Por Juan Mihovilovich
La lectura de este libro de relatos que conforman una suerte de novela encubierta, se
desplaza por tres ejes fundamentales: Incubación, adolescencia y esquizofrenia. Constituye
una unidad secuencial, una ilación preestablecida que apunta hacia un desenlace intuido en
las primeras etapas del personaje-narrador.
El tiempo es una especie de fantasmagoría que lo obliga a ejercer el rol de un destino
aciago, como si fuera un títere movido por su propia incapacidad de sortearlo, un ser
cautivo sin redención posible, atrapado en su universo delirante al que ha accedido sin
plena voluntad.
Los relatos pasan de una incubación primaria, con claras descripciones familiares e
incipientes juegos infantiles hacia un suceso relevante que se deja entrever como «la caída»
del personaje-niño en «esa especie de atajo» al que es llevado por un adulto desconocido
que lo envenenará física y espiritualmente para siempre.
Intentará desentrañar el mundo adyacente y el personal ingresando a una adolescencia que
mezclará los atributos inherentes a la edad y el inefable descubrimiento de la sexualidad
con una pasión absorbente y definitiva: el cine.
Después deviene ineluctable el período coincidente con el derrumbe final. Su tránsito
laboral da pábulo para evidenciar nítidamente los manejos ocultos de una sociedad
decadente donde el sujeto circunstancialmente acomodaticio intenta sobrevivir como
cualquier hijo de vecino.
Sólo que el «tumor maligno» que se entroniza en su cerebro no deja sitio incólume. Tal
como lo sustenta en Día de San Valentín, el chip de la felicidad está ya profundamente
dañado por una psicosis creciente mediatizada con raras voces altisonantes, con seres
difusos que lo acosan, con recelos que lo empujan al despeñadero obnubilando su
angustiosa necesidad de salvación.