Por Max Oñate Brandstetter
“Ninguna de mis obras que he producido, tan intensamente como ésta, la impresión de estar describiendo cosas por todos conocidas, de malgastar papel y tinta, de ocupar a tipógrafos e impresores para exponer hechos que en realidad son evidentes”
Freud
El proceso electoral norteamericano acaparó toda la atención pública a nivel mundial, y los canales nacionales estuvieron registrando permanentemente el proceso de “conversión de votos en escaños”.
La cobertura, análisis y exhibición de datos fue tan completa, que un análisis público de mi parte hubiera sido totalmente irrelevante, sin embargo es necesario instalar la discusión en una dimensión un tanto más amplia: la del fraude de la decisión democrática en occidente (aunque mi muestra para este artículo abarca dos casos puntuales).
En el caso de Estados Unidos, el ritual electoral para constituir el poder legislativo, es de carácter indirecto, vale decir, que incluso pudiendo manifestar la intención de la preferencia política, cada ciudadano debe votar por un delegado que es finalmente quien decide a quien entregará el voto para la presidencia.
El conjunto de los delegados forma una suerte de institución, denominada “colegio electoral”, que posee 538 delegados/sufragios, legitimados por la participación ciudadana, que no tiene derecho a reclamo, pues aceptó las reglas del juego, independientemente que el resultado electoral no le favorezca. Ésta afirmación es una máxima de la teoría democrática.
En 48 Estados corre el sistema uninominal, es decir; que quien obtenga la mayoría de los votos, por más mínima que sea, obtiene todos los votos de ese Estado a su favor, es decir; que gana la totalidad de los delegados de ese Estado, absorbiendo los votos de la oposición. Existen solo dos Estados que son de carácter semiproporcional, donde los delegados (votos del colegio electoral) se asignan de acuerdo a quien gana en cada distrito legislativo en que se divide el Estado, por lo que los candidatos obtienen delegados en Estados donde no han ganado completamente. Estos Estados son Maine y Nebraska.
Cuando se componen los delegados, éstos no están obligados a votar por la tendencia política de los electores y la cifra de 270 votos representa la mayoría simple (de un universo actual de 538) que necesita obtener un candidato para ser convertido en presidente.
Otro factor completamente relevante es la redistritación o Gerrymandering, que no solo destruye la perspectiva de “un voto, un ciudadano”, pues el valor del voto varía según la localidad en que nos encontremos, pudiendo distribuir el poder modificando el trazado territorial hacia un partido.
Éste fenómeno se expresa en el siguiente mapa electoral norteamericano:
Los números de cada Estado son los delegados (votos) que contiene, debemos tomar en cuenta el sistema uninominal aplicado en la gran mayoría territorial, además de que la proporción demográfica y territorial a simple vista queda en evidente distorsión.
Observemos que la cantidad mínima de delegados es de 3 por Estado, pero un pequeño Estado vale electoralmente lo mismo que una gran extensión territorial, así como existen un par de Estados que tienen 29 votos a pesar de ser pequeños geográfica y demográficamente, y valen mucho más que otras regiones más extensas y más pobladas.
Como ya he señalado en otros artículos para este medio, en Chile también se ha aplicado la redistritación como redistribución del poder electoral, a partir principalmente desde el episodio posterior al plebiscito de 1988, que con resultado electoral en mano, se confeccionó un mapa electoral, con un sistema electoral binominal, con el fin de garantizar al menos la mitad de los escaños para los partidos cercanos al régimen militar.
El arquitecto político de esa distritación se llama Carlos Cáceres Contreras, quien restituida la democracia, desapareció para siempre de la participación política.
Una vez acabado el sistema binominal, se ha producido una redistritación política, como ya es costumbre, sin participación ciudadana (sino el viejo formato de decisión entre “expertos” que distribuye el poder independientemente de la voluntad y participación ciudadana) y ya siendo ley para las próximas elecciones parlamentarias y presidenciales, no ha sido oficialmente publicada, ni se da cuenta de cómo serán conformados los nuevos distritos y circunscripciones, además en medio de una gran crisis política institucional, con toda la invalidación que cuenta el servel (organismo donde se deberían trazar los mapas electorales) tras las irregularidades de las últimas elecciones municipales, sobre todo en el cambio de domicilio electoral de 500.000 personas.
Para finalizar, me refiero una vez más al “proceso constituyente”, el cual tenía un formato no vinculante, donde finalmente es la presidenta la que toma la decisión, al mismo tiempo que la voz de los participantes es solo opinión, pero en cuanto a decisión equivale a cero.
Con estos datos exhibidos, es muy pequeño el universo analizado como para hacer una afirmación tajante y definitiva del juicio hacia las democracias occidentales, pero sospecho que las democracias occidentales bipartidistas o pluripartidistas, se basan en la construcción del meta relato de la participación, de la venta electoral de la ilusión de participar, pero finalmente no decidir absolutamente nada, sobre todo porque la distribución del poder se articula entre los partidos y de espalda a la ciudadanía.
Lo peligroso no es establecer ese tipo de legislaciones (característica indispensable para el funcionamiento de la democracia representativa) sino continuar por ese camino en momento de profundas crisis, desconfianzas, levantamiento de muros (como si le temieran a las reacciones de la ciudadanía) en medio de fuertes movilizaciones que dejan al descubierto la falta de voluntad política.
De continuar este modelo agotado de democracia, entraremos en un periodo más agudo de la crisis política del régimen democrático moderno.
El autor es Cientista Político, licenciado de la Universidad Academia Humanismo Cristiano.