Por Aníbal Ricci
Paseo a Atenea por calle Villaseca, son las diez de la noche y es la primera vez en el día que siento que no soy un zombi. Las luces del departamento no lograron despertar mis sentidos. La reclusión es necesaria, pero las emociones han estado desconectadas desde ayer. En Netflix visioné una serie sobre personas que desaparecían durante un viaje de avión. En cinco años fue imposible dar con sus paraderos y ahora aterrizan en Nueva York. La vida también estuvo suspendida durante ese lapso. Cristian Cottet me recibió en su casa de La Florida cuando mi cordura pendía de un hilo. Fue acogedor al principio, pero en cuanto no subí la tapa del retrete decidió que debía irme al día siguiente.
Venía huyendo desde Viña del Mar donde las voces me arrinconaron en cada esquina. Le pedí a Jordi alojarme en su casa mientras estabilizaba mi cerebro con acupuntura. Pero al cabo de una semana, mis gritos nocturnos empezaron a preocupar a su pareja. Pidió que buscara donde alojarme y contacté a mi editor. Vagaba como gitano entre Estación Central, Ñuñoa y ahora en La Florida imploraba ayuda a Cristian. Lloré desesperado y aceptó que me quedara. Desde el episodio del escusado tuve que amoldarme al cien por ciento. Cristian es un buen chato, pero algo neurótico. Debía levantarme temprano y quedarme sentado siempre en el mismo sillón. Meditar todo el rato, debido a que era el único momento del día en que cedían las voces. Llegaba a almorzar puntual a las dos y cada uno cocinaba día por medio. Cuando estallé en llanto fue porque Igor no me recibió en su casa y esa noche no tenía donde dormir. Durante el día de todos modos abordaba el Metro e iba a su casa de Providencia. Me seguían por todos lados y mientras conversaba con él las voces al interior de los vagones repetían su mensaje. Maricón de mierda, no tienes escapatoria… era lo menos agresivo en esos repiqueteos de mi subconsciente. Conversaba con Igor y la gente doblaba en la esquina y proseguían la vigilancia. Lo bueno de hablar con otra gente es que tu propia voz va tapando las otras voces. Cada línea de Metro despedía sonidos diferentes que se transformaban en gritos dentro de mi cabeza. La línea cuatro me dejaba helado debido a que tenía patines de acero y las voces internas se amplificaban a un volumen mayor. De vuelta rumbo a casa de Cottet, tras bajarme en estación Trinidad, mantenía una botella de néctar aferrada a la mano y a la primera que alguien se acercara, no dudaría en reventársela para dejarlo inconsciente. Voces infernales llegando a Trinidad Oriente 421 cuando el corazón recién bajaba sus pulsaciones.
Atenea se interna en el antejardín del edificio y orina en el pasto. Las emociones de la serie de televisión habían vuelto algo de humanidad a mi existencia. Pero durante el día fue imposible volver a conectarme con esas emociones. Rocío seguía en el sur y su ausencia me parecía definitiva, que mi vida no tenía futuro y por esa razón me drogué quizás buscando una sobredosis. Seguía más vacío que antes de haber jalado esos cinco gramos y caminado por las calles de las comunas de Santiago, Providencia y Ñuñoa. Atenea salió del pasto y cruzó hacia la vereda que rodea el convento. La luz cambió su temperatura, fue instantáneo. Todo ese día había sido monótono y gris, pero esa vereda era la que me conducía al departamento de Rocío. Ella a mil kilómetros en el lago Llanquihue, pero ese solo recuerdo hizo que la noche compusiera su caligrafía. Daría una vuelta a la manzana con la perrita y el rostro de Rocío, esa primera vez en que le regalé un par de libros, hizo que mi corazón saltara y percibiera de nuevo los colores.
La casa de Cristian era como una casa de campo en medio de la ciudad. Los sonidos y las voces se modulaban en otra frecuencia. Era curiosa la paz que irradiaba un ex integrante del MIR. Se respira humanidad en todo el patio donde Patana y Carlina dormían durante las noches. Las gatas ahuyentaron todas las malas vibraciones. Escuchaba conversaciones extrañas de los vecinos, pero esas gatas custodiaban las panderetas y mantenían a mis celadores fuera de alcance. Solo en las tardes con la música de Ismael Serrano. La voz cadenciosa del cantautor madrileño atrapada en una especie de telaraña, historia de amor que todavía no me bendecía. Me desvisto en la tormenta y grito tu nombre en la calle. Estaré desesperado en el futuro porque la mujer que amaré amenaza con irse y está desconsolada mientras voy corriendo por Villaseca. Le digo que la amo, pero no me cree. Cada vez que hacemos el amor soy ese hombre feliz inconcebible. Su pubis virginal que beso desquiciado. Me dice que ya no quiere verme y por el celular le suplico. Llego al hall de entrada de su edificio casi sin aliento. Creo que la sorprendí porque el conserje me dejó pasar. Abre la puerta y está triste, la abrazo y volvemos a estar juntos. Nos besamos y ese dramatismo no necesita excusas para emborracharnos. Sus hijos ya se han acostado y brindamos en unas copas donde el vino refleja las almas. Repito varias veces «ahora que te encuentro» y todavía no he prestado atención a la lírica, pero la música es un mantra y sigo meditando, tres respiraciones conscientes e intuyo a la mujer que me quitará el aliento. Sus senos tímidos que dibujan mis manos. Cruzo Simón Bolívar y quedan pocas cuadras para llegar donde Rocío. La mujer inteligente que todo lo cuestiona. Sigo amándola hasta Sucre y estos libertadores sudamericanos desatan mi corazón. Enumera argumentos para impedir que estemos juntos, pero sé muy bien que si llego a su puerta ella traducirá el amor de mis ojos. Es extraño estar enamorado, jamás lo imaginé en la cabaña de Horcón. Vivía en medio de preemergencias ambientales, no quería escribir, pero las líneas de cocaína llenaban ese vacío haciendo vibrar el porno. Fue estúpido pensar que podría satisfacer al cuerpo con imágenes carentes de afecto. Venía huyendo de encuentros furtivos que se enredaban en historias tortuosas. El porno aparentemente inofensivo suponía llenar ese vacío, pero la adicción avanzaba y las voces estaban a la vuelta de la esquina. Me intoxicaba a solas, pero los vecinos escudriñaban tras las cortinas. La propiedad privada les importa un comino. No imaginaba que Rocío me invitaría a su intimidad. Ahora que te encuentro todo se vuelve verdad. En Hernán Cortés estaba la casa de Jürgen donde tantas veces tomé onces alemanas con strudel de manzana. Antes de conocer a Rocío acudí a un café con piernas y pasé horas con dos chicas. No era tanto el placer, sino que el dinero aplazaba mi desquiciamiento. Ninguna emoción que valiera la pena. Ni siquiera quería ver películas nuevas, sino esas antiguas de la saga de James Bond. Darme cuenta que soy un espía voyerista de mi propia desgracia. Me observaba teniendo sexo, pero esa sensación de estar filmando entre cuartos de moteles hacía realidad ese simulacro de movimiento. Me estrellé contra el pavimento, destrocé el rostro contra el asfalto. La destrucción del alma reflejada en ese rostro. Sin poder salir a tomar un café, esperando restituir neuronas en un restorán. Bebiendo unas cervezas hasta que Rocío apareció en la mesa de al lado.