Cristian Cottet
“A Dios ningún hombre lo ha visto jamás”
(Juan 1,18)
En el Evangelio de Juan (1:1), la palabra (el verbo) y el gesto (el hacer), son Dios. En verdad es la representación de éste, que al no mostrarse recurre a la mediación de símbolos que pasan a ser Él. Desde su inicio el texto bíblico instala el signo como figura predominante y autoritariamente excluyente. Si aceptamos la definición que Eco propone como signo, “…todo lo que, a partir de una convención aceptada previamente, pueda entenderse como alguna cosa que esta en lugar de otra” (Eco, 1991. 34), debemos aceptar que ese Dios se significará por la palabra y los hechos de Él provenientes. Aunque parezca un tanto forzado y apresurado llegar a esta respuesta, no puedo si no proponer que el campo principal de la semiótica queda desde ya descubierto y determinado en el texto bíblico, incorporando además parte del arsenal lingüístico que, con el correr de los siglos, serían asunto de conflicto y cuestionamiento.
Nuestro objeto de estudio es Dios, que ha creado, en un acto de mayúscula generosidad, al “hombre” a su imagen y semejanza. Pero si sólo tenemos una imagen de él no podemos construir icono con sus propiedades sino con las de la imagen, con las características del ser humano.
En el debate acerca de la construcción icónica (iconicismo) se confrontan otros términos que, según sea el perfil que cada autor pretende dar a éste, toman ahora mayor o menor relevancia, perfeccionando o desarticulando su inicial acervo icónico. Una intrincada madeja que nos pasea por igual número de alternativas y alternancias de contenido. Sea por una u otra razón histórica, el primer acercamiento a la palabra ícono destina siempre a la carga doctrinaria-religiosa que se le ha dado en su construcción como instrumento de convencimiento y dominación, derivando a una instalación cultural que hace al sentido común (tan manoseado y expuesto) hacer de éste una representación totalizadora de la religiosidad católica, que resume patéticamente la doctrina, la representación pública de lo sagrado y sublime y lo no visto (Dios). En este contexto, la imagen no es otra cosa que la representación de Dios, en sus más variados y disímiles formas, es la adoración, respeto y temor, el instrumento de disciplinamiento.
Para graficar de mejor manera esto, el texto bíblico que sigue:
“Y pasó Dios a decir: ‘Hagamos un hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza […] Y procedió Dios a crear al hombre a su imagen, a la imagen de Dios lo creó; macho y hembra lo creó…” (Génesis 1, 26 – 27)
¿Puede alguien debatir la paternidad divina si sólo somos su imagen, perdiendo todo contenido que no sea la adoración y temor? Valga establecer incluso la referencia a ícono de palabras como iconoclasta (dícese del hereje del siglo VIII que negaba el culto); iconolatría (adoración de las imágenes); iconostasio (mampara con imágenes sagradas); iconómaco (combatidor de imágenes, medioevo). Imagen y palabra de Dios deben, en definitiva, ser entendidas con su carga y contexto cultural.
La convención que hace de Dios una realidad representada por su imagen, por su espíritu nos priva de su presencia y de la posibilidad de una relación directa y no mediatizada. Deviene entonces la representación icónica, que hace de todos los instrumentos de representación divina una cuestión sagrada; que no es la cosa (Dios) pero que se subvierte, cultural y doctrinariamente, en la imagen. El Dios creador y generoso se nos distancia interponiendo su imagen (el hombre) como destino de conocimiento. Él es y el hombre representa. La construcción cultural de esto hace doctrina.
Pero Dios no crea al hombre igual a él, si no que lo asimila a su imagen, que lleva en el debate semiótico la carga de la semejanza, y como reforzamiento de lo anterior el cronista de estos hechos insiste que “se es a semejanza de Él”, ahondando la distancia y profundizando el encubrimiento de Dios. ¿Cómo es Dios, entonces? Sabemos que es semejante al hombre y que para hacer a éste se autoreferenció, pero así definitivamente no llegamos a Él. Es a partir de la iconización del acto creador que podemos intuir cómo es Dios. La imagen se transforma en Él y así está presente en el rito, en el constructo histórico y en su relación con los hombres. El icono es el hombre en perenne proceso de cambio. Dicho en otros términos, es una mentira (Eco, 1991. 22).
