Por Aníbal Ricci
París, Texas, dirigida por Wim Wenders, 1984
Hay películas icónicas que marcan una época, ésta es una de ellas, pero hay otras que nos permiten ingresar por sus distintas ventanas y reinterpretarlas, salir renovado o destruido por imágenes que se cuelan en nuestro inconsciente. Wenders me rompió la cabeza cuando vi París, Texas por primera vez, me mostró un futuro incierto, jamás intuí en ese entonces que mi vida se iba a descarrilar en años venideros.
Travis, el protagonista, camina sin rumbo por el árido Texas, no puede cicatrizar lo que ocurrió, apenas hilvana su historia con Jane (Nastassja Kinski). Lleva cuatro años deambulando por el desierto, dicen que estuvo en México escapando de las sombras, su hermano lo rescata y lleva por carretera a Los Ángeles, volverá a ver a su hijo que está por cumplir ocho años. Hunter apenas lo recuerda de unas cintas en ocho milímetros, parecía que Travis y Jane eran felices en el pasado, se notaba amor en sus miradas.
Travis recupera el habla en el viaje, empieza a reunir las piezas, el cowboy solitario deja atrás los parajes del Lejano Oeste y los pasajes de su historia retornan a un camino de cierta cordura, la cronología lineal se recompone. «Jane quería algo y no supe qué era… no me di cuenta de la rabia que sentía». No la ve porque ella es todo, un mundo más grande que él, la observa desde su pequeñez, la ama, la idolatra, pero no se da cuenta del rencor que esconde, simplemente no la veía. Ella era una idea, una imagen maravillosa, asombrosa, un sueño que terminó pronto y dejó llorando al protagonista.
Nastassja era una mujer «mundana» (mi madre no lo era), merecía que le compraran el mundo, que le ofrecieran un moderno piso de hotel. En la habitación 1520 la espera Hunter. Travis le ha dejado una grabación donde le explica que tiene que estar con su madre: «Lo que más deseaba no va a ocurrir nunca», acontecerá en otro tiempo, será otra la mujer que me amará. Travis conduce solo, enfocan la cabina en un contrapicado perfecto, su mente viaja en el tiempo, la mujer de ojos azules todavía no lo rescata de las tinieblas. Jane aparece por un costado del encuadre, abajo la espera Hunter en el otro extremo. Se abrazan en el centro del plano fijo, ella desciende a su altura, Travis los ha vuelto a reunir, observa desde lejos con unos prismáticos, la noche verde valida su proeza, le da luz de aprobación luego de tantas rojas y amarillas. Se monta en su viejo coche y se aleja por las carreteras de Houston.
Traspasó el letrero «Exit» una primera vez, ella estaba tras las cortinas azules. Travis se sentó en la cabina y cogió el teléfono, Nastassja de jersey rosado y labios rojos, dispuesta a escuchar, pero el hombre cuelga el teléfono y sale a tomar unas cervezas en un bar solitario. Las calles vacías, no es el polvo del desierto, pero definitivamente es una clásica escena del Lejano Oeste. La cicatriz no es más que un agujero que lo dejó sumido en la más absoluta soledad.
La segunda vez que Travis enfrenta al espejo se coloca de espaldas. Sólo así puede desnudar su corazón: «Él la quería más de lo que creía era posible», le confiesa a Jane, habla de sí mismo en tercera persona. Dejó el trabajo en la Universidad Arcis, sólo quería estar con esa mujer oscura, pero ella se empezó a preocupar. Travis se daba cuenta de que ella no lo amaba y se le hizo habitual emborracharse, igual que el padre de esta Nastassja morena de ojos profundos, la historia se repite, él no la podía ver en realidad, la idea lo era todo y esa imagen era suficiente para seguir existiendo.
Travis creía que ella veía a otros hombres. Volvía del trabajo y siempre había un amigo o su exmarido con el pretexto de buscar al hijo. Él era un tipo razonable, decía que no era celoso. Vivían en un departamento muy lejano, en una galaxia muy lejana junto a cinco gatos y Hunter. Jane todavía no sabía que estaba embarazada, pero Travis debe haberlo intuido. Él cambió, dejó de beber y deambular por las calles de Santiago. Ella decía que se sentía sola, pero Travis tenía que seguir trabajando.
Nastassja fumaba marihuana y esnifaba cocaína, él no, aunque después aceptó compartir el vacío que ella sentía y comenzó a hacer desaparecer kilómetros de líneas blancas, que lo internaron en una carretera sin retornos. Mientras más se drogaba, más se asustaba Jane, que tenía que proteger a Hunter. Ella comenzó a estar siempre enojada, el niño le parecía una injusticia, en realidad lo adoraba más que a Travis. El hombre que no era celoso, ahora no podía controlarse. Trabajaba y llevaba comida a la casa, ya no sabía que hacer: el sexo no era suficiente, se hizo cada vez más violento.
Luego de dos años, él sabía que no podría retroceder el tiempo, su salvación estaba en el futuro, pero todavía no lo sabía. Ella se sentía secuestrada con Hunter, como una prostituta, él la amaba tanto, pero todo se volvió tan retorcido. La ataba para que no huyera, lo lógico era darle libertad, no el dinero justo para la mercadería, en realidad no tenía más, estaba endeudado hasta lo indecible.
Sentado en una butaca del cine Normandie, ya no aguantó más. Las muelas ardían y la mandíbula y el cerebro eran reflejo de un dolor más agudo. Afuera, en calle Tarapacá, buscó el auto estacionado. Casi no podía razonar, necesitaba acudir a urgencias y que le inyectaran un sedante. Cuando despertó estaba en llamas, Jane lo había dejado quemarse de soledad: «No me di cuenta de la rabia que sentía».
En la cabina, Travis giró la lámpara para hacerse visible, pero él no era un genio, sino un sujeto tosco que no sabía cómo amar. La pantalla es como un altar: la violencia de las imágenes hizo que abandonara el cine. Jane también les dio la espalda a las imágenes y prometió buscar a Hunter en la habitación 1520 del Hotel Meridian.
Una década ha pasado y Travis está en la espera de la Clínica Indisa. Ya no son las muelas, recuerdo la máscara tribal de la habitación donde conocí a la mujer de ojos azules. Llevaba cuatro años sin tener sexo y esa vez los estertores de placer sólo fueron calmados por esa mirada dulce. Me sentí amado por primera vez y ahora los doctores intentan bajarle la presión arterial a mi mujer. Estaba retorciéndose de dolor. Yo la amo con todas mis fuerzas, pero quizás ella sólo se aferra a una imagen. Mis decisiones no han estado a la altura y ya no puedo hacer demasiado por calmar su dolor. Amar no parece ser suficiente.