Por Cristian Cottet
“…he descubierto que, normalmente, resulta
más esclarecedor empezar desde abajo…”
Marvin Harris
El texto que presento está estructurado sobre preguntas que apelan a la cotidianidad y, en el intento de respuesta a cada una, se van desplegando diversas alternativas que llevan por uno u otro camino a la concentración en un puñado de conceptos que al articularse como “un todo” aparece la telaraña. Entonces, y antes de todo, debemos buscar esos puntos de encuentro, esos conceptos que dan forma al discurso de Marvin Harris, una tarea propia de antropólogo.
Coherente con la cita que comienza estas notas, sabemos que el antropólogo norteamericano Marvin Harris se dispuso a trabajar desde su propio barrio, desde la cotidianidad de sus vecinos y el “saber” cotidiano. Sabemos también que pretende explicarnos los “por qué” de los cambios sociales y si ellos son o no resultado de coherentes articulaciones económicas y culturales. En verdad la introducción del texto que Harris aspira desglosar, los cambios en la sociedad norteamericana, nos adelanta dos tesis que recorrerán las páginas siguientes y desde las cuales se articula la búsqueda de respuestas. Dice Harris que “cuando la gente modifica su manera de ganarse la vida, es posible que se produzcan consecuencias imprevistas en una gran diversidad de costumbres e instituciones”, cuestión que afina más adelante advirtiendo que: “La forma en que se produce el cambio social se parece más al tejido de una telaraña que a la construcción de una cadena”. Pareciera ser que lo central es un cambio en la sociedad norteamericana que puede resumirse en el hecho de que los norteamericanos “cambiaron la manera de ganarse la vida”, que se refiere a una crisis, a un cambio, a esa telaraña que provoca preguntas incómodas, territorio donde se han producido cambios económicos que alteraron todo el sistema sociocultural, pero cuidado, el mismo autor nos advierte que estos cambios son de una gran diversidad, de costumbres e instituciones, cuestión que nos lleva a suponer, primero que esos cambios no son en toda la sociedad, y segundo que no sabemos si esos cambios son consecuencia o causa (o ambas) de algo.
En el primer capítulo, donde el autor se pregunta ¿Por qué no funciona nada?, da las primeras señales de acercamiento a uno de esos conceptos cuando sentencia: “A mediados de los años sesenta, la mayor parte de los artículos manufacturados de Norteamérica los producían gigantescos oligopolios conglomerados y sindicados” (Harris; 1984. 29).
Esa primera pregunta tiene respuesta exclusivamente en lo político-económico, donde se combinan tres fenómenos para desencadenar el “cambio”: primero, la concentración del control sobre la producción; segundo, la abierta confrontación de clase que lleva a que los contratos laborales (después de la SGM) estén atados y reforzados por la amenaza de huelga y desastre; y tercero, la incipiente participación en la economía de un nuevo actor, la burguesía financiera, que se apodera de compañías con la misma facilidad que luego las entrega al mercado bursátil. Estos tres elementos serán el vértice de muchas otras respuestas que ya comienzan a expresarse en la segunda pregunta: ¿Por qué no atienden los empleados? A esto responde Harris: “La razón para afirmar esto estriba en que el sector de los servicios y la información se ha convertido en muchos aspectos en un foco de la economía estadounidense todavía más importante que la producción de bienes”. (Harris; 1984. 45)
“Los trabajadores del sector de los servicios y la información, en consonancia con sus bajos salarios, también suelen ser más jóvenes, tienden a trabajar sólo media jornada y a cambiar con frecuencia de empleo.” (Harris; 1984. 49)
Conectando estas primeras luces tenemos que en definitiva lo que le ha cambiado la vida a los norteamericanos no es sólo el cambio en la forma “de ganarse la vida”, si no en un cambio anterior, más profundo y estructural. Creer que se trata de un cambio de labores no es si no quedarse en la explicación propia del uso corriente (emic), mientras que la otra mirada (etic) nos lleva a la mirada científica, instalándose en las profundas bases materiales de ese proceso. Cuando Harris acusa como causa de la deficiencia de los productos está además señalando la emergencia de un nuevo tipo de trabajador (sindicalizado, joven y alienados), que no se encuentra en las economías pequeñas, a escala humana, donde las relaciones económicas son del tipo cara-a-cara, familiares. Ese crecimiento no es vano ni caprichoso, una consecuencia directa es la concentración y manipulación de las vidas cotidianas. Es por esta vía que llegamos a un tipo de empresa donde las relaciones humanas ya no son del tipo doméstico, sino que están mediatizadas por un enmarañado sistema de control donde el trabajador simplemente no ve ni le interesa el artefacto que vende o produce. Esta alienación respecto al producto que determina las relaciones de producción, no puede si no llevar a que reine la desidia, expresión de rebeldía, de rechazo a esas formas de vida donde la explotación se hace cada vez más manifiesta. “La razón [de la mala calidad de los productos] es que muchos conglomerados no se dedican sólo o principalmente al negocio de producir bienes; también se ocupan de la compra y venta de compañías”. (Harris; 1984. 36)
