Por Cristian Cottet
La violencia es uno de los artefactos sociales de más uso a la hora de ejercitar lo que algún sociólogo denominó como “control social”, figurita que se repite de año en año, de país en país y de persona a persona y que se disemina por toda la estructura social. El Hambre es motor natural de la violencia, no una consecuencia, es lo que explica cada piedrazo, cada golpe y cada muerto “en extrañas circunstancias”.
La violencia política, en toda expresión que se despliegue, se enfrenta a un sujeto específico que se requiere controlar y en ese trabajo se aplica desde el noticiero de la noche, hasta el fusilamiento o desaparición de personas. La violencia, venida de los sectores más castigados de la sociedad, por naturaleza es desordenada, localista y principalmente material. Es una violencia que requiere ser visible, que busca protagonismo en una sociedad donde no se le escucha. Es un grito de desesperación que exige ser atendida por el Estado.
La práctica regular de este tipo de violencia obliga a recurrir a un marco y destino propio, un orden que incluye la clandestinidad, el encubrimiento facial, la sorpresa y una retaguardia material y simbólica que supera los servicios del adversario. De esta forma se estructura una Violencia Institucional de la Pobreza, que muchas veces se subordina a la consigna.
El ludismo, en la primera mitad del siglo XIX, es una expresión de Violencia Institucional de la Pobreza, en tanto los trabajadores veían como enemigo a la máquina, el telar o la trilladora, cuestión que se supera con la gestación de sindicatos y la develación del origen de clase de la explotación “del hombre por el hombre”. La máquina era la expresión material de esa violencia institucionalizada y ese también era su marco de referencia a la hora de instalar su enemigo y el paradigma de la explotación económica.
Es difícil encontrar acciones de violencia no institucionalizada dado que cada sector social construye sus propios códigos de acción política al expandirse y contenerse en su demarcado territorio.
Así, violencia política y territorio son dos factores que se complementan según sean los objetivos o entusiasmos locales y no desde la demarcación del orden por parte del Estado. Me arriesgo a reconocer que una de las funciones de los partidos políticos es reorganizar y disciplinar esta Violencia Institucional de la Pobreza. Es, sin miedo a reconocerlo, el espacio de libertad ganada en lides donde el adversario o enemigo no puede entrar y es la lógica del vencedor lo que permite continuar luchando. Tal vez sea un ejercicio de violencia muy básico, pero es desde allí que se construyen nuevas formas de sociabilidad.
En Chile las prácticas de represión disciplinadora son comunes desde los orígenes del país. Instituciones democráticas, reguladas, controladas y disciplinadas, se han ocupado de regular el accionar de los hambrientos y la estrategia siempre ha sido la misma: “denunciar” el uso de esa Violencia Institucional de la Pobreza por quienes no están autorizados a ejercerla. Lo que sucede es que las prácticas de esa violencia ejercida por el Estado atemoriza al resto de la sociedad o comunidad y de paso la disciplina sin tocarle un pelo.
Policías que no dan tregua a los estudiantes, policías que se pasean en marchas cargando metralletas, detenciones arbitrarias, controles policiales que se estructuran en la misma lógica de los primeros meses después del golpe de Estado. Vivimos en un ambiente turbio, desprotegidos, desconfiados, liberados de toda seguridad. Vivimos en la contradicción de no saber quiénes son los buenos y quienes son los malos, todo esto bajo la sacrosanta verdad de los medios de comunicación, de los titulares rojos y un tropel de ciudadanos que no han sabido valorar y prestigiar la política.
Chile es un país con miedo. Miedo a la policía, miedo a los encapuchados, miedo a las enfermedades, miedo a la lluvia y al calor. Chile no es el Paraíso, es un país con miedo.
