Por Cristian Cottet
Como las cosas se muestran parcialmente y no siempre alcanzamos asirnos de las manifestaciones más profundas, comencemos este texto diciendo que nos reúne la fiesta. Nos reúne la fiesta de comentar públicamente el libro del escritor Oscar Aguilera, Con los ojos vendados. Pero también nos sentimos convocados por esta tremenda institución denominada Biblioteca Nacional, nombre que acerca a la infinitud y al poder: a la primera por la adjetivación “nacional” que pareciera atrapar en sí a todo este país; y la segunda por el ejercicio cotidiano de poder de que somos parte respecto al conocimiento. Pero además de un libro y de una biblioteca nos reunimos en esta sala para ceremoniar el terror, el asco, la miseria, el borde, los sinnúmeros de atrocidades cometidas en función de un poder que sólo muestra sus máscaras. Al llegar a este punto, al punto de reconocer que nos reúne el miedo y el asco y que somos parte de una ceremonia casi mística de celebración de esto, puedo decir lo que me trae.
El libro Con los ojos vendados nos viene a invitar al doble rito de enfrentar un texto de poesía y a la vez una denuncia por las torturas cometidas por el Estado chileno en el periodo 1973 – 1990. Para mi escribir sobre estos temas no es nuevo ya que soportado la tortura de la poesía y la poética de la tortura desde mis años más infantes: el primer poema que recuerdo haber escrito data de los ocho años, aprendí el rito de escribir siendo muy pequeño y conocí un cuartel de carabineros cuando aún no llegaba a los diez. De estos dos hechos lo menos que puedo reconocer es que dejaron marcas aún presentes. Ambas, poesía y tortura, me han seguido por casi cuarenta años. Pero no soy el único.
La tortura ha vivido en Chile un periodo de oro en cuanto a su estudio en los últimos treinta años y esto no es más que la respuesta material a un fenómeno que creo constitutivo a nuestra convivencia. A pesar de ser así, hasta el advenimiento de la dictadura militar el tema era tratado como una cuestión marginal, propia de siniestros espacios que aparentemente no tocaban el cuerpo de aquellos sectores sociales desde donde se fragua el intelectual burgués. Era más bien ocultada, disfrazada y transformada en un pecado necesario. Son principalmente los sectores más desposeídos, aquellos que verdaderamente “no poseen nada que perder” donde este ejercicio de poder se ensañaba y por lo cual no estaba siquiera en las plataformas reivindicativas de las orgánicas obreras o campesinas.
Con la excepción de algunas plataformas obreras venidas del mundo minero y agrícola, la tortura no se levanta como denuncia nacional sino a partir del mismo 11 de septiembre del 73. Pero a esa fecha el suplicio ejercido sobre los cuerpos no era algo nuevo como técnica de control social, como instrumento aplicado a los cuerpos para transformarles y ordenarles desde su génesis. A este proceso Michel Foucault califica como una “tecnología política del cuerpo”(1), concepto que Hernán Vidal (2) traduce como “biopolítica”, o sea, un ejercicio físico sobre los cuerpos que posee como destino su adecuación mediata o inmediata y que da forma a la estructura cultural de que somos parte. Visto así la cultura y la vida social son parte del dominio del Estado sobre nuestro cuerpo y donde éste, al decir de Foucault, “se convierte en fuerza útil cuando es a la vez cuerpo productivo y cuerpo sometido”. Una biopolítica que se ha vulgarizado en la narrativa y cine de “ciencia ficción”, pero que se sostiene casi genéticamente en cada uno de nosotros.
Como dijéramos la literatura, en especial la poesía, que aborda este fenómeno en Chile está aún oculta, no se ha constituido un corpus que le muestre en toda su dimensión. Pero existe. Cada cierto tiempo y de manera subrepticia el argumento del suplicio tortuoso es re-instalado por el poeta. Veamos un ejemplo.
