorpora como ejercicio memorialista. Se trata de narrativas y lecturas humanas no arbitrarias, si no de propuestas que son asumida (en el mejor de los casos) como hechos patrimoniales y desde ahí actualizados en el plano identitario. Podemos denominar el ejercicio de revalorar identitariamente un fenómeno como la “puesta en memoria”, esto es, la recreación memorialista de tal forma que las relaciones patrimoniales vigentes se actualicen con la entrada de nuevas referencias. Patrimonio, Memoria e Identidad se articulan como un todo, en esta permanente dinámica dando forma a lo que Joel Candau denominan como “memoria propiamente dicha o de alto nivel”. La memoria, por su parte, es consecuencia y producto de la permanente actualización que obliga volver sobre lo andado, re-mirar lo ya vivido y así “poner en memoria” aquello que se busca re-valorar.
En esta dinámica el patrimonio “está ahí”, presente desde el minuto que el ser humano nace, es aquel infinito que se oferta al momento de ser; la memoria en cambio “está para”, es un instrumento que plásticamente se libera de su operardor y absorbe el cotidiano marcado en ese territorio infinito del patrimonio, los espacios que se refieren a la formación de una comunidad, una familia o un ser humano; como consecuencia la identidad “está en tanto” la memoria logra acotar un tipo de patrimonio. La identidad está anclada a un territorio material y/o simbólico que se reconoce como patrimonio.
Todo lo dicho aspira visibilizar los roces entre disímiles actores, principalmente entre el Estado y el individuo, a la hora del ejercicio memorialista y de la valoración que cada uno da a su particular ejercicio hermenéutico respecto a la violación de los derechos humanos en Chile entre los años 1973 y 1990. El Estado, las comunidades afectadas y el individuo coinciden en ciertas áreas pero no sucede lo mismo a la hora de concretar políticas públicas referidas al tema. El Estado tratará de ejercer la verticalidad propia de su esencia, mientras que la comunidad buscará la horizontalidad y el individuo se debatirá entre ambos. Mientras el Estado busca la victimización de la sociedad y del individuo, este último acoge su patrimonio político en la búsqueda de nuevas relaciones y visibilidades que le faciliten su cotidianidad, su personal puesta en escena y que ésta no se transforme en su personal infierno. Hablo de “roces” en tanto cada actor se encuentra y vuelve a distanciarse del otro que le tensa, apelando a ciertas actualizaciones determinadas por narrativas que no necesariamente son comunes. Estos roces los leo como “diálogos” políticos y de intervención cultural, lo que les transforma en gestores de nuevas narrativas y propuestas de actualización identitaria, por la vía de “poner en memoria” determinados hechos, figuras, territorios o anhelos.
Estos “diálogos memorialistas”, que buscan asirse de una patrimonialidad, son la base desde donde puede entenderse la participación o dispersión social ya que es desde este espacio de encuentro que las clases, comunidades y/o individuos buscan ese otro que les acompañe o les confronte. El conflicto social, así como la estabilidad política, son marcas y estrategias de convivencia que toman la forma de instituciones consensuadas en base a un fino patrimonio que se revalida tras la función de un precario equilibrio acotado a pequeñas comunidades.
Entonces, ¿se puede vivir sin el pasado?
Marzo del 2017
Fotografía: Fotomontajes de la muestra “El presente del pasado” realizada en el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, en Argentina. http://www.telam.com.ar/notas/201502/95856-contrastes-y-confrontaciones-del-pasado-con-el-presente.html.