Por Cristian Cottet
Es el primer muerto de muerte natural
que tenemos en muchos años.
Gabriel Gracia Márquez
Chile esta convulsionado, el presidente pareciera que no da pie en bola, intenta salidas, propone intervenciones, pero no atina en la política inmediata. El equipo que le apoya tampoco da certezas. El parlamento no le acompaña. El empresariado en las sombras mientras los partidos políticos miran a un lado. Las izquierdas se esconden en sus trincheras esperando que ese tedio se transforme en suicidio. Chile esta convulsionado. El presidente está solo, busca, pero no encuentra. La derecha política vuelve su rostro para no ser convocado a un “algo” que le ilumine, semeja una vendetta silenciosa y transparente. Pero este animo no le es solo al presidente. ¿Dónde están los dirigentes de la derecha política? ¿Y los dirigentes de izquierda?
Mudos, vacíos, sin discursos. Sin propuestas de cambio. El tedio los embarga. Pero el presidente sigue solo. La derecha y también la izquierda (por lo poco que queda de ella) hacen un festín del parlamento.
Pero el presidente sigue solo.
En medio del más feroz mercantilismo, que da forma y cruza hasta las más sutiles relaciones humanas, el ejercicio ciudadano, el artificio individual del poder, se ha trasladado a zonas que han cobrado (sobre todo en el proceso de desarrollo capitalista) mayor relevancia. Así, si otrora la ciudadanía estaba dada por el hecho de votar, hoy se le ha agregado dos categorías que vienen a ampliar el espectro de este ejercicio: la categoría de consumidor, y la categoría de “ser urbano”. Lo que ha venido a la vez a dar nuevos espacios de juego al ciudadano moderno. Si ayer sólo le cabía elegir representantes políticos, hoy puede también exigir el respeto de ciertos derechos comerciales y de libre tránsito. Ayer en la última marcha nos encontramos con amigos, preguntamos por uno de ellos y nos respondió: “No sabemos. Tal vez está metido en un boliche”.
Ciudadanía, de acuerdo con el diccionario más noble y culturalmente arraigado (me refiero a mi viejo y ajado Larousse, que siempre refrendo con mi actualizado Academia), es el ejercicio de hacer efectivos determinados derechos que cada persona posee, sea por el sólo hecho de habitar una ciudad, sea por cumplir otras características que lo permitan. Entonces, si le damos rienda suelta a este comienzo, la ciudadanía guarda relación con dos fenómenos que le determinan y proyectan: de una parte, un territorio demarcado que se establece desde el primer espacio/habitación; y de otra el ejercicio del poder.
Pero el presidente sigue solo.
Es una categoría que el Derecho reserva para unos y prohíbe para otros y viene dada por un acto no voluntario, sino más bien por una consecuencia, lo que deviene en una suerte de tiranía que se desprende de su ser, que no responde a los límites que para ello se determina.
Así, todo aquel que cumpla las condiciones que cada periodo designe para serlo, es un ciudadano. Vive en esta ciudad y además cumple con estas o aquellas condiciones (p. e.: es hombre, posee recursos, cumplió cierta edad, efectuó cierto trámite, etc.). No interesa cuales se le exija, siempre existirá alguna que instalar para ser cumplida. Tampoco importa cuáles son los privilegios que la ciudadanía conceda (votar, comprar, hablar, amar, etc.). En verdad cada sociedad, cada cultura, cada “expresión cultural” tendrá su propia y exclusiva ciudadanía, con sus particulares exigencias y sus privados derechos.
Bajo ese perfil paradigmático se establece la norma de ciudadanía que cada habitante debe cumplir. ¿Quiénes pueden perder la nacionalidad? Aquellos que el Estado lo decida. ¿Quiénes pueden sufrir condenas? Aquellos que el Estado defina como meritorios de condena.
El ciudadano cree haber alcanzado mayor espacio para sus juegos de poder, pero en definitiva continúa restringido a las zonas que el mismo Estado determina. (De quién está detrás de ese Estado, es asunto de otro trabajo). Como todo evento, la ciudadanía ahora se hace efectiva sólo al vivenciarse el gesto que le da cobertura humana. Antes, cuando aún se resguarda tras el velo de lo teórico, ésta no pasa de ser un fantasma que no puede sino asustar a timoratos y arrepentidos de revolucionario. Está claro que no existe definición seria que pueda acotar el trayecto a recorrer en esto de hacerse ciudadano, como tampoco puede establecerse un límite de cobertura. Intentarlo no pasa de ser una reverenda payasada digna de políticos y no de ciudadanos que se respeten de tales.
Pero el presidente sigue solo.
Dijimos más arriba que estaba aún en espera la calidad de amplias franjas de la sociedad, que no cabrían en la cobertura ciudadana. Para efectos de este trabajo traeremos aquel sector que aún no posee edad para ejercer el poder y que los transforma en seres económicamente pasivos, pero consumidores y urbanos.
El Palacio se utilizó como casa de los presidentes a partir de 1845, durante el gobierno de Manuel Bulnes. Para tales efectos se dividió el edificio en tres partes: residencia de los presidentes, sede de Gobierno y Casa de La Moneda.
Pero el presidente sigue solo.
A lo largo del tiempo se han realizado numerosas restauraciones. Una de las más importantes fue en 1929, cuando se abre una fachada hacia la calle Alameda, conservando las líneas del Palacio, y se trasladan los talleres de la Casa de La Moneda a Quinta Normal. El último presidente que residió en el Palacio fue Carlos Ibáñez del Campo (1958).
Después del bombardeo que sufriera el 11 de septiembre de 1973, el gobierno militar ordena una total restauración del edificio. Los trabajos concluyeron en 1981.
Confieso que algunas veces me entristece. No le escuchan. Camina solo. Se desnuda para una ducha. Los ministros se limitan a un escueto informe frente a una cámara.
Pero el presidente sigue solo.