CONSIDERACIONES SOBRE LA GUERRA Y LA MUERTE

Por Cristian Cottet

Arrastrados por el torbellino de una época, sólo unilateralmente informados, a distancia insuficiente de las grandes transformaciones que se han cumplido o empiezan a cumplirse y sin atisbo alguno del futuro que se está estructurando, andamos descaminados en la significación que atribuimos a las impresiones que nos agobian y en la valoración de los juicios que formamos. Quiere parecernos como si jamás acontecimiento alguno hubiera destruido tantos preciados bienes comunes a la Humanidad, trastornado tantas inteligencias, entre las más claras, y rebajado tan fundamentalmente las cosas más elevadas. ¡Hasta la ciencia misma ha perdido su imparcialidad apasionada! Sus servidores, profundamente irritados, procuran extraer de ella armas con que contribuir a combatir al enemigo. El antropólogo declara inferior y degenerado al adversario, y el psiquiatra proclama el diagnóstico de su perturbación psíquica o mental. Pero, probablemente, sentimos con desmesurada intensidad la maldad de aquella época y no tenemos derecho a compararla con la de otras que no hemos vivido.

El individuo que no ha pasado a ser combatiente, convirtiéndose con ello en una partícula de la gigantesca maquinaria guerrera, se siente desorientado y confuso. Habrá de serle grata toda indicación que le haga más fácil orientarse de nuevo, por lo menos en su interior. Entre los factores responsables de la miseria que aqueja a los no combatientes, y cuya superación les plantea tan arduos problemas, quisiéramos hacer resaltar dos, a los que dedicaremos el presente ensayo: la decepción que estas guerras han provocado y el cambio de actitud espiritual ante la muerte al que -como todas las guerras- nos ha forzado.

No es preciso ser un fanático de la compasión, puede muy bien reconocerse la necesidad biológica y psicológica del sufrimiento para la economía de la vida humana y condenar, sin embargo, la guerra, sus medios, sus fines y anhelar su término. Nos decíamos que las guerras no podrían terminar mientras los pueblos vivieran en tan distintas condiciones de existencia, en tanto que la valoración de la vida individual difiera de unos a otros y los odios que los distancias representaran fuerzas instintivas anímicas tan poderosas. Estábamos preparados a que la Humanidad se viera aún por mucho tiempo envuelta en guerras entre los pueblos primitivos y los civilizados, entre las razas diferenciadas por el color de la piel e incluso entre los pueblos menos evolucionados o involucionados de Europa. Pero de las grandes naciones de raza blanca, señoras del mundo, a las que ha correspondido la dirección de la Humanidad, a las que se sabía al cuidado de los intereses mundiales y a las cuales se deben los progresos técnicos realizados en el dominio de la Naturaleza, tanto como los más altos valores culturales, artísticos y científicos de estos pueblos se esperaba que supieran resolver de otro modo sus diferencias y sus conflictos de intereses. Dentro de cada una de estas naciones se había prescrito al individuo elevadas normas morales, a las cuales debía ajustar su conducta si quería participar en la comunidad cultural. Tales preceptos, rigurosísimos a veces, le planteaban cumplidas exigencias, una amplia autolimitación y una acentuada renuncia a la satisfacción de sus instintos. Ante todo, le estaba prohibido servirse de las extraordinarias ventajas que la mentira y el engaño procuran en la competencia.

El Estado moderno considera estas normas morales como el fundamento de su existencia y sale abiertamente en su defensa apenas alguien intenta infringirlas e incluso declara ilícito someterlas siquiera al examen de la razón crítica. Era pues de suponer que él mismo quería respetarlas y que no pensaba intentar contra ellas nada que constituyera una negación de los fundamentos de su misma experiencia. Por último, pudo observarse cómo dentro de estas naciones civilizadas había insertos ciertos restos de pueblos que eran, en general, poco gratos y a los que por lo mismo sólo a disgusto y con limitaciones se los admitía a participar en la obra de cultura común, para la cual se habían demostrado, sin embargo, suficientemente aptos. Pero podía creerse que los grandes pueblos habían adquirido comprensión suficiente de sus elementos comunes y tolerancia bastante de sus diferencias para no fundir ya en uno solo, como sucedía en la antigüedad clásica, los conceptos de «extranjero» y «enemigo».

