Por Cristian Cottet Villalobos
El génesis de este trabajo guarda mucha relación con la búsqueda de temas que estuvieran fuera de cierto circuito de actualidad, fenómenos que por determinado tiempo ocupan la atención de investigadores, políticos y/o funcionarios de Estado. Junto a ellos trasunta una niebla de conceptos nuevos y/o reinstalados que tejen el entarimado desde donde ese cientista se instala y “con propiedad y conocimiento” se apodera de experiencias y vidas, totalizando e induciendo nuestras opiniones.
Así derivamos a los vagabundos. Y así también a la posibilidad de cuestionarnos su carácter de ciudadano. Así decidimos confrontar estos dos temas. Lo extraño es descubrir que hemos derivado también a la clasificación y aprisionamiento en palabras y conceptos terminales. ¿Es o no un ciudadano el vagabundo? El trabajo que nos propusimos, creo, va más allá. ¿Existe o no un límite que contenga la ciudadanía? ¿Existe un principio y un fin de ella?
Para comenzar estas divagaciones, es necesario revisar dos conceptos que nos determinan: ciudadanía y vagabundo, a los cuales entramos desde perspectivas diversas encontrándonos a poco andar con tres elementos que dispersan y no permitían centrarlos: primero, la visión espontánea y desinformada de quien propone la pregunta respecto a ambos conceptos; segundo, la escasa bibliografía existente (o por lo menos a mi alcance); y tercero, las distintas referencias y entradas que prefería darle.
Fue el recorrido lo que me acercó a ellos, renovando y reformulándolos en el desarrollo del terreno mismo. Una cuestión es nombrar al vagabundo como tal, y otra muy diferente es poder asirlo mediante palabras que no fueron hechas para esos eventos. ¿Como definir el vagabundaje sin tocar el alcoholismo? ¿Podría acercarme o no a ellos? Para mayor dificultad definí un territorio específico: el Barrio Yungay. El dilema si existe o no el Barrio Yungay para aquellos que determiné, los “no objeto de estudio”, como vagabundos.
Finalmente se trataba de establecer la relación entre lo nombrado como vagabundo y lo establecido como ciudadanía. Dicho de otra forma, y que viene a instalarnos en la pregunta básica y fundamental del proyecto, la cuestión era saber si el sujeto vagabundo es o no ciudadano y si esta relación se expresa o no en la vida cotidiana y política. Debía saber si son o no ciudadanos y a poco andar descubrir que muchos ni siquiera eran vagabundos.
Atendiendo al requerimiento del enfrentamiento de estos dos fenómenos, creo prioritario demarcar lo que, para este texto, entenderé por cada uno, para luego desplegarles en su cotidiano funcionamiento. Llegar a estas frías definiciones siempre resulta una cuestión estrecha, cargada de límites y cotas que deben atender más al resultado que al proceso de definición, todavía más si se trata de cuestiones donde el ser humano se expresa principalmente por el desplazamiento y el enmascaramiento y tanto ciudadanía como vagabundo (respectivamente) no son fáciles de asirse a “un infinito conceptual”.
Este acercamiento será sólo el primer empuje a un debate mucho más largo y profundo que da nuevas luces. Por su parte muchos textos escogidos me acompañaron desde el comienzo y fueron cobrando vitalidad en el camino práctico de encontrarme con la necesidad de acertar a ciertos hechos.
Este proceso de permanente actualización, este reacomodo en cada periodo, es lo que hace de la ciudadanía un fenómeno no sólo de difícil acercamiento, si no que además le transforma en un instrumento de regulación constituido en su esencia de la plasticidad requerida en cada periodo.
Por este camino de establecerle como fenómeno civil-político-social, de darle ya una cobertura paradigmática, llegamos sin mucha dificultad a identificar la intención ciudadana con dos procesos expresados en dos de sus formas: como discurso proyectado (a la modernidad) cual estadio cultural capitalista, y además como discurso regulador al conservadurismo. Así, quizás ciudadanía sea el mejor instrumento de control social construido “desde y para” la modernidad, haciendo de él algo siempre cautivador que actúa desde los sectores socialmente intermedios, que bien se sabe ayudan a la mediatización de los cambios.
El ciudadano, entonces, es ahora “consumidor” y cree haber alcanzado mayor espacio para sus ejercicios de poder, pero en definitiva continúa restringido a las zonas que el mismo Estado determina y “educa”; en definitiva, la esencia de toda ciudadanía. A modo de colorario, Martínez nos dice que “…ser ciudadano, sería pertenecer a una comunidad política nacional, que reconoce y ejercita los derechos civiles, políticos y sociales, y que cumple ciertos deberes y responsabilidades en la conducción de la vida común”.
