Por Cristian Cottet
Unos enseñan y al hacerlo aprenden.
Y otros aprenden y al hacerlo enseñan
Paulo Freire
El poeta chileno Jorge Teiller alguna vez aseguró que el camino más corto para llegar al alma de un pueblo era ser incluido en los textos escolares, esos multifacéticos libros que se emplean como apoyo a determinadas materias de estudio y que se reciclan en la memoria de los pueblos. Pero el texto escolar no es un inocente libro portador de la cultura nacional, sino como el Libro de Clases, ese instrumento que emplean los profesores para llevar el registro de sus alumnos: asistencia, calificaciones o disciplina, en cambio el texto escolar, con el poema en su interior, es también un instrumento de control donde se nos enseña qué lectura debemos o no cultivar. Nada de sexo, nada de revoluciones que terminen con los atropellos y la explotación, nada de indisciplina. Si sumamos el Libro de Catecismo, con sus oraciones poéticas, tenemos el panorama más espeluznante de nuestras primeras lecturas, de nuestros primeros pasos en el mundo de las letras. El Silabario, el Catecismo y el Libro de Clases son tres expresiones de lo peligroso que puede resultar el discurso absolutista acerca de las posibilidades pedagógicas de un poema. Esta sería nuestra primera certeza: se puede llegar a la instalación del libro como objeto sacrosanto, inmaculado.
En tanto el poema es obra de una cultura, creo que antes de llegar a la Pedagogía en este asunto, se hace necesario volver los ojos a una Antropología del Poema, una antropología que de cuenta de los pormenores en la instalación de este artículo, una antropología que acoja la vitalidad y vigencia cultural de la poesía y el poeta, cuestión nada de fácil ya que este camino nos lleva al resbaladizo ámbito de las utilidades de las cosas y eso, justamente eso, es lo que se niega cuando se habla de poesía. ¿Qué rol cumple en el tejido cultural, el poema, el poeta y la poesía? Dicho, en otros términos, ¿para que sirve la poesía en sociedades como la nuestra? ¿Para qué levantar banderas defendiendo una cultura que en sus bases podemos oler la explotación y el engaño?
Para un poeta es difícil hablar de otros poetas y de cómo debía enseñarse la lectura de esa poesía. A pesar de la pésima fama que los poetas podemos tener respecto a las relaciones sociales con nuestros iguales, debemos reconocer que en esto de acercarnos a la lectura de uno de ellos estamos acercándonos a la comunidad toda de la poesía, una comunidad fraccionada, pero a la vez de una sólida unidad, que se lamenta de tanto en tanto, por agresiones venidas de los cinco puntos cardinales. Una comunidad que habla desde una concepción de cultura niega la pertenencia con otros sujetos sociales incapaces de entenderla, haciendo de ella un elemento higienizado de cotidianidad. El discurso de la “defensa de la cultura”, que se alimenta de la segregación, se actualiza con una velocidad a veces insospechada, en tanto de lo que se habla, más que de cultura, es de una de las muchas expresiones que de ella conocemos.
En un número de marzo del 2006 la revista argentina “Ñ” titula en su portada: “La cultura herida”, acompañando este texto la fotografía de una pira de libros quemándose. Eran los aportes de los militares al fomento de la lectura. Por su parte el año 1983, en Chile, se realizaba en la semiclandestinidad un congreso de artistas que terminó con la creación de una orgánica denominada Coordinador Cultural. Antes estas dos situaciones no puedo contener la tentación de preguntarme: ¿se estaba hiriendo o defendiendo la cultura cuando se quemaban esos libros, o cuando se perseguía a escritores, obreros y poetas? A la vez, ¿es dable “coordinar” una cultura por medio de un sindicato o ministerio?
Con una precisión temporal que a veces se sospecha calculada, artistas y entusiastas personas calificadas como cultas, se sienten en la obligación histórica de levantar la voz y sumarse a la más antigua, remozada y nunca abandonada campaña de “salvar la cultura”. Cultura acosada por nefastos entusiasmos que busca justificar la represión, la desaparición de personas o simplemente el asesinato, enarbolando discursos golpistas de “proteger la democracia y los valores culturales del país”. Entonces, ¿de parte de quién está la cultura cuando se busca reinstalar el anuncio de que está siendo atacada? ¿Está de parte de los buenos o de los malos?
Acostumbrados a morir sin siquiera se nos pregunte el nombre, con la certeza absoluta de que los estamentos económicos que sostienen esta sociedad no son más sólidos que Dios, con los sueños de otrora cuestionados y un puñado de utopías en la mano, al borde del abismo ecológico, detenidos en el límite de la degradación, en fin, comenzando un nuevo milenio con sus propio sustrato de terror, esta cultura nos vuelve a vestir el traje de espectador, de público, de agnóstico, para observar por televisión la muerte de miles de personas, la invasión de un país, el deplorable juicio a exdirigentes comunistas o simplemente la detención de jóvenes acusados de delincuentes.
Digámoslo en otras palabras: esa “incultura” que atacamos es justamente uno de los primeros soportes de nuestra cultura y el show que se nos ofrece como “fiesta de la cultura”, no es otra cosa que una expresión de ese entramado multiforme que nos contiene agregando identidad y odiosidad como “el pan nuestro de cada día”. Compartimos una sociedad que se expresa en su particular cultura, que va cobrando forma y fuerza a partir de las relaciones económicas, de la formación política, de las fuerzas militares, estéticas, ideológicas y pedagógicas. Nos acecha la cultura por cada rincón y negarle, referirla con liviandad, entregarle su administración a ciertos elegidos, calificarle como un valor, bueno, seguir entendiéndola como un par de payasos dando saltos sobre unos zancos, es simplemente no valernos de nada a la hora de nuestro propio reconocimiento como sujetos y actores.