Confiando en este acuerdo de los “pueblos civilizados”, innumerables hombres se expatriaron para domiciliarse en el extranjero y enlazaron su existencia a las relaciones comerciales entre los pueblos amigos. Y aquellos a quienes las necesidades de la vida no encadenaban constantemente al mismo lugar podían formarse, con todas las ventajas y todos los atractivos de los países civilizados, una nueva patria mayor, que recorrían sin trabas ni sospechas. Gozaban así de los mares grises y los azules, de la belleza de las montañas nevadas y las verdes praderas, del encanto de los bosques norteños y de la magnificencia de la vegetación meridional, del ambiente de los paisajes sobre los que se ciernen grandes recuerdos históricos y de la serenidad de la Naturaleza intacta. Esta nueva patria era también para ellos un museo colmado de todos los tesoros que los artistas de la Humanidad civilizada habían creado y legado al mundo desde muchos años atrás. Al peregrinar de una en otra sala de este magno museo podían comprobar imparcialmente cuán diversos tipos de perfección habían creado la mezcla de sangres, la Historia y la peculiaridad de la madre Tierra entre sus compatriotas de la patria mundial. Aquí se había desarrollado, en grado máximo, una serena energía indomable; allá, el arte de embellecer la vida; más allá, el sentido del orden y de la ley o alguna otra de las cualidades que han hecho del hombre el dueño de la Tierra.

No olvidemos tampoco que todo ciudadano del Estado moderno se había creado un parnaso muy especial. Entre los grandes pensadores, los grandes poetas y artistas de todas las naciones habían elegido aquéllos a los que creía deber más y había unido en igual veneración a los maestros de su mismo pueblo y su mismo idioma y a los genios inmortales de la Antigüedad. Ninguno de estos grandes hombres le había parecido extraño porque hubiera hablado otra lengua: ni el incomparable investigador de las pasiones humanas, ni el apasionado adorador de la belleza, ni el profeta amenazador, ni el ingenioso satírico, y jamás se reprochaba por ello haber renegado de su propia nación ni de su amada lengua materna.
El disfrute de la comunidad civilizada quedaba perturbado en ocasiones por voces premonitoras que recordaban cómo, a consecuencia de antiguas diferencias tradicionales, también entre los miembros de esta eran inevitables las guerras. Voces a las que nos resistíamos a prestar oídos. Pero aun suponiendo que tal guerra llegara, ¿cómo se nos representaba? Como una ocasión de mostrar los progresos alcanzados por la solidaridad humana desde aquella época en que los griegos prohibieron asolar las ciudades pertenecientes a la Confederación, talar sus olivares o cortarles el agua. Como un encuentro caballeresco que quisiera limitarse a demostrar la superioridad de una de las partes evitando en lo posible graves daños que no hubieran de contribuir a tal decisión y respetando totalmente al herido que abandona también la lucha al médico y al enfermero dedicado a su curación. Y, desde luego, con toda consideración a la población no beligerante, a las mujeres, alejadas del oficio de la guerra, y a los niños, que habrían de ser más adelante, por ambas partes, amigos y colaboradores. E igualmente, con pleno respeto a todas las empresas e instituciones internacionales en las que habían encarnado la comunidad cultural de los tiempos pacíficos.

Tal guerra habría ya integrado horrores suficientes y difíciles de soportar, pero no habría interrumpido el desarrollo de las relaciones éticas entre los elementos individuales de la Humanidad, los pueblos y los Estados.