Hasta aquí, ciudadanía está básicamente definida por la “pertenencia a una comunidad política nacional”, frente a lo cual se es poseedor de derechos y deberes, cuestiones que, como vimos, van transformándose y readecuándose a los requerimientos de quien regula esta pertenencia: el Estado.
Así, la ciudadanía no es más que un acto, una responsabilidad, un peso muerto que le viene al ser humano a la hora de ocurrírsele nacer en un territorio “nacional” determinado. Es el ejercicio regulado del poder y que tendrá disímiles acepciones de acuerdo al periodo histórico que le toque vivir. Un accionar propio del individuo que se debate entre su propia libertad y la de aquellos que le rodean, cuya expresión plural puede ser entendida como política.
Volviendo al cuestionamiento original de este texto de si existe o no un límite para la ciudadanía, no resta más que aceptar que ésta puede “comenzar” o “terminar” por dos vías: por abandono del individuo y por exclusión represiva. Abandonar el estado ciudadano no necesariamente significa abandonar el territorio, la sociedad y la cultura que le genera y contiene, si no que podemos reconocer el abandono desde el seno mismo de esta sociedad, sea con el objeto revolucionario de terminar con ella y transformar el contenido ciudadano, o simplemente reemplazarle por otra visión de mundo. Sea para construir un espacio social, geográfico, cultural o síquico dentro de ella, pero sin cuestionarle mayormente.
La exclusión ciudadana viene dada intrínsecamente en el contenido de ésta. La sociedad en la medida que recrea y reacomoda su concepción de participación y convivencia, crea también los instrumentos que le permiten expulsar a parte de ella o, simplemente, a uno de sus miembros. La exclusión puede ser total, el exilio con el consabido retiro de ciudadanía es un muy buen ejemplo; o “contenida”, en este caso la cárcel y el manicomio son ejemplos que ayudan a entenderla. En ambos casos el excluido mantiene ciertos derechos (aunque sea como excluido mismo) que le permiten esencialmente mantener la vida y resguardar la transitoriedad de este “castigo” ciudadano.
Vistas así las cosas, cuesta aceptar el halo de inocencia con que el Estado intenta cubrir ese pequeño ejercicio de poder que es la ciudadanía. Es él, en definitiva, quien decidirá el ámbito, espacio y funcionalidad de la participación. El ciudadano puede ingerir en los métodos, estilos, profundidad, pero no en su aplicabilidad. El individuo, frente a este acoso permanente y cuando descubre sus propias capacidades y energías, cuando el hastío ya no le permiten ver lo que todos, sólo le restan pocos caminos: o bien se rebela o bien se retira. El vagabundo, mirándonos desde la distancia, tratando de hacernos creer que le ayudamos, no puede más que dibujar una sonrisa cínica cuando descubre que, en su esencia, no le vemos y él si lo hace.
A partir de la misma mirada ciudadana, que está definida por el individuo que la ejerce, cabe preguntarse ¿por qué se es vagabundo? Dicho de otra forma: porqué hace que una sociedad y una cultura genere y contenga este tipo de fenómenos humanos.
Intentaremos tres acercamientos-respuestas a este cuestionamiento, que tienen que ver también con tres formar de intentar entenderles: desde lo histórico, que puede explicar el génesis social del fenómeno en Chile; desde lo simbólico, que puede ayudar a entender su distancia y silencio; y desde lo síquico, que habla más del génesis personal. Como se verá cara uno de estos aspectos son tan sólo eso: aspectos de un mismo fenómeno que pueden o no funcionar mancomunados o de manera independiente.
A partir de lo que Araya califica como “personajes de transición”(1), esto es, seres humanos que delimitan el tránsito social desde un tipo de estructura económica a otro, el vagabundo puede entenderse como una resultante del choque cultural que este cambio produce. Un individuo arraigado en un espacio intermedio, histórica y culturalmente, que no se sostiene ni en uno ni en otro referente; una esfera de la vida social que, sin estar integrado al cambio, guarda relación con un tercer estadio, irresoluto y deficitario en cuanto a la eficiencia global de sobrevida. Un “post” que no alcanza más que a “pre”. Permitiéndosenos la metáfora, la viruta que resulta del trabajo ejecutado sobre un árbol para transformarlo en madera no es ya árbol, pero tampoco madera, aunque a la vez es reconocida como madera y como parte del árbol.