Así, el icono católico no es una representación de Dios, sino del hombre, que, aún siendo hecho a su imagen y semejanza, sólo viene a representar particulares propiedades históricas de éste. Por ejemplo, Dios es de piel blanca sólo si representa al hombre de esa cultura, en una sociedad predominantemente blanca. Incluso decir hombre también denota exclusión de género y por ende una distancia del Dios que en verdad sería.
Dicho esto deberíamos decir que estamos en acuerdo con Eco en que “…los signos icónicos no tienen las ‘mismas’ propiedades físicas del objeto, pero estimulan una estructura perceptiva ‘semejante’ a la que estimularía el objeto imitado” (Eco, 1991. 290). Pero esto es en parte útil para nuestro camino, dado que en el caso de Eco está trabajando sobre un objeto conocido que se ha iconizado, pero nosotros estamos desconstruyendo lo no conocido (Dios), dado que de ese objeto sólo nos llega su imagen (el hombre). Entonces, es dable proponer que la iconografía católica no representa a Dios, ni a su imagen, si no al hombre histórico que se representa a sí mismo en un signo.
Descartado Dios como objeto de estudio e instalado para estos efectos al ser humano (hombre) como instrumento de iconización, nos salta una segunda contradicción, que de alguna manera explica esta representación y que se nos cruza con el concepto de semejanza.
A modo de paréntesis digamos que un objeto icónico no es inocente ni debe sorprendernos que el debate acerca del ícono se arremoline sobre las palabras imagen y semejanza y que éstas posean tal carga y referencia religiosa (ya visto e instalado en el texto bíblico), sino debe llamarnos la atención la potencia comunicacional que éstas han cobrado, trasladándose desde las más diversas construcciones culturales como doctrina y significantes, haciendo de la figura humana una divinidad.
Dicho esto, volvamos a nuestro camino.
Si no conocemos a Dios, sólo a su semejanza, la iconización de aquel sólo esta dado por una máscara que, cambiante, histórica y cultural, le representa. La semejanza del hombre con Dios y su posterior instalación icónica demuestra una vez más que (sea o no esto un asunto teológico) al hombre le resulta imposible conocerle y no puede más que adorarse a si mismo en un aspecto: su no demostrada semejanza con Él, pero como ésta es sólo una cuestión cultural que se renueva y transforma, debe él instalarse como objeto último de adoración.
Imaginemos una dama de setenta años, viuda desde hace veinte años, sola, asistente obligada a las misas dominicales de la mañana y a las de tarde en la semana. Esta señora, imaginemos, está hincada frente a una imagen de Dios intentando asirse de la mano de otro, ella está orando (dicho sea, suplicando, dado que rezar deviene en repetición o lectura de un texto), pidiendo, explicando. ¿A quien ruega? ¿A la pintura, al pintor, a la representación, al modelo que le sirviera al autor del cuadro, a Dios, a la semejanza de éste? La “semejanza” es no es solo la materialidad, la materialidad propone y activa una estructura perceptiva en el sujeto observador. Si de Dios sólo conocemos su semejanza con el hombre, que también puede ser la dama antes citada, podemos deducir que en definitiva ella a aprendido a llegar a Dios por medio de esa estructura perceptiva ha aprendido culturalmente. Finalmente, todo es lo que no debe ser, o su apariencia. Insistimos, según el texto bíblico, Dios existe pero no se le conoce.
Pareciera que siglos de lectura y apego al Antiguo Testamento, obligó a teólogos a reubicar a Dios a partir de nuevos textos que, sin excluir ni renunciar a los anteriores, instalan a éste de manera carnal en la Tierra. Es Jesús el elegido a cumplir este papel, artificio cargado de historicidad y que hace de la devoción icónica una cuestión más inexplicable.
