Durante el transcurso de expediciones, agotados y demasiado impacientes por gozar del alivio instantáneo que ocasiona, nos conformábamos con echar un grueso puñado en agua fría que hacíamos hervir en seguida, pero que retirábamos del fuego a la primera ebullición, porque si no el mate pierde todo su sabor –esto es lo más importante–. A esto se le llama chá de mate, infusión al revés, verde oscuro, y casi aceitosa, como una taza de café fuerte. Cuando el tiempo falta, uno se contenta con el tereré, que consiste en aspirar con una pipeta el agua fría, con la que se riega un puñado de polvo. También se puede, si se teme el gusto amargo, preferir el mate doce, a la manera de las bellas paraguayas; en este caso hay que acaramelar el polvo mezclándolo con azúcar sobre un fuego vivo, inundar luego esta mezcla con agua hirviente y tamizar. Pero no conozco ningún aficionado al mate que no ponga al chimarráo por encima de todas estas recetas; es a la vez un rito social y un vicio privado, como se practicaba en la fazenda.
Se sientan en círculo alrededor de una niña, la china, que tiene una “pava”, un calentador y la cuia, que puede ser una calabaza con un orificio bordeado de plata –como en Guaycurus– un cuerno de cebú esculpido por un peón.
[Tristes trópicos. Claude Lévi-Strauss. Paidós, 1955]