Max Oñate Brandstetter
“La economía se hizo global, el Estado siguió nacional
y entre los dos la sociedad, huérfana del Estado
y a merced de los vientos globales,
se atrincheró cada vez más en lo local”
Manuel Castells
El desarrollo y modernización del Estado, como también de la sociedad humana, contempla un permanente rechazo a la violencia, tras el establecimiento de mecanismos civilizados y modernos para la resolución de conflicto. Bajo este prisma la violencia nos parece (a nosotros, ciudadanos modernos, democráticos, occidentales y “evolucionados”) como algo totalmente inaceptable, básicamente porque se trata del daño físico de un ser humano contra otro; pero ¿Por qué “poseemos” esta forma de pensar? ¿Habrá algo en nuestra cultura que nos obliga a rechazar ciertas acciones que pretenden bautizarse en la categoría política, cuando en realidad pertenecen al salvajismo y la barbarie, justificada por ideologías extremistas?
Los griegos (quienes se conocían a sí mismos como helenos), principalmente Aristóteles (1), sistematiza las esferas del acontecer político en dos grandes dimensiones: por un lado la dimensión arquitectónica (organizacional, funcional u operativa) y la dimensión conflictual (violencia política, revoluciones, golpes de Estado, insurrecciones, conspiraciones, etc.), entonces ¿Cuándo se instaló una nueva forma de pensar (o sancionar moralmente ciertos aspectos de) la política?
Tras el acontecimiento de la revolución francesa, los liberales (jacobinos) redefinieron la concepción del mundo (ideología pretendidamente universal), abandonando la dimensión del conflicto político (aunque solo fuese una formalidad lingüística), quizás para asegurar la estabilidad y perdurabilidad del régimen burgués. Acusando que la violencia política formaba parte del antiguo régimen y que ningún hombre moderno e ilustrado debe proceder con las metodologías del bárbaro e incivilizado pasado (toda esta argumentación se establece, a pesar de que el gobierno jacobino fue resultado de una violenta revolución política sin medios “civilizados” de hombres modernos e ilustrados).
Cabe señalar que la composición política de la vieja democracia caída (1973), con matriz “Estado-céntrica” (como diría Garretón), en todo el espectro político estaba instalada la lógica de los partidos y/o movimientos de masa, los que ejercían la función en que los militantes tenían el “derecho” de “marchar por el líder, apoyar públicamente al líder, seguir al líder, pelear por el líder, etc.”
De esta forma, los partidos, la política institucional, la movilización y la ciudadanía se fundían en un todo orgánico, donde efectivamente aparecían –los partidos- como vehículos de la movilización que trasladaban demandas y peticiones ciudadanas, que influenciaban trayectorias e incluso instalaban por sí mismos reformas políticas.
Al reincorporarse una democracia posterior al gobierno de facto, la visión del quehacer político no radica en quien “moviliza más ciudadanos”, sino que se rearticula una forma de construcción política que necesita la pasividad ciudadana, el consenso y el cambio por omisión popular, que solo se puede manifestar y concretar cada 6 años (en la actualidad cada 4) en las urnas.
Esta ciudadanía desmovilizada, convertida en un sujeto pasivo, sin determinación política alguna, distanciada por tanto de los partidos, que en esta matriz “mercado-céntrica”, se preocupan más de la “dimensión arquitectónica y la administración pública”, que en la defensa de intereses colectivos.
En estas condiciones políticas, se ha construido a través de los años, la lógica de los movimientos sociales, casi totalmente antipartidistas, con lógicas de organización horizontales y propias de los involucrados en sus metodologías.
Desde esta perspectiva se desarrolla una movilización con todas las herramientas necesarias para permanecer en la escena política, para dar continuidad a sus propias reivindicaciones, subsistir a pesar de la represión, etc. Por tanto el ente validador de la violencia de los movilizados no puede ser una autoridad política desligada e incluso causante de los problemas vitales de los movilizados.
En la productividad y el localismo de la reivindicación chilota en particular, consiste en que, como señala Miguel Pillampel (locutor de radio Nahuel): “El chilote despertó, se dio cuenta del daño. No es marea roja. Es daño ambiental de las salmoneras”.
Este es el dilema del libre mercado, pues entrega materias primas sin protección (ni del medio ambiente, ni del recurso mismo a largo plazo, ni tampoco de la población que allí habita) pero nadie pensó en que sólo a través de los años de acumulación de explotación de recursos en razón del crecimiento económico, se generaría la falla productiva determinante y es la principal causa de la movilización de Chiloé y Puerto Montt.
Otro punto que hace mella en el conflicto productivo, es el hecho de que hayan arrojado 9.000 toneladas de salmón muerto al mar, que influye e impacta directamente en el equilibrio del ecosistema marino y costero de la zona; fenómeno que se le atribuye al “fenómeno del niño y el calentamiento global”.
Pero en este punto específico queda manifiesto que los ciudadanos-electores votan periódicamente en las elecciones, pero no deciden nada por sí ni para sí mismos, ni de sus recursos ni de ningún tema trascendental como pobladores, puesto que (la democracia representativa y su lógica delegativa) los parlamentarios electos y el resto del aparato público es quien decide por sobre la voluntad de todos los chilenos (puesto que bajo ese criterio salen elegidos).
El problema central en términos de recursos pesqueros son las cuotas de extracción para la pesca local, mientras que las pesqueras destruyen la flora y fauna marina, arrasando con todo lo que existe y teniendo derecho soberano por sobre todos los pobladores del sector.
Esta combinación de factores es la que ha instalado esta movilización actual y que lleva más de 10 días en lucha ininterrumpida.
El primer sector regional en movilizarse fue Quellón, puesto que ahí se detectó la marea roja y comenzó el conflicto por tratarse de la principal actividad comercial y de vida de la zona; a lo que se sumó Ancud y luego Castro. Esta última zona se movilizó activamente como respaldo de las zonas paradas, y para adelantarse a su futura crisis por la “marea roja”.
Este localismo “anti centralista”, provocado por todo lo que ya señalamos es lo que está entrando en pugna (aunque sea aún en una pequeña medida) con el paradigma neoliberal.
¿Cuánto más resistirá la movilización que se amenaza a sí misma permanentemente con el desabastecimiento? ¿Cuál será la mejor manera de resolución del conflicto? ¿Los chilotes movilizados estarán pensando en la “asamblea constituyente”? ¿Tendrá aquello alguna incidencia contra la depredación de los recursos naturales?
(1) En su libro “La Política”.
El autor es Cientista Político, licenciado de la Universidad Academia Humanismo Cristiano.