El texto La Araucana (3) es posible leerlo como documento público que da cuenta y establece las articulaciones siniestras que convergen en la construcción de un nuevo Estado, de una nueva dominación y por lo tanto de un nuevo poder. El Canto XXII dice:
Donde sobre una rama destroncada
puso la diestra mano (yo presente),
la cual de un golpe con rigor cortada,
sacó luego la izquierda alegremente,
que del tronco también saltó apartada,
sin torcer ceja ni arrugar la frente,
y con desdén y menosprecio de ello
alargó la cabeza y tendió el cuello.
Agreguemos que el encabezado de este canto describe este siniestro hecho con las siguientes palabras: “…cortan las manos por justicia a Galvarino, indio valeroso”. No se me ocurre más que preguntar al poeta: ¿justicia? ¿valeroso?
Por otra parte, el Canto XXXIV dice:
No el aguzado palo penetrante,
por más que las entrañas le rompiese
barrenándole el cuerpo, fue bastante
a que al dolor intenso se rindiese;
que con sereno término y semblante,
sin que labio ni ceja retorciese,
sosegado quedó de la manera
que si asentado en tálamo estuviera.
En esto seis flecheros señalados,
que prevenidos para aquello estaban,
treinta pasos de trecho desviados
por orden y despacio le tiraban;
…
El encabezado de este Canto nos describe que Caupolicán “…muere de miserable muerte, aunque con ánimo esforzado…” ¿Qué habrá querido decirnos Ercilla con eso de “ánimo esforzado”? En el decir de Nietzsche esta terrible “verdad” constitutiva del ser chileno, que es el suplicio, se ha olvidado, se ha dejado de lado transformándose en “metáforas ya utilizadas que han perdido su fuerza sensible, monedas que han perdido su imagen y que ahora entran en consideración como metal, no como tales monedas…”. Se ha desfigurado la tortura hasta llegar al panteón en la forma de una máscara que nos remite a la valentía y el heroísmo. El texto poético se ha hecho cómplice ya que aquello que en algún momento pudo ser una denuncia, el poder del Estado le ha re-dibujado en las conciencias. Pero, ¿quién no ha sentido aún hoy el dolor de Caupolicán o Galvarino? Nos rebota este dolor y porque sabemos de él es que la rebelión y libertad se visualizan como cuestiones de locos o “deformados”. Recordamos sin siquiera saber que estamos recordando y Galvarino vuelve a gritar en nuestras conciencias todos los días que han pasado desde el siglo XVI. El heroísmo de aquellos que han sido “muestra de escarmiento” también nos aplasta y su dolor se nos disfraza violentamente como necesario.
Oscar Aguilera, en pleno siglo XXI nos muestra hoy sus ojos vendados, su cuerpo flagelado, que no es más que nuestro propio cuerpo hecho trizas desde que somos parte de una sociedad que se sostiene sobre el miedo. Tememos, eso aparece como lo sustancial de nuestras vidas, y Aguilera, entonces, nos saca de ese temor y nos lleva hasta nuestro propio territorio:
Camino Santiago
desconozco solitario
mi ciudad natal
para encontrarme
con viejos lugares
de torturas y torturadores
Había jardines infantiles
cerca
parques
y supermercados
cerca había cines
y enamorados
estaban entre nosotros
están entre nosotros
Caminar Santiago es encontrarse con aquello que tentativamente podemos decir que “somos” y en ese caminar no nos topamos con otros, si no con nuestros propios cuerpos. Al comienzo de este texto apuntamos que nos reúne una fiesta y el terror, termino entonces puntualizando que al reconocer ambas figuras nos encaminan a la sanación como sociedad, al reencuentro con nuestros cuerpos y desde allí al del otro. Si nos asimos de una moral humanista, deberíamos re-comprender el “perdón” y la “justicia”, en esto la inocencia no tiene mucho que hacer.
No podemos menos que aplaudir este valiente texto y la posibilidad que nos presenta al replantearnos el quehacer cotidiano.
(1) Foucault, Michel; Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión; Siglo Veinte Editores; México; 1989. Pág. 33.
(2) Vidal, Hernán: Chile: Poética de la tortura política; Mosquito Editores; Santiago de Chile; 2000. Pág. 87.
(3)Alonso de Ercilla y Zuñiga; La Araucana; Aguilar Editores; España; 1968.