La guerra, en la que no queríamos creer, estalló y trajo consigo una terrible decepción. No es tan sólo más sangrienta y mortífera que ninguna de las pasadas, a causa del perfeccionamiento de las armas de ataque y defensa, sino también tan cruel, tan enconada y tan sin cuartel, por lo menos, como cualquiera de ellas. Infringe todas las limitaciones a las que los pueblos se obligaron en tiempos de paz -el llamado Derecho Internacional- y no reconoce ni los privilegios del herido y del médico, ni la diferencia entre los núcleos combatientes y pacíficos de la población, ni la propiedad privada. Derriba, con ciega cólera, cuanto le sale al paso, como si después de ella no hubiera ya de existir futuro alguno ni paz. Desgarra todos los lazos de solidaridad entre los pueblos combatientes y amenaza dejar tras de sí un encono que hará imposible, durante mucho tiempo, su reanudación.

Ha hecho, además, patente el fenómeno, apenas concebible, de que los pueblos civilizados se conocen y comprenden tan poco, que pueden revolverse, llenos de odio y de aborrecimiento, unos contra otros. Y el de que una de las grandes naciones civilizadas se ha hecho universalmente tan poco grata, que ha podido arriesgarse la tentativa de excluirla, como «bárbara», de la comunidad civilizada, no obstante tener demostrada, hace ya mucho tiempo, con las más espléndidas aportaciones, su íntima pertenencia a tal comunidad. Abrigamos la esperanza de que una Historia imparcial aporte la prueba de que precisamente esta nación, en cuyo idioma escribimos y por cuya victoria combaten nuestros seres queridos, es la que menos ha transgredido las leyes de la civilización. Pero ¿quién puede, en tiempos como estos, erigirse en juez de su propia causa?

Los pueblos son representados hasta cierto punto por los Estados que constituyen y estos orgánicos Estados, a su vez, por los Gobiernos que los rigen. El ciudadano individual comprueba con espanto en esta guerra algo que ya vislumbró en la paz; comprueba que el Estado ha prohibido al individuo la injusticia, no porque quisiera abolirla, sino porque pretendía monopolizarla, como el tabaco y la sal. El Estado combatiente se permite todas las injusticias y todas las violencias, que deshonrarían al individuo. No utiliza tan sólo contra el enemigo la astucia permisible, sino también la mentira a sabiendas y el engaño consciente, y ello es una medida que parece superar la acostumbrada en guerras anteriores. El Estado exige a sus ciudadanos un máximo de obediencia y de abnegación, pero los incapacita con un exceso de ocultación de la verdad y una censura de la intercomunicación y de la libre expresión de sus opiniones, que dejan indefenso el ánimo de los individuos así sometidos intelectualmente, frente a toda situación desfavorable y todo rumor desastroso. Se desliga de todas las garantías y todos los convenios que habían concertado con otros Estados y confiesa abiertamente su codicia y su ansia de poderío, a las que el individuo tiene que dar, por patriotismo, su visto bueno.

No es admisible la objeción de que el Estado no puede renunciar al empleo de la injusticia, porque tal renuncia le colocaría en situación desventajosa. También para el individuo supone una desventaja la sumisión a las normas morales y la renuncia al empleo brutal del poderío, y el Estado sólo muy raras veces se muestra capaz de compensar al individuo todos los sacrificios que de él ha exigido. No debe tampoco asombrarnos que el relajamiento de las relaciones morales entre los pueblos haya repercutido en la moralidad del individuo, pues nuestra conciencia no es el juez incorruptible que los moralistas suponen, es tan sólo, en su origen, «angustia social», y no otra cosa. Allí donde la comunidad se abstiene de todo reproche, cesa también la yugulación de los malos impulsos, y los hombres cometen actos de crueldad, malicia, traición y brutalidad, cuya posibilidad se hubiera creído incompatible con su nivel cultural.

De este modo, aquel ciudadano del mundo civilizado al que antes aludimos se halla hoy perplejo en un mundo que se le ha hecho ajeno, viendo arruinada su patria mundial, asoladas las posesiones comunes y divididos y rebajados a sus conciudadanos. Podemos, sin embargo, someter a una consideración crítica tal decepción y hallaremos que no está, en rigor, justificada, pues proviene del derrumbamiento de una ilusión. Las ilusiones nos son gratas porque nos ahorran sentimientos desplacientes y nos dejan, en cambio, gozar de satisfacciones. Pero entonces habremos de aceptar sin lamentarnos que alguna vez choquen con un trozo de realidad y se hagan pedazos.

