EL MARTIRIO DE LOS DÍAS Y LAS NOCHES

Comentario de Max Valdés

Lo primero que llama la atención, de este texto de Aníbal Ricci, es la elección del título puesto que éste debiera dar cuenta –como una matriz que se despliega a lo largo de toda la obra– del mundo representado. En este caso, si vamos a la etimología de la palabra martirio, dice referencia a una muerte o tormentos sufridos por causa de la verdadera religión y, o también, por otro ideal u otra causa asociada a un sufrimiento intenso. Es decir, pone en nuestro imaginario de lector una experiencia vinculada al displacer, a la angustia y a la consternación. Glosa que se ve confirmada al iniciar la lectura. Se trata de un personaje que nos habla en primera persona, desde un yo perturbado, ansioso, al límite de la sobrevivencia existencial. El periplo que vive el protagonista de esta breve historia «martirizada» está marcado por los excesos, las pérdidas y un descontento generalizado. El personaje dice en algún momento: «No sé si soy infeliz, esquizofrénico o escritor, no sé en qué orden». Prontamente averiguamos que la tríada se cumple de manera totalizadora; de vez vemos a un personaje herido, insatisfecho, incapaz de acceder a una instancia de felicidad, pareciera que el dolor lo persiguiera no lo dejara vivir, cerrándole todas las direcciones a un estado de bienestar. Vemos, asimismo, confesiones sobre una supuesta enfermedad que cubre a diario con cúmulos de medicamentos que no logran sanarlo, por el contrario, suma a ello un consumo voluntario a las drogas duras, que lo único que hacen es catalizar su angustia. Pareciera que lo único que lo mantiene a raya y con respiración es la condición de ser escritor, de tener conciencia que está escribiendo su propia historia y que su vida acabará al mismo tiempo que deje de escribir. Esta modalidad de escritor-cronista de su propio tiempo cruzará toda la novela hasta llegar al paroxismo que se vivenciará cuando viaja sin destino por una carretera perdida (a la usanza de David Lynch), dice: «Dejé atrás Copiapó y la carretera se hace recta y más blanca (lo blanco puede tener fijación con el polvo que consume indiscriminadamente). Hay cabinas telefónicas apostadas a ambos lados aunque esta vez no tengo intención de detenerme. Acelero a fondo y veo animitas en las bermas. Tengo tan fragmentado el cerebro que no sé qué significan esas cruces. Son todas blancas (insiste en ese único color) e imagino que mi cabeza está llena de ellas… Miro el espejo retrovisor y tengo caído el párpado. Supongo que le echaron limón a mi cerebro… Sostener el timón para no salirse del camino… Soy esclavo de palabras que fluyen en medio de esta pesadilla. El único sueño que me acosa es conducir más rápido para llegar antes al final de esta carretera.»

Como evidenciamos, el tono del narrador es siempre depresivo, a límite con la cordura y ello anula la capacidad del lector de separar: apariencia de realidad. El caso más patético es una escena en que sale de una tienda con su mujer y ésta cae a una suerte de agujero siniestro que la succiona y el marido va tras ella y –en ese inframundo– ve cadáveres de hombres que intentan huir a la superficie pero no lo consiguen y no reciben ningún tipo de ayuda. Esta imagen que bien en otro texto de otra factura podría dar inicio a una literatura fantástica, en el caso de este narrador solo nos revela el estado mental en el cual se halla inmerso, la indisoluble relación realidad aparente – realidad ficticia.

Otro aspecto a destacar es la imagen parental que posee el protagonista. Hablamos de una familia destruida por la insignificancia, por el desprecio, a las formas tradicionales de convivencia. En una explicación que busca el narrador sobre «en esos años pensaba que la enfermedad era yo mismo, que debía sortear obstáculo tras obstáculo para tener derecho a vivir tranquilo», su padre al compararlo con la fortaleza de su única hermana lo califica de forma displicente, dice: «Tu hijo es un merengue», lo repite más de una vez y esta humillación se suma a la que podría ser la causa de su «mal», escribe el narrador: «El aborto no le preocupa a Dios ni a mis padres, supongo que tampoco estas palabras». Asimismo se entera que efectivamente podría ser ese «hermano muerto antes de nacer» y en cuyo reemplazo nació él. Pareciera que esa condición en que la madre parió a este hijo-narrador después de la muerte del anterior significó al personaje, lo hirió de tal manera que justifica su condición de desolación, angustia y locura.

Por último, nos queda la impresión de estar ante un texto autobiográfico, por tanto el narrador se cita a sí mismo como el autor de sus obras anteriores, específicamente «Sin besos en la boca», unido a su condición de escritor, que refuerza constantemente, dice: «Siempre lo supe, que los libros serían mis hijos». En consecuencia, esta breve novela puede leerse –con las licencias que permite la ficción– como una confesión de la propia vida –imaginada o real– del autor.