Esas mismas compañías que producen y venden en grandes escalas y que alienan a todos los seres humanos que participan del proceso, ahora con nuevos mercados, destinan parte de sus utilidades en crecer, al extremo de perder relación con la función manufacturera que les originó. Así, poco a poco, es el capital financiero el que se alimenta de estas utilidades, mientras que la industria pesada se traslada a las regiones derrotadas y ahora dominadas, lo que a su vez crea otra necesidad: los servicios. Una economía concentrada, altamente capitalizada, con mano de obra sindicalizada, no puede más que prepararse internamente para enfrentar el cambio, esto es, mayores mercados y mejores canales de distribución.
Lógicamente este camino deja sus víctimas y exige sacrificios. La inflación desatada de esas décadas y el castigo a la agricultura, son sólo algunos de ellos. No creo que el sólo hecho de tener artículos de mala calidad sea la expresión de semejante cambio (equivalente a una revolución), la cesantía, el castigo a los sueldos, el mayor endeudamiento interno, etc, son factores que también vienen a marcar la tendencia y la hegemonía de un tipo de capital voluble, invisible. La cosa construida, la obra de obreros y empleados, se traduce en el intangible soporte del valor de cambio.
Así el sistema se va transformando y en ese cambio no deja “moneda sin contar” aprovechándolo todo. Si Harris ha visto como los artefactos se deterioran, también es capaz de ver que la reparación de ellos está también considerada en el proceso de acumulación, dado que el producto defectuoso requiere de repuestos, de técnicos que reparen, de transporte e instalaciones de reparación. Las utilidades entran por la venta del producto, pero también por el repuesto que debe adquirirse, también por la “mano de obra” que le repara. Es parte del input de las empresas, al extremo de que “El dinero gastado en llamadas telefónicas para tratar de enmendar errores de facturación es un ingreso más para la compañía telefónica”. (Harris; 1984. 83)
Ahora que ya está decantada la explicación etic para los cambios producidos en Estados Unidos durante la década del sesenta, resta conocer las expresiones culturales de esto. ¿Por que han abandonado el hogar las mujeres? Se pregunta sorprendido Harris. ¿Por qué las mujeres norteamericanas se dieron a procrear? ¿Por qué comenzaron a ofertarse como mano de obra barata? ¿Por qué se sindicalizaron y tiraron el sostén? Sin dejar de lado las legítimas reivindicaciones feministas, Harris vuelve atrás en las motivaciones de estos fenómenos y reinstala los cambios estructurales y conductales. Tenemos una sociedad capitalista con un alto grado de concentración del capital, con férreos lazos que atan las mayores economías con una inflación galopante (requerida para “recoger” circulante y redisciplinar la fuerza trabajadora), una economía fundamentalmente urbana y de servicios. “En la ciudad, recuerda Harris, a las familias con muchos hijos les resulta mucho más difícil competir para tratar de mejorar su situación económica, mientras que las familias agrícolas numerosas tienden a progresar”. (Harris; 1984. 91)
En este contexto el imperativo marital y procreador pierde validez, cobrando fuerzas nuevos fenómenos, como la familia con uno o dos hijos, la familia con padre y madre trabajadores, una familia donde ya no es el padre el sostén exclusivo. Se termina, por un claro requerimiento económico y social, con las restricciones y castigos a las libertades sexuales, ya no es preciso una madre sumisa y “en la casa”. El imperativo procreador debe refundarse de acuerdo a los nuevos requerimientos y el marital (muchas veces) tirarlo al tacho de la basura. Siempre será más cómodo una trabajadora sin ataduras legales (digo, para el dueño de la compañía) que una obligada por un varón celoso y solicitante. El nuevo perfil femenino estará demarcado por la independencia económica y la libertad familiar. “¿Ha roto, por fin, este cambio drástico en el índice de participación de las mujeres casadas en la fuerza de trabajo la base del imperativo marital y procreador? Creo que sí” (Harris; 1984. 99). Se pregunta y responde Harris.