Dos cosas han provocado nuestra decepción en esta guerra: la escasa moralidad exterior de los Estados, que interiormente adoptan el continente de guardianes de las normas morales, y la brutalidad en la conducta de los individuos de los que no se había esperado tal cosa copartícipe de la más elevada civilización humana.

Empecemos por el segundo punto e intentemos concretar en una sola frase, lo más breve posible, la idea que queremos criticar. ¿Cómo nos representamos en realidad el proceso por el cual un individuo se eleva a un grado superior de moralidad? La primera respuesta será, quizá, la que el hombre es bueno y noble desde la cuna. Por nuestra parte, no hemos de entrar a discutirla. Pero una segunda solución afirmará la necesidad de un proceso evolutivo y supondrá que tal evolución consiste en que las malas inclinaciones del hombre son desarraigadas en él y sustituidas, bajo el influjo de la educación y de la cultura circundante, por inclinaciones al bien. Y entonces podemos ya extrañar sin reservas que en el hombre así educado vuelva a manifestarse tan eficientemente el mal.

Ahora bien: esta segunda respuesta integra un principio que hemos de rebatir. En realidad, no hay un exterminio del mal. La investigación psicológica -o, más rigurosamente, la psicoanalítica- muestra que la esencia más profunda del hombre consiste en impulsos instintivos de naturaleza elemental, iguales en todos y tendentes a la satisfacción de ciertas necesidades primitivas. Estos impulsos instintivos no son en sí ni buenos ni malos. Los clasificamos, y clasificamos así sus manifestaciones, según su relación con las necesidades y las exigencias de la comunidad humana. Debe concederse, desde luego, que todos los impulsos que la sociedad prohíbe como malos -tomemos como representación de estos los impulsos egoístas y los crueles- se encuentran entre tales impulsos primitivos.

Estos impulsos primitivos recorren un largo camino evolutivo hasta mostrarse eficientes en el adulto. Son inhibidos, dirigidos hacia otros fines y sectores, se amalgaman entre sí, cambian de objeto y se vuelven en parte contra la propia persona. Ciertos productos de la reacción contra algunos de estos instintos fingen una transformación intrínseca de los mismos, como si el egoísmo se hubiera hecho compasión y la crueldad altruismo. La aparición de estos productos de la reacción es favorecida por la circunstancia de que algunos impulsos instintivos surgen casi desde el principio, formando parejas de elementos antitéticos, circunstancia singularísima y poco conocida, a la que se ha dado el nombre de ambivalencia de los sentimientos. El hecho de este género más fácilmente observable y comprensible es la frecuente coexistencia de un intenso amor y un odio intenso en la misma persona. A lo cual agrega el psicoanálisis que ambos impulsos sentimentales contrapuestos toman muchas veces también a la misma persona como objeto.