En este camino, es bueno recordar que el agredido es el ser humano y la agresión no es más que una expresión de nuestra cultura capitalista. Puedo entender a quienes llaman a “defender la cultura”, pero a la vez no puedo más que preguntarles ¿qué vamos a defender? ¿Protegeremos el libro como un absoluto, más allá incluso de los contenidos o mentiras que contenga? Un escritor chileno saltó a la palestra de este debate afirmando que la calidad de un libro está determinada por el mercado, saltaron puristas voces a desmentirle y hacer de él un objeto de todo tipo de acusaciones. En otro momento, otro escritor levantó su voz para protestar por las atrocidades que se enseñaban como verdad en el plan educativo, expresado esto en el contenido de los textos escolares. Por el camino que sea, se acepta que el libro es un objeto cultural y como tal es cuestionable en su defensa, sea porque posee más que valor de uso, sea porque su contenido no responde a discursos aceptados como positivos. Los escritores citados, el primero discrimina ciertos libros por su instalación económica y el segundo por su contenido ideológico. A pesar de las críticas que estos amigos recibieron, creo que ambos ven el libro como expresión de los tiempos que le toca vivir y no como el sacrosanto absoluto que a veces se pretende. En definitiva, sea por la mirada que sea, el objeto de arte está tensado por las solicitudes que el momento histórico le imprime y cuando somos convocados a “defender la cultura” estamos pecando de esa dulce ingenuidad que nos hace ver nuestras esperanzas más que la realidad.
En este escenario, es claro que la cancha no la traza el escritor, ni el profesor, ni el estudiante, ni menos el lector desatendido de todo que no sea el objeto-libro que lleva en sus manos. Al mercado se le acusa de regular un espacio que debía ser de libre circulación, pero ¿no es éste el sustrato ideológico de las políticas neoliberales instaladas por las dictaduras militares? La circulación de libros, ni duda cabe, responde a una de las muchas respuestas que damos a necesidades propias de quienes sabemos leer, cuestión que ya podemos calificar como segregacionista y esto es parte del entramado cultural que participamos.
Para los papúe que investigara Bronislaw Malinowski, o los bororo desde donde conociéramos al estimado Claude Lévi-Strauss, este tipo de preguntas no existían y si alguna vez se las hicieron fue justamente con posterioridad a la visita del etnógrafo. Estos cuestionamientos son propias de sociedades complejas y atoradas en la confrontación y es donde vivimos y damos forma colectiva a un perfecto sistema cultural que se va reproduciendo y adecuando a los requerimientos de cada época, pero además construimos los instrumentos para hacer de este constructo, más que un ámbito de vida, un objeto de estudio. Establecimos un sistema que ha reinstalado como religión el uso de las cosas, despreciando la relación cara-a-cara. Un sistema que se nutre e integra a los ciudadanos por medio del endeudamiento económico individual y colectivo.
Así vistas las cosas, lo que está en peligro no es “la cultura” sino la posibilidad de seguir habitando este planeta, la alternativa de movilizarnos tras motivaciones colectivas que nos vuelvan a unificar como cuerpo social. Y si aceptamos que en verdad al llamar a esta defensa de la Cultura estamos hablando de expresiones muy locales del arte, creo que el peligro está en la desaparición física del poeta y no del poema. Cada vez más encerrado en un grupo de referencia casi hermético, sectario y excluyente, el poeta ha ido perdiendo contacto con el resto de los habitantes de su cultura, lo que tensa aún más los disímiles entramados sociales que le contiene, enfrentándose cada día más a la disyuntiva de reemplazar el verso por la encendida prosa de resistencia o quedar agazapado en la nausea de la sobrevida. Como cualquier habitante del planeta Tierra, el poeta se debate entre una pedagogía de aula y una de la calle. Si en algún momento se ve tensionado por el mercado, cabe despejar lo que puede significar tamaño atentado. Digamos entonces que tras esa obra de arte que se propone, esconde (la mayoría de las veces no muy bien) un ser humano cargado de inseguridades y de cierta sensibilidad que le lleva a desarrollar una interpretación fina, profunda, densa, del entorno que le toca vivir.
El poema es posterior al poeta y éste lo es de su propio espacio de trabajo. El pintor se sumerge en un presente que se desvanece independientemente de él y es su propia obra un registro de ese momento, un registro entre muchos otros. Esto parece ser la propuesta más asible de una defensa de la poesía y de la cultura. Buscar la instancia donde el ser humano se despliega como viento en una pradera, pareciera interpretarme a la hora de buscar una pedagogía del poema, pero una pedagogía sustentada en una antropología que nos explique el poema en un entorno muy definido. La diferencia entre esa pedagogía y la que hace del poema un fetiche está oculta en la antropología, que hace del ser humano un poema, un poema que se despliega en la confrontación y en el respeto de las manifestaciones culturales que en cada rincón aparecen. Para una viuda es diferente su futuro inmediato si vive en una cultura u otra donde es valor positivo que se case con el hermano del difunto, así sus parámetros culturales le obligan guardar un “celoso duelo”.
¿Queremos verdaderamente una expresión de una cultura que se sostiene sobre el terror, la persecución, el despotismo, la discriminación? Si es al Arte lo que pretendemos salvar, creo que debemos perder cuidado, que él sabe defenderse y acomodarse a los giros de la historia. El que corre peligro de extinción es el ser humano.