“La explosión feminista de finales de los años sesenta marca el momento cronológico de la toma de conciencia colectiva de dos hechos: que las mujeres, casadas o solteras, tendrían que continuar trabajando como consecuencia de la inflación y de la creciente escasez de varones que ganasen lo suficiente como para mantener a una familia, y que, a menos que se rebelasen, continuarían viviendo en el peor de los mundos posibles: desempeñar empleos monótonos, aburridos y sin porvenir fuera de casa y, una vez en ella, cocinar, limpiar, cuidar de los hijos y encima aguantar la presencia de un varón machista”. (Harris; 1984. 104)
“Lo que ahora nos parece una hipócrita e imperdonable farsa victoriana debe interpretarse, por tanto, como una manifestación de la escalada conflictiva entre las fuerzas antinatalistas y pronatalistas” (Harris; 1984. 122). En ese momento del análisis, Harris no hace más que “poner los bueyes delante de la carreta”, al acentuar las motivaciones económicas para el despliegue de semejantes cambios. La mujer ha sido expulsada de una vida dependiente y succionada por una vida productiva. Si antes era esclava ahora es mercancía. ¿Qué tiene esto que ver con las trenzas sueltas de los homosexuales? Nos pregunta un Harris osado en el capítulo “¿Por qué se soltaron el pelo los homosexuales?” Volviendo al marco conceptual hasta aquí desarrollado, el evento libertario homosexual debe entenderse como una expresión más de las fuerzas desplegadas con la incorporación de la mujer a la categoría de mercancía. Ambos, mujer y homosexual representan facetas distintas del derrumbe del imperativo marital procreador.
El vuelco hegemónico que dio paso a la burguesía financiera (la más fiera, la más inescrupulosa, la más depredadora) dio lugar, en la cultura norteamericana, a imprevistos cambios en las relaciones socioculturales. Por este camino encontraremos símiles respuestas a las preguntas ¿Por qué hay pánico en las calles? ¿Por qué nos invaden los cultos? ¿Por qué ha cambiado Norteamérica?
Del texto analizado saltan a la vista algunas preguntas que ayudan a la instalación del desarrollo de los cambios producidos en la cultura norteamericana. ¿Dónde instalamos, por ejemplo, la incorporación de la mujer al mundo del trabajo y su posterior alienación y alejamiento del espacio familiar? Si hemos aceptado que la visión etic nos lleva a entender las causas de las difíciles y precarias condiciones de vida de las norteamericanas, podemos sospechar que esas “condiciones” están por naturaleza en la estructura de clases y éstas no pueden si no situarse en el seno del sistema productivo.
Con facilidad se confunde lo que son las relaciones de producción con los fenómenos que estas relaciones despliegan. Si la mujer debe ahora trabajar tanto o más que los varones se deben a los requerimientos de clase al interior de un sistema sociocultural que les contiene. Esa relación de clase entre trabajadoras y empresariado se aliena ofertando su fuerza de trabajo, rescatando plusvalía de aquella mercancía-fuerza. Esto no puede sino ser parte constituyente de las relaciones de clase, donde la mujer, los homosexuales o los latinos, están en ese “abajo” desde donde Harris propone leer la sociedad norteamericana, sin que ello sea exclusivo. Muy por el contrario, la mundialización de estas relaciones de clase y su producto cultural, son una marca a fuego de toda sociedad que se sostenga en la explotación humana.
Harris, Marvin; 1984. “La cultura norteamericana contemporánea. Una visión antropológica”. Alianza Editorial. Colección El libro de bolsillo. Madrid, España. En ediciones posteriores el editor cambió el nombre de este libro a “Por qué nada funciona”