Sólo una vez superados todos estos destinos del instinto surge aquello que llamamos el carácter de un hombre, el cual, como es sabido, sólo muy insuficientemente puede ser clasificado con el criterio de bueno o malo. El hombre es raras veces completamente bueno o malo; por lo general, es bueno en unas circunstancias y malo en otras, o bueno en unas condiciones exteriores y decididamente malos en otras. Resulta muy interesante observar que la preexistencia infantil de intensos impulsos malos es precisamente la condición de un clarísimo viraje del adulto hacia el bien. Los mayores egoístas infantiles pueden llegar a ser los ciudadanos más altruistas y abnegados; en cambio, la mayor parte de los hombres compasivos, filántropos y protectores de los animales fueron en su infancia pequeños sádicos y torturadores de cualquier animalito que se ponía a su alcance.
La transformación de los malos instintos es obra de dos factores que actúan en igual sentido, uno interior y otro exterior. El factor interior es el influjo ejercido sobre los instintos malos -egoístas- por el erotismo; esto es, por la necesidad humana de amor en su más amplio sentido. La unión de los componentes eróticos transforma los instintos egoístas en instintos sociales. El sujeto aprende a estimar el sentirse amado como una ventaja por la cual puede renunciar a otras. El factor exterior es la coerción de la educación, que representa las exigencias de la civilización circundante, y es luego continuada por la acción directa del medio civilizado. La civilización ha sido conquistada por obra de la renuncia a la satisfacción de los instintos y exige de todo nuevo individuo la repetición de tal renuncia. Durante la vida individual se produce una transformación constante de la coerción exterior en coerción interior. Las influencias de la civilización hacen que las tendencias egoístas sean convertidas, cada vez en mayor medida, por agregados eróticos, en tendencias altruistas sociales. Puede, por último, admitirse que toda coerción interna que se hace sentir en la evolución del hombre fue tan sólo originalmente, esto es, en la historia de la Humanidad, coerción exterior. Los hombres que nacen hoy traen ya consigo cierta disposición a la transformación de los instintos egoístas en instintos sociales como organización heredada, la cual, obediente a leves estímulos, lleva a cabo tal transformación. Otra parte de esta transformación de los instintos tiene que ser llevada a cabo en la vida misma. De este modo, el individuo no se halla tan sólo bajo la influencia de su medio civilizado presente, sino que está sometido también a la influencia de la historia cultural de sus antepasados.

Si a la aptitud que un hombre entraña para transformar los instintos egoístas, bajo la acción del erotismo, la denominamos `disposición a la cultura’, podremos afirmar que tal disposición se compone de dos partes: una innata y otra adquirida en la vida, y que la relación de ambas entre sí y con la parte no transformada de la vida instintiva es muy variable. En general, nos inclinamos a sobreestimar la parte innata y corremos, además, el peligro de sobreestimar también la total `disposición a la cultura’ en relación con la vida instintiva que ha permanecido primitiva: esto es, somos inducidos a juzgar a los hombres «mejores» de lo que en realidad son. Existe aún, en efecto, otro factor que enturbia nuestro juicio y falsea, en un sentido favorable, el resultado.

Los impulsos instintivos de otros hombres se hallan, naturalmente, sustraídos a nuestra percepción. Los deducimos de sus actos y de su conducta, los cuales referimos a motivaciones procedentes de su vida instintiva. Tal deducción yerra necesariamente en un gran número de casos. Los mismos actos «buenos», desde el punto de vista cultural, pueden proceder unas veces de motivos «nobles» y otras no. Los moralistas teóricos llaman «buenos» únicamente a aquellos actos que son manifestaciones de impulsos instintivos buenos y niegan tal condición a los demás. En cambio, la sociedad, guiada por fines prácticos, no se preocupa de tal distinción: se contenta con que un hombre oriente sus actos y su conducta conforme a los preceptos culturales y no pregunta por sus motivos.

Hemos visto que la coerción exterior que la educación y el mundo circundante ejercen sobre el hombre provoca una nueva transformación de su vida instintiva, en el sentido del bien, un viraje del egoísmo al altruismo. Pero no es ésta la acción necesaria o regular de la coerción exterior. La educación y el ambiente no se limitan a ofrecer primas de amor, sino también recompensas y castigos. Pueden hacer, por tanto, que el individuo sometido a su influjo se resuelva a obrar bien, en el sentido cultural, sin que se haya cumplido en él un ennoblecimiento de los instintos, una mutación de las tendencias egoístas en tendencias sociales. El resultado será, en conjunto, el mismo; sólo en circunstancias especiales se hará patente que el uno obra siempre bien porque sus inclinaciones instintivas se lo imponen, mientras que el otro sólo es bueno porque tal conducta cultural provoca ventajas a sus propósitos egoístas, y sólo en tanto se las procura y en la medida en que se las procura. Pero nosotros, con nuestro conocimiento superficial del individuo, no poseeremos medio alguno de distinguir entre ambos casos, y nuestro optimismo nos inducirá seguramente a exagerar sin medida el número de los hombres transformados en un sentido cultural.