Este sujeto devendrá en un estadio de desarrollo que se mantiene más allá de uno u otro nuevo cambio, observando desde la exterioridad su propio entorno sin mostrar signos que le hagan participar de éste. Para Araya el reconocimiento de este sujeto está dado (históricamente) desde el castigo social que sobre él se aplica, sólo desde el encarcelamiento puede ella desprender figuras cuantitativas. Ociosidad y vagancia se castigan por atentar contra la participación económica de la sociedad, por ausentarse de lo obligado y que (de manara positiva) construye y articula al país. Los castigados son parias, inconformistas, in-habilitados que deben ser re-habilitados y re-incorporados al cuerpo social.
Así van quedando en esa “tierra de nadie”, van haciendo de la movilidad una forma de defensa frente al Estado agresor. Cambian de ciudad, se trasladan a la capital y el territorio geográfico que les recibe esta dado por el espacio que comunica la Estación Central con la Estación Mapocho, espacios de tránsito migratorio que bien puede resultar ser la trampa que les ha retenido en la ciudad. Espacio de comercio, transporte y cobijo que debe recorrerse para llegar de una Estación a otra y que otrora significó el traslado al sur o norte del país. Lo que conocemos como Barrio Yungay no puede menos que ser ese espacio donde se llega y se estaciona para sobrevivir. Un barrio de tránsito determinado a su vez por «el roto», que en verdad es más héroe que roto.
Nos hemos referido a cuestiones de cambio en el génesis del vagabundaje. No cabe duda que si escarbamos en cada sociedad, y me atrevo a decir en cada cultura, encontraremos motivaciones disímiles que le expliquen, pero, pareciera, lo que es claro es el hecho que en las más diversas cultural que sobreviven a este siglo XXI, se da el fenómeno con igual fuerza y presencia (elegantemente subrepticia pero perseverante). Al parecer esto se puede explicar acudiendo a lo que Malinowski denomina como “supervivencia”.
La expresión cultural vagabundaje, que “rebota” en el tiempo cobrando nuevas energías y significaciones, y que podemos también caracterizar como supervivencia, está hoy en búsqueda de ese significado, mientras “la vertiginosa velocidad del progreso” intenta negar.
Desde esta perspectiva, y atendiendo a aquellos que transitan en un territorio en búsqueda de sustento y cobijo, puedo entender también el vagabundaje como un estadio recolector y sedentario del desarrollo humano y que viene hoy a confrontar, en la forma de praxis, cierta crisis de dominio sobre si misma de la humanidad. Crisis que atenta contra el soporte social y que va dando espacio al predominio del individuo por sobre el colectivo.
Este sujeto recolector podemos identificarle no necesariamente en todos y cada uno de los que en un principio tipificamos como vagabundos. Una ingenua y facilitadora entrada es buscar al sujeto en su lugar de cobijo: la hospedería, espacio de uso nocturno (generalmente) que permite la protección que no da “la calle”.
Pues bien, hasta donde pudimos avanzar en nuestro terreno, logramos primariamente reconocer dos tipos de usuarios de hospederías: aquel que carece de casa (que generalmente la posee y se distancia de ella por múltiples motivos, como drogadicción, alcoholismo, violencia, etc.); y aquel que hace de la calle su lugar de residencia y que recurre a la hospedería sólo en emergencias donde su sobrevida corre peligro (sea por frío o enfermedad).
Los resultados del estudio de Pablo Villatoro(2) entre los usuarios de las hospederías de Hogar de Cristo, pueden darnos un adelanto de esto: a) El 86,4% de los usuarios cuentan con familiares ubicables; b) El 56% de los hospedados acude a éstas por motivos distintos a la carencia de un lugar donde dormir; y c) En la tipología de los hospedados se distinguen dos: los itinerantes y los transicional-dependientes. Los primeros son aquellos que “desarrollan estrategias o patrones relativamente dinámicas de utilización de los servicios… constituye un conglomerado menos dependiente”(3)
Es este itinerante (que puede ser también el que no posee familia ubicable) el que, de acuerdo a nuestro acercamiento, declara no acudir a hospederías si no sólo para el invierno, y que prefiere las “privadas” ya que en el Hogar de Cristo le exigen condiciones que no están por cumplir. La calle con su fisonomía y fauna, es el espacio donde este sujeto debe alcanzar el sustento diario. No acumula (por lo menos aparentemente) si no más que lo necesario para sobrevivir (cartones y ropas para el frío, algunos instrumentos de cocina, etc.). Para él la calle es su entorno.