Mientras la Presidenta daba cuenta pública de lo que se ha hecho y lo que queda por hacer a este gobierno, en las afueras del edificio del Parlamento un sector de los participantes a la convocatoria de marcha se independiza y vuelve sus ojos a las oficinas de empresas de telefonía y a un edificio municipal. Primero fueron las piedras, luego el descerrajamiento de cortinas y puertas, luego una molotov, luego otra y otra y otra. El resultado fue el incendio de dos edificios y la muerte de un trabajador municipal, encerrado en una oficina sin poder salir hasta que el humo entró en sus pulmones y muere de un paro cardiorrespiratorio.
¿Dónde está la violencia? ¿En el hecho de tener a un trabajador ya jubilado (71 años) trabajando en turnos de 24 horas? ¿En los convocados a una marcha que se desprenden de ella para incendiar un par de edificios? ¿En Carabineros, que no apagaron el fuego con los “guanacos”, dejando que cundiera el incendio? ¿En los congresales, la Presidenta y los invitados a la cuenta? ¿En los funcionarios municipales que no advirtieron al guardia para que saliera a tiempo de su lugar de trabajo? ¿En la prensa que no informó a tiempo de la desgracia, hasta terminado el discurso de la Presidenta?
Todos, menos los “encapuchados”, se lavaron las manos.
A unos pocos días de estos hechos, un grupo de estudiantes ingresaban a La Moneda ocultos en un disfraz de turistas para llamar la atención de sus reivindicaciones. La Presidenta de la República observaba tras los visillos de la ventana de su oficina como se desarrollaban los acontecimientos. Como citaba uno de los grupos de los “turistas-estudiantes”, por lo menos esta vez la Presidenta no se enteró por la prensa.
Magistral, es el concepto que recorrió el país. Todos nos enteramos. Todos supimos de ello como una respuesta de la represión avalada desde La Moneda. Sea desde la mirada que queramos, ésta también es una práctica de la Violencia Institucional de la Pobreza y la respuesta no puede ser otra que más violencia desde la institución Carabineros de Chile. ¿Qué daño puede hacer un mísero lienzo instalado en un patio del Palacio de Gobierno? El único daño está en el hecho de que la gobernabilidad se desconcierta y se le instala en el peor de las escenas, la inmovilidad. El Estado debe imponerse y para ello no cuenta con otro recurso que no sea aplicar una violencia superior a la empleada por un par de decenas de estudiantes.
Esto es vivir en un Estado policial, donde se ha transformado en un peligro preguntarle la hora a un policía. El Estado, y el gobierno que le administra, insiste en aumentar el contingente policial, centrándose en la dialéctica “buenos versus malos” ciudadanos. No ven la pobreza, sea del tipo que sea, no ven la contradicción que se ha instalado entre las expectativas y la realidad. Solo ven jóvenes delincuentes, con capucha o sin ella.
En este contexto, ¿qué rol ocupa la izquierda política en Chile?
Cada día despertamos para enteramos de la creación o convocatoria de un nuevo partido, colectivo “de izquierda” o iniciativa de coordinación. Ya parece que los nombres y títulos van copando el diccionario dejando un vacío lingüístico comparado solo con el vacío de unidad, de horizonte común. Abundan los nombres que contienen la palabra unidad, coordinadora, pueblo, justicia y revolución. Una mirada externa puede creer que esto es un signo del avance o consolidación de las ideas de justicia. Pero no. En verdad este crecimiento, cuantitativo y casi explosivo, es una muestra de lo lejano que está esa justicia.
Soy un convencido que aquello que nominamos como socialismo, no es más que un producto humano que resuelve el más terrible de las pestes: el hambre. El hambre de alimento, el hambre de techo sólido, el hambre de trabajo digno y bien remunerado. En definitivo, el hambre de una vida buena. La izquierda, en esto, tiene mucho trabajo por delante.
Cuando la lógica del enemigo interno no esté instalado en el corazón de Chile podremos ocuparnos de otras cosas tan importantes como el clima, la cuenta en el negocio de la esquina, las calificaciones de las hijas e hijos y otras más, que por pudor no puedo nombrar.
El camino que lleva a ese momento, sospecho, será largo.