La sociedad civilizada, que exige el bien obrar, sin preocuparse del fundamento instintivo del mismo, ha ganado, pues, para la obediencia o la civilización a un gran número de hombres que no siguen en ello a su naturaleza. Animada por este éxito se ha dejado inducir a intensificar en grado máximo las exigencias morales, obligando así a sus participantes a distanciarse aún más de su disposición instintiva. La presión de la civilización en otros sectores no acarrea consecuencias patológicas, pero se manifiesta en deformaciones del carácter y en la disposición constante de los instintos inhibidos a abrirse paso, en ocasión oportuna, hasta la satisfacción. El sujeto así forzado a reaccionar permanentemente en el sentido de preceptos que no son manifestación de sus tendencias instintivas vive, psicológicamente hablando, muy por encima de sus medios y puede ser calificado, objetivamente, de hipócrita, se dé o no clara cuenta de esta diferencia, y es innegable que nuestra civilización actual favorece con extraordinaria amplitud este género de hipocresía. Podemos arriesgar la afirmación de que se basa en ella y tendría que someterse a hondas transformaciones si los hombres resolvieran vivir con arreglo a la verdad psicológica. Hay, pues, muchos más hipócritas de la cultura que hombres verdaderamente civilizados, e incluso puede plantearse la cuestión de si una cierta medida de hipocresía cultural no ha de ser indispensable para la conservación de la cultura, puesto que la capacidad de cultura de los hombres del presente no bastaría quizá para llenar tal función. Por otro lado, la conservación de la civilización sobre tan equívoco fundamento ofrece la perspectiva de iniciar, con cada nueva generación, una más amplia transformación de los instintos, como substrato de una civilización mejor.

Las disquisiciones que preceden nos procuran ya el consuelo de comprobar que nuestra indignación y nuestra dolorosa decepción ante la conducta incivilizada de nuestros conciudadanos mundiales son injustificadas en esta guerra. Se basan en una ilusión a la que nos habíamos entregado. En realidad, tales hombres no han caído tan bajo como temíamos, porque tampoco se habían elevado tanto como nos figurábamos. El hecho de que los pueblos y los Estados infringieran, unos para con otros, las limitaciones morales, ha sido para los hombres un estímulo comprensible a sustraerse por algún tiempo al agobio de la civilización y permitir una satisfacción pasajera a sus instintos retenidos. Y con ello no perdieron, probablemente, su moralidad relativa dentro de su colectividad nacional.
Pero aún podemos penetrar más profundamente en la comprensión de la mudanza que la guerra ha provocado en nuestros antiguos compatriotas y al intentarlo así hallamos algo que nos aconseja no hacernos reos de injusticia para con ellos. En efecto, las evoluciones anímicas integran una peculiaridad que no presenta ningún otro proceso evolutivo. Cuando una aldea se hace ciudad o un niño se hace hombre, la aldea y el niño desaparecen absorbidos por la ciudad y por el hombre. Sólo el recuerdo puede volver a trazar los antiguos rasgos en la nueva imagen; en realidad, los materiales o las formas anteriores han sido desechados y sustituidos por otros nuevos. En una evolución anímica sucede muy otra cosa. A falta de términos de comparación, nos limitaremos a afirmar que todo estadio evolutivo anterior persiste al lado del posterior surgido de él; la sucesión condiciona una coexistencia, no obstante ser los mismos los materiales en los que se ha desarrollado toda la serie de mutaciones. El estado anímico anterior pudo no haberse manifestado en muchos años; a pesar de ello, subsiste, ya que en cualquier momento puede llegar a ser de nuevo forma expresiva de las fuerzas anímicas, y precisamente la única, como si todas las evoluciones ulteriores hubieran quedado anuladas o deshechas. Esta plasticidad extraordinaria de las evoluciones anímicas no es, sin embargo, ilimitada; podemos considerarla como una facultad especial de involución -de regresión-, pues sucede, a veces, que un estadio evolutivo ulterior y superior que fue abandonado no puede ya ser alcanzado de nuevo. Pero los estados primitivos pueden siempre ser reconstituidos; lo anímico primitivo es absolutamente imperecedero.

