Por Cristian Cottet
“Y abrí mis piernas al viento…”, es el primer verso del libro Para quien se atreva a lanzar la primera piedra, Dinko Pavlov, el aliento que nos señala el camino que recorreremos y que demarca espacios de participación. “Y abrí..”, dice aquella pretérita voz que se presenta desde un abrazo antecedido de otra circunstancia, que no se explicita pero que nos advierte de un otro texto que correrá paralelo al que leemos. Este detalle no es vano, ella abrió sus piernas al viento luego que “algo” interviniera en el transcurso de un tiempo de paz que le permitía observar todo desde el relajamiento que se rompe (por ese “algo”) y que le lleva a la existencial decisión de abrir sus piernas al viento, a la manera de una bandera que flamea también para señalar el espacio propio.
De un discurso simple, abierto a la lectura directa, propone cada poema como versículos (1), sin rebuscamientos ni giros lingüísticos, el texto que comentaremos se construye sobre una voz omniscia, interrumpida escasamente para dar lugar a otras pequeñas voces integradas a la trama. Este hablante que sigue la huella de viajeros, traidores, vírgenes y reyes (que hacen uso de su cuerpo), no escatima esfuerzo en lograr acercarnos a un espejismo de realidad que se levanta desde los detalles más ínfimos, que no es otra cosa que la cotidianidad del personaje. Una cotidianidad que se construye en el cruel juego de “abrir sus piernas” y cambiar de verso en verso, de versículo en versículo.
Así, aquella de piernas abiertas al viento reitera sobre sí misma en el versículo dos para calificarse en vida como una “máscara griega”, sea ésta sonriente o trágica. Puntualicemos que el término “tragedia” ha sido significado históricamente bajo una carga de castigo y desventura que hace de ella un abstracto determinante de los cambios y componentes de su propia cotidianidad, dando una nueva entrada a la lectura del texto y una doble presentación de la voz que habla. Una lectura superficial nos puede deslumbrar con la intención trágica del autor, entendida como sino de desgracia, cuando en verdad pareciera ser el derrotero a seguir en el proceso de rearticular la trascendencia (entendida como aquello que está más allá de lo inmediato) de esta narración poética.
La palabra tragedia, derivada del latín tragoedía, deviene a su vez del griego trago’gia que se traduce como “canto o drama heroico”, pero que al descomponerla en sus raíces deriva en tragos (macho cabrío) y aéido (yo canto) lo que finalmente viene a ser algo cercano a canto de machos cabríos, que puede venir de ciertas celebraciones en honor a Dionisio y en donde este animal (símbolo a la vez de masculinidad) ocupaba un lugar importante. Fue adoptada por el Estado griego como un acto público y de culto que se desplegaba en las grandes festividades de Dionisio, el evento en cuanto “representación” era un fenómeno pedagógico y educativo para el pueblo (digamos, disciplinador y regulador de ciudadanía).
Los ritos y festividades en honor a Dionisio fueron evolucionando e incorporando poco a poco la representación de obras teatrales (dramas), constituyéndose en importantes festivales y competiciones artísticas. Este festival o “fiesta dionisíaca” tenía lugar en Atenas y duraba cinco días en primavera. Participaron y acapararon gran parte de los premios la más grande triada de dramaturgos: Sófocles, Esquilo y Eurípides. En este contexto de festividad los actores, con la ayuda de un enmascaramiento rápido y sutil, lograban representar a varios personajes que señalaban distintas modalidades de ciudadanía, o, en su menor grado, formas de vida que eran, o bien valoradas o bien rechazadas por el Estado y la sociedad. El giro de los actores, la máscara que permitía la representación de estas “formas de vida”, ese instrumento de encubrimiento físico, es en nada también una cuestión casual. En el mismo idioma griego donde el signo tragedia contiene el “canto de machos cabríos”, en ese mismo idioma, el instrumento que servía para esta múltiple representación (la “máscara” para nuestro corriente vocablo) no es sino uno de nombre “persona” (del lat. persōna, máscara de actor, personaje teatral, este del etrusco phersu). Derivado de esto, entonces, podemos deducir que así como la máscara es el instrumento de imposición de roles, la persona viene a ser el enmascaramiento que cada uno desarrolla en los distintos roles que asume, pues máscara está íntimamente conectado con el ser persona, y esa persona es hoy el ciudadano. Al no producirse el enmascaramiento, o sea al no asumirse como persona, el ser humano es sólo “vida bruta”. “Nos convertimos, dice Hernán Vidal, y somos convertidos en personas superando nuestra vulnerabilidad orgánica inicial y adquiriendo una superioridad sobre el entorno…”.