Progresivamente la calle no integra con el resto de los habitantes de la ciudad, más bien distancia, no sólo social si no que vivencialmente entre un estado y otro de “inserción a la vida de calle” se producen desprendimientos y es justamente entre los que van quedando donde se encuentran los usuarios itinerantes de las hospederías del Hogar de Cristo, así como los habitantes de asentamientos “bajo-puente” o sitios eriazos, lo que tampoco les hace llegar a sedentarismo definitivo.
Creo, en definitiva, que es aquí donde podemos hablar propiamente de vagabundo: aquel que hace de la calle su espacio fundamental de transcurso existencial.
Este tercer acercamiento al génesis del vagabundo (que es propiamente individual) habla de ciertos puntos de inflexión crítica en la vida de los seres humanos, (arrancando desde múltiples motivaciones) y que son enfrentados de disímiles manera por cada uno. Estamos, entonces, en terreno propio de la sicología, esto es, en el espacio de respuestas y conductas privativas de la soledad existencial.
Sin pretender agotar el tema, podemos aventurarnos a creer que una de las señales externas más reconocidas es la del dolor, el quiebre vivencial que instala la duda y el abandono. A esta señal le corresponden muchas alternativas y es justamente en ese trance donde aparece lo que hemos denominado “la opción de vida” y que (volviendo siempre sobre nuestros pasos) se exterioriza en el despojo de lo que socialmente se reconoce como valor positivo (habitación, familia, vida laboral, integración), pero que se construye sobre basamentos que, en fin de cuentas, resultan ser paralelos de lo abandonado. Decimos esto ya que sabemos que el vagabundo establece estos instrumentos de protección, sobrevida (habitación, grupo, vida laboral, integración), pero con formas diferentes.
Aceptado el que ciudadanía es un ejercicio individual, que arranca desde el derecho personal y se proyecta socialmente; aceptando también que ese ejercicio de poder esta direccionado sobre el Estado regulador, sobre la norma y el castigo. Se es ciudadano y desde allí se corren los riesgos de salirse o no. Por esto mismo, por lo íntimo de la ciudadanía, es que me arriesgo a diferir que ese sujeto vagabundo del cual hemos estado atrapar en definiciones y modelos, ese sujeto que abandona su derecho y su deber, ese sujeto esta muy lejos de pretender reivindicar su calidad de ciudadano. Esta ciudadanía propia de un capitalismo atrasado y dependiente, requiere de la “voluntad espontánea” del ciudadano, requiere hoy más que nunca de la instalación humana desde el consumo. Un individuo que no consume, no gasta más que lo mínimo (que generalmente en el vagabundo es una nimiedad), ese individuo no es ciudadano por opción de abandono y por exclusión. Por abandono ha optado por el camino de permanecer en el territorio pero fuera de la norma; ha optado por el reencuentro con otro igual, a la asimilación citadina. Por exclusión, se le ha instalado en el espejo del enfermo (loco, alcohólico) o del delincuente.
Para llegar de mejor manera a esta certeza es necesario volver a cruzar los acercamientos que del vagabundo hicimos más arriba. El vagabundo es aquel que hace cotidianamente su vida en la calle. No le define la carencia de vivienda, trabajo o familia por si sólo ya que, de maneras que desconozco en profundidad, reinstalan estos instrumentos de sociabilidad dando existencia a otras formas de organización; el vagabundaje puede o no ser consecuencia de un quiebre existencial (dolor); su territorio no es arbitrario si no que responde a las necesidades de sobrevivencia, buscará siempre donde resolver tres cuestiones: cobijo, alimento, protección; no se llega “a la calle” de golpe, si no que es más bien un proceso, de mayor o menor duración, que no se explica sólo desde lo sicológico, sino de múltiples factores que van desde la profundización del dolor hasta la libertad de desplazamiento; y, las instituciones y los otros seres humanos, que no sean sus iguales, participan a sus ojos de cierta invisibilidad, que se pierde sólo en el evento de la resolución de necesidades, se trata más bien de una “utilización desde cierta exterioridad” de los instrumentos estatales, que de una “participación” de estos.
Finalmente, aunque resulta pretencioso apelar a un fin, resta definir o cercarse a la mirada que de “ellos” tenemos los “no vagabundos”, los ciudadanos que perduramos. María Isabel Palma, Directora de Desarrollo Social y Vivienda de la Municipalidad de Santiago (visitada en el terreno), establece tres instancias de reconocimiento de ese sujeto definido por el ciudadano como vagabundo:
a) Aquellos que piden limosnas en el centro de Santiago, los cuales, en verdad, son trasladados e instalados cada mañana por algún familiar en su “lugar de trabajo”, alimentado a mediodía y retirado por la tarde o noche. Este tipo no es atendido por ellos dado que en verdad el mendigaje es sólo una estrategia de sobrevida de una familia. Se calcula que uno de estos “vagabundos” logra reunir aproximadamente veinte mil pesos diarios, con lo que sostiene a toda su familia.