Sabemos que Jesús es el elegido, un hombre que no es hombre si no el hijo de Dios; un dios que tampoco lo es si no que, poseyendo las características de su padre, no puede más que ser hombre (o sea, sólo su semejanza), un ser análogo que es semejante, o sea es reafirmado en su categoría símil. Pero, a pesar de no ser Dios (y serlo), de no ser hombre (y serlo) viene fundamentalmente a enseñar el camino al conocimiento de Dios, transformándose así en un ícono de Dios, una representación semejante que no posee las propiedades físicas del objeto.
El principal dilema de Jesús es su humanidad. Incluso le lleva a la muerte y a desconfiar de su padre (Eli, Eli ¿lamá sabakthani?) cuestión que le instala en contradicción con su propia divinidad. Pero el discurso teológico insiste en que él y Dios son dos objetos distintos y a la vez lo mismo: en su diferencia puede llegar a existir una relación analógica, pero ésta se va por tierra al momento de reconocer que son lo mismo. Ante este dilema, y si no consideramos el fundamento de resolución teológica, que es la fe, que Jesús reducido sólo a su humanidad, lo que le lleva nuevamente al estadio de la semejanza. Podríamos estar infinitamente dando vueltas sobre lo mismo y se hace urgente una puntuación de la secuencia de hechos.
En el sinuoso camino que seguimos con Jesús y su representación icónica de Dios, me salta la duda de si es posible que un ser viviente pueda llegar a ser un ícono y le transforme en imagen. Tengo claro que cualquier respuesta puede llevar al yerro más vergonzoso o al dogmatismo más descarado, pero intentaré hacer un ejercicio que logre definir mejor mi duda. La pregunta debiera ser: ¿Puede una cosa ser simultáneamente objeto de iconización e ícono de sí mismo a la vez?
En el ejemplo de la imagen especular (usado por Eco) queda demostrado que la imagen del espejo es solo consecuencia temporal del objeto, si éste se retira del espejo la imagen desaparece. En el caso de la imagen bíblica, ¿el asunto es diferente? Veamos:
Jesús es Hombre
Jesús por ser Hombre semeja a Dios, lo que lo transforma en signo
Pero Jesús también es hijo de Dios
Jesús por ser hijo de Dios es igual a éste (como “cosa”)
Si Dios desaparece queda el Hombre, que es semejanza de Dios
Si Jesús es el objeto de Dios, lo que le salva de la absoluta humanidad es la convención cultural que “lee” la imagen de éste, es el “contenido cultural” (Eco) lo que agrega perennidad a la figura divina de Jesús. Es el contexto que refiere Eco lo que permite continuar: “Fuera de contexto, las unidades icónicas no tienen estatuto y, por lo tanto, no pertenecen a un código; fuera de contexto, los ‘signos icónicos’ no son signos verdaderamente; como no están codificados ni (como hemos visto) se asemejan a nada, resulta difícil comprender por qué significan. Y, sin embargo, significan” (Eco, 1991. 316).
“Y sin embargo significan”, porque la convención así lo requiere. La convención teológica ha querido dar sentido a este trabalenguas y ha creado desde este asentamiento sus propios códigos de explicación.
Así, en definitiva, Jesús sigue siendo el hijo de Dios hecho Hombre, lo que nos hace suponer que Dios posee la forma de Hombre y no al revés, lo que hace más complicado el enigma.
“La semiótica se ocupa de cualquier cosa que pueda CONSIDERARSE como signo. Signo es cualquier cosa que pueda considerarse como substituto significante de cualquier otra cosa. Esa cualquier otra cosa no debe necesariamente existir ni debe subsistir de hecho en el momento en que el signo la represente. En ese sentido, la semiótica es, en principio, la disciplina que estudia todo lo que puede usarse para mentir.
Si una cosa no puede usarse para mentir, en ese caso tampoco puede usarse para decir la verdad: en realidad, no puede usarse para decir nada”. (Eco, 1991. 22)
Eco, Umberto (1991).Tratado de semiótica general Editorial Lumen. Barcelona, España