La prostituta que nos habla en versículos, aquella que recurriendo al enmascaramiento se hace persona, atenta y se rebela a su propia condición y máscara. “Es que a veces me canso de mi cuerpo” (v.3) “…sumerjo en el anonimato mi cuerpo… “ y “reclamo la identidad arrebatada”. ¿Cuál es esta identidad? “…la infancia bajo cremas”, el “huerto familiar”, “la matiné”, el “pan casero”. Dicho esto por boca nuestra, la protagonista, la máscara/persona se retrae a una infancia idílica, a otra máscara que le protege del dolor de “abrir sus piernas al viento”, apela así a una doble instancia de sobrevida: de una parte la “vida (casi) bruta”, y de otra, la del enmascaramiento. Esa infancia, podríamos asegurar es el preámbulo del tránsito de la “vida bruta” al estadio de persona/enmascarada, el transcurrir de lo que se vive, al acto responsable de reconocer su “cuerpo acostumbrado al atropello” (v.13).
No hace mucho me referí a este libro como el contenedor de dos aspectos visiblemente expuestos: primero, la excusa de escribir para mostrarnos desde lo oculto y segundo el travestismo que el escritor debe asumir al instalar en boca de otro al personaje, aquello que subleva el miedo de ser como se es. En esa oportunidad decididamente instalé un espejo entre este autor verticalista y manipulador y la prostituta que se presta para su juego. Desde aquella mirada podemos atender al hecho de que en verdad el autor y el personaje son los enmascaramientos de una “vida bruta”, camino al despertar como sujeto consciente de su devenir, con todo lo riesgoso que este paso puede significar. En este sentido, es en este punto donde se produce la “pascua” que lleva a otro estadio y Dinko Pavlov nos devela su personaje cruzado también por aquella dualidad. El versículo 18 es categórico cuando sentencia:
“Y no han dejado sanar mi herida, /la han convertido en instrumento /para ser usado /cuando todos descansan; … /Tuve que desconectarla de mi alma /para poder perdonarme /y vivir en otras dimensiones /hasta donde los inquisidores públicos /no me alcancen”
En definitiva, me atrevo a asegurar que estamos en presencia de un texto enmarcado en el simbolismo que estructura la “construcción de persona”, un texto intelectualmente maduro donde se ha roto el espejo antes citado para instalarse en la búsqueda de instrumentos que, apelando a una ética no explicitada, ayuden al encuentro con un estilo de persona reconocedora del desgarro y a la vez inocente de su futuro.
Un segundo aspecto que constituye discurso en el texto, y que no es menor, tiene que ver con lo que hemos denominado “la minucia de nuestro pasado”, la revalorización de lo cotidiano como agente articulador de la Historia. A la hora de una evaluación general de la Historia que nos ha tocado conocer, podemos decir que ésta se refiere y articula como una sucesión de hechos mayúsculos. Estamos recargados de héroes que demarcan fechas y espacio geográficos de nuestros territorios. La gran voz épica si pronuncia a partir de batallas conducidas por grandes hombre; la acumulación de conocimiento humano (sea de si mismo o de natura) está dado por fenomenales aspirantes a dioses.
El terreno de la vida cotidiana es un espacio dejado de lado, abandonada a la acción más mísera, por lo que al volver nuevamente nuestra mirada a la que abrió las piernas al viento no podemos sino reconocer en ese discurso un autor que viene a reinstalar a sus personajes en cada una de las circunstancias que el devenir cotidiano les depara. Consciente de ello, nos va introduciendo en el mundo más precario y mineo hasta hacerlos personas que semejan la humanidad toda. No escatima en ahorros lingüísticos para hacernos entrar en sus habitaciones, privacidades y sueños.
El texto es entonces el soporte de vidas y ya no de hazañas.
