Por Aníbal Ricci
Ahora los restoranes de Bellavista están repletos de gente. Estoy cenando con esta mujer que trasluce su ropa interior. El vestido no deja nada a la imaginación y, sin embargo, no explota su sensualidad. Me habla inconsciente de su belleza y de esa boca surgen conceptos de innegable sabiduría. Es difícil concentrarse en el verdadero significado de las palabras cuando éstas surgen de labios seguros de sí mismos. El mozo trae la cuenta y la mujer la deposita en mis manos. Le digo que no me queda dinero y se enfurece. Su voz pausada, de inmediato se torna agresiva. Se vuelve una mujer histérica. Presiento un personaje de teatro del absurdo. Me grita que no la haga perder el tiempo mientras coloca unos billetes sobre la cuenta. No estoy dispuesto a ser humillado y me levanto de la mesa. Dejo atrás esa rosa negra de largas piernas. Sus espinas perdieron hace tiempo la inocencia. Otra mujer me hacía feliz con sólo mirarla. Aquella piel morena era insuficiente para ocultar su maldad. Se sabía inteligente y con esa misma lucidez manipulaba los sentimientos. Inyectaba un veneno adictivo a través de sus labios. Se envolvía en celofán, pero sus espinas herían de verdad. Extirpó mi corazón mientras fui su pasatiempo. La gente me admiró al lado de una flor tan hermosa, pero yo era sólo una hierba fácil de arrancar. Magdalena llegó justo a tiempo cuando esa mujer provocó un vacío. Una nueva aura abonaba la tierra y con sólo mirarme resucitó mi alma. Me hizo vencer la inercia mostrándome el camino de la bondad. Tan destructiva como un maleficio, esta pureza también torció mi rumbo. Yo era un simple zángano atrapado entre magníficos pétalos. Magdalena irradiaba amor, pero ya sabía que el amor carecía de valor si no emprendía mi propio camino. En Plaza Italia me sentí cansado. La histeria de la mujer que dejé en Bellavista agotó mi paciencia. Me recosté en el paradero a esperar un bus que tardó una eternidad. Le digo al conductor que perdí mi billetera y no tengo cómo pagar el pasaje. Al parecer mi estado es deplorable y cierra la puerta en mis narices. Me quedo dormitando y despierto al lado de unas medias caladas. Parece la misma mujer, pero mucho más acogedora. Recorre mis bolsillos y al percatarse de que no tengo dinero, me invita una copa de vino en un restorán de Vicuña Mackenna. La mujer quiere conversar y dejarse admirar por los otros comensales. Me habla de un niño de diez años que engendró a los catorce. Supuse que no estaba preparada para criarlo siendo adolescente. Me confiesa que su vida ha sido un infierno y que se prostituye para alimentar al hijo. La abuela lo cuida por las noches y le dice mamá a las dos. No le permiten traer hombres a la casa y sólo puede conversar con sus clientes. Acostumbra a oír halagos que intensifican su belleza de flor. Las palabras son insuficientes y presiente cuando no son genuinas. Le complican la existencia con problemas ajenos y el artificio de la seducción esconde su realidad de madre. Desearía alfombrar el camino para su hijo, pero requiere imaginación para forjarse una vida. Nadie comprende su trabajo; más bien el trabajo la eligió a ella. Ser hermosa no es fácil. Su misión es transformar el amor efímero y hacerlo perdurable. Sabe que esos sentimientos no tienen valor para el hijo. El fin no siempre justifica los medios y la mujer, ahora voluptuosa, me invita a traspasar una puerta de vidrios transparentes. Las escaleras son interminables y esperamos tras unas cortinas. Ingresamos a la habitación y la mujer pasa unos billetes por la ventanilla de madera. Se trepa al respaldo de la cama y fija la mirada entre sus piernas. Sólo queda una diminuta prenda de color negro y desnudar su pubis magnético sin idioma.