b) Aquellos que no posee lugar de residencia o que la han abandonado, por lo que ocupan el día en buscar pequeños trabajos que le permitan satisfacer su alcoholismo, drogadicción o alimentación y cancelar el hospedaje. Este tipo de personas aunque carece de vivienda, no necesariamente su vida es la de un vagabundo. Aún así la labor del equipo municipal es resguardar el funcionamiento de las hospederías.
c) Finalmente están aquellos que “viven en la calle”, que recurren a las hospederías sólo en casos de emergencia (invierno, enfermedad) y que hacen de sus vidas un permanente tránsito en determinados territorios.
Este acercamiento no se da necesariamente desde la carencia de vivienda y deja en el estado de vagabundos sólo al tercero: aquellos que hacen su vida en la calle.
Por otro lado el Estado Chileno al abolir la Ley de Estados Antisociales, que incorpora la Detención por Sospecha y la Vagancia como delitos, dejó sin castigo el vagabundaje. Esto puede entenderse como un paso en el reconocimiento del sujeto vagabundo como un otro independiente y libre del ejercicio ciudadano, aunque no por esto se le desligue del castigo público al volver (una y otra vez) a destinar esfuerzos por “sanarles” o “reahabilitarles”.
Se trata de la despenalización pero no de la instalación en esferas culturales que guardan relación con “la rareza”, lo extraño, lo anormal. Se ejerce sobre ellos “un poder que no es ni el poder judicial ni el poder médico: un poder de otro tipo que yo llamaría, provisionalmente y por el momento, poder de normalización”(4)
Finalmente, la mirada caritativa, aquella que se sustenta sobre la salvación individual por intermedio de un tercero, aquella resguardada sobre la culpa del pecado original, esa mirada pecaminosa, puede entregarnos otros caminos de entendimiento. Por razones de tiempo y espacio en este informe sólo la dejo planteada.
Bibliografía
Martínez Keim, Marcelo; “Comprensión de la cultura no ciudadana en Chile”; en Ciudadanía en Chile: El desafío cultural del nuevo milenio; Departamento de Estudios, División de Organizaciones Sociales, Ministerio Secretaría General de Gobierno; Santiago de Chile; diciembre de 1999.
Osorio Vargas, Jorge; Ciudadanía y consumo; Diario La Época, Suplemento Temas; domingo 18 de febrero de 1996; pp 22-23.
Araya Espinoza, Alejandra; Ociosos, vagabundos y malentretenidos en Chile colonial; DIBAM, LOM ediciones, Centro de Investigaciones Diego Barros Arana; Santiago de Chile; 1999.
Merino, Roberto; Santiago de memoria; Editorial Planeta; Santiago de Chile; segunda edición, agosto de 1998
Malinowski, Bronislaw; Una teoría científica de la cultura; Ediciones SARPE; 1984; España.
Villatoro, Pablo; “Estudio línea base y seguimiento de una muestra de personas atendidas en las hospederías del Hogar de Cristo”; Editado por la Unidad de Estudios y Proyectos Sociales Hogar de Cristo; documento de trabajo.
Jinés, Víctor; “Trabajo nocturno con personas que duermen y viven en las calles de Santiago: Junio – Diciembre 1992”; Documento de Trabajo Hogar de Cristo; Santiago de Chile; 1992; pp. 51.
Informe Individual de Terreno; Gabriela Palacios en la hospedería del Hogar de Cristo; 2001.
Anexo Municipalidad del Informe de Terreno “Ciudadanía de frontera”.
Foucault, Michael; Los anormales (Curso en el Collège de France: 1974 – 1975); Fondo de Cultura Económica; segunda reimpresión en español, 2001.
Notas
(1) Araya Espinoza, Alejandra; Ociosos, vagabundos y malentretenidos en Chile colonial; DIBAM, LOM ediciones, Centro de Investigaciones Diego Barros Arana; Santiago de Chile; 1999.
(2) Villatoro, Pablo; “Estudio línea base y seguimiento de una muestra de personas atendidas en las hospederías del Hogar de Cristo”; Editado por la Unidad de Estudios y Proyectos Sociales Hogar de Cristo; documento de trabajo.
(3) Villatoro; op. cita; pp. 42.
(4) Foucault, Michael; Los anormales (Curso en el Collège de France: 1974 – 1975); Fondo de Cultura Económica; segunda reimpresión en español, 2001; pp. 49 (las negritas son mías).