La autobiografía, testimonio, historia de vida, o como quiera llamársele, viene a ser un instrumento catalizador de este tipo de literatura. Digamos entonces que tampoco se resuelve como casual la bajada de título del libro, esa intencionalidad de destino que irremediablemente involucra a un «otro» que observa la «vida bruta» desde un atalaya castigador. Desde allí el autor nos advierte, nuevamente, que estaremos escuchando la voz privada de un personaje cercano al ser humano y no el relato tremendista de la narrativa de ficción, nos refiere a la narración secuencial de hechos que vienen a constituirse como anécdota (la “historia” que se quiere contar). Nos acerca a un estilo directo, desplegado en su contenido y con destino conocido, nos lleva a una voz indicativa del sujeto de acción, del “testigo” que Jorge Narváez lo acerca al evento fundacional de “un discurso cultural”; testigo que “ve y cuenta”, por lo que este autor abandona su cetro para “decir” desde una verdad (segundo elemento determinante en este tipo de discurso) que se respalda en su propio génesis. Nos invita también este libro a vivir la intensidad de un texto hecho de «vida bruta»
El concepto intensidad, ¿lo entiende e instala Pavlov atendiendo al cúmulo de conflictos que se suceden al Renacimiento o al renovado concepto de individuo que asume y levanta como bandera el naciente burgués deseoso de mano de obra y “libertad” de comercio? Supongamos que este intensidad se resuelve por el sólo hecho de una creciente conflictuación existencial e histórica del ser humano, entonces el texto nos lleva en línea directa a una culminación de este proceso por la vía de aceptar el discurso postmodernista que guarda relación con el fin de los mega-relatos y la nueva instalación de un relato que se construye sobre la individualidad, dejando de lado el arsenal de conceptos que arrastramos, justamente, desde el Renacimiento. Por este camino irremediablemente caemos en la trampa de que en esta nueva realidad la Libertad ya no es tal sino una embrollada articulación de rebuscados mecanismos individuales y el proceso de individuación se diluye entre la metáfora y el suicidio de lo colectivo.
Si Pavlov nos quiere llevar por el camino de un individuo funcional a las fuerzas económicas, sociales y políticas que se gestan en el Renacimiento y en este trecho de tiempo esta funcionalidad se ha hecho cada vez más intensa, entonces el autor no hace si no reconocer y adelantarse al fracaso de ese discurso al observar un ser humano que comienza el siglo XXI bajo el alero protector de ser sólo individuo comercialmente constituido. Dicho en otras palabras, el autor proyecta el individualismo capitalista al extremo de instalarlo en “nuestros tiempos” como un ser cada más “autoconsciente” (en la medida que está cada vez más lejos de su origen) pero también cada vez menos libre, lo que termina siendo una nueva contradicción ya que al “caracterizar la existencia humana”, la libertad, que se ha perdido en la búsqueda de la individuación económica, o sea, el soporte de una divagación elíptica, volverá sobre si misma llevándolo a un reencuentro intrauterino, lo que no es otra cosa que el mismo suicidio de lo colectivo.
Participamos entonces, producto de la descontextualización, de este doble suicidio teórico dejando al individuo no frente a su historia como especie, si no enfrentado a las capacidades que como tal (o sea, como individuo) es capaz de alcanzar. Una visión existencial que se atropella más adelante en el proceso de socialización ordenada y dirigida de aquella que se re-hace desde el discurso.
¿Qué tenemos? Un individuo conflictuado al tener que entenderse consigo mismo y con ese instrumento que aspira ordenarle y controlarle socialmente. La Libertad y su conquista quedan instalados en medio de este conflicto que podemos apurarnos en calificar como de corta vida ya que en definitiva es el “orden social” el que determinará el “uso” que ese individuo de a su propia libertad.
Así las cosas, no puede el texto terminar si no es desde el propio enmascaramiento del recuerdo, no ya como ser que se traslada desde una máscara a otra, si no como aquel que ha hecho de su último enmascaramiento un gesto de amor:
“Amortajada por caricias irreverentes, /mi piel se marchita lenta /cada aurora.”
Ha recorrido, la que abre sus piernas, por la condición de niña, de objeto, de mercancía, de “anónimo cuerpo”, de pecadora, de mujer, de esclava, de sufriente y rebelde, para terminar, con la mortaja, perpetuada en la simple caricia que nuevamente le enrostra su condición de objeto nocturno.
(1) Entenderemos “versículo” como cada uno de los versos de un poema escrito sin rima ni metro fijo y determinado, en especial cuando el verso constituye unidad de sentido. Tercera acepción dada por la Academia a este concepto.