Las llamadas enfermedades mentales tienen que despertar en el profano la impresión de que la vida mental e intelectual ha quedado destruida. En realidad, la destrucción atañe tan sólo a adquisiciones y evoluciones ulteriores. La esencia de la enfermedad mental consiste en el retorno a estados anteriores de la vida afectiva y de la función. El estado de reposo al que aspiramos todas las noches nos ofrece un excelente ejemplo de plasticidad de la vida anímica. Desde que hemos aprendido a traducir incluso los sueños más absurdos y confusos, sabemos que al dormirnos nos despojamos de nuestra moralidad, tan trabajosamente adquirida, como de un vestido, y sólo al despertar volvemos a envolvernos en ella. Este desnudamiento es, naturalmente, innocuo, ya que el dormir nos paraliza y nos condena a la inactividad. Sólo los sueños pueden darnos noticia de la regresión de nuestra vida afectiva a uno de los primeros estadios evolutivos. Así, por ejemplo, resulta singular que todos nuestros sueños sean regidos por motivos puramente egoístas. Uno de mis amigos ingleses sostenía una vez esta afirmación en una reunión científica en América, y una de las señoras presentes le objetó que tal cosa sucedería quizá en Austria, pero que de sí misma y de sus conocidos podía afirmar que también en los sueños ellos eran altruistas. Mi amigo, aun cuando pertenecía también a la raza inglesa, rechazó enérgicamente la objeción, fundado en su experiencia personal en el análisis de los sueños. En éstos, las damas de elevados pensamientos americanas son tan egoístas como las austríacas.

Así, pues, la transformación de los instintos, sobre la cual reposa nuestra capacidad de civilización, puede quedar anulada de un modo temporal o permanente. Desde luego, las influencias emanadas de la guerra cuentan entre aquellos poderes que pueden provocar una tal involución, por lo cual no nos es lícito negar a todos aquellos que hoy se conducen como seres incivilizados la disposición a la cultura, y podemos esperar que sus instintos vuelvan a ennoblecerse en tiempos más serenos.

Pero hemos descubierto también en nuestros conciudadanos mundiales otro síntoma que no nos ha sorprendido y asustado menos que su descenso tan dolorosamente sentido, de la altura ética que habían alcanzado. Nos referimos a la falta de penetración que se revela en los mejores cerebros, a su cerrazón y su impermeabilidad a los más vigorosos argumentos y a su credulidad, exenta de crítica, para las afirmaciones más discutibles. Todo esto compone, desde luego, un cuadro tristísimo, y queremos hacer constar que no vemos -como lo haría un ciego partidario- todos los defectos intelectuales en uno solo de los dos lados. Pero este fenómeno es aún más fácil de explicar y menos alarmante que el anteriormente discutido. Los psicólogos y los filósofos nos han enseñado, hace ya mucho tiempo, que hacemos mal en considerar nuestra inteligencia como una potencia independiente y prescindir de su dependencia de la vida sentimental. Nuestro intelecto sólo puede laborar correctamente cuando se halla sustraído a la acción de intensos impulsos emocionales; en el caso contrario, se conduce simplemente como un instrumento en manos de una voluntad y produce el resultado que esta última le encarga. Así, pues, los argumentos lógicos serían impotentes contra los intereses afectivos, y por eso controversias apoyadas en razones es tan estéril en el mundo de los intereses. La experiencia psicoanalítica ha subrayado enérgicamente esta afirmación. Puede mostrar, a cada paso, que los hombres más inteligentes se conducen de pronto ilógicamente, como deficientes mentales, en cuanto el conocimiento exigido tropieza en ellos con una resistencia sentimental, si bien recobran luego todo su entendimiento una vez superada tal resistencia.