Cristian Cottet
La impunidad, palabra que en su origen apela al castigo, resulta ser el resabio de un vocablo cargado de eufemismos y dobles sentidos, donde la verdad y la consecuencia de ésta no dejan lugar al franco desarrollo de la historia. Impunidad, derivada de punitivo, de castigo vinculado a la justicia, es la mejor palabra que resume nuestras desarticuladas historias, aquella que deja sin castigo en su afán de instalarse en un proyecto de futuro. Se fue impune cuando se asesinó al habitante natural, se lo fue cuando el libertador debió “imponer orden” y pasó por cuchillo a los que habían combatido a su lado. La política es el acto de sumar (no se sabe, eso si, qué se suma: si personas o muertos, si entusiasmos o enemigos), para otros es lograr lo posible (tampoco esta muy claro el límite de lo imposible). La impunidad y su alevosía no descansan, se mueven entre silenciosos y agotadores resquicios históricos. Aprovecha la desvergüenza humana para sostener el mismo sistema que le insufla energías, levanta monumentos a la tortura (como es el caso de Caupolicán) y se les adora como diosidades que reúnen.
Resta, eso si, preguntarse por ese otro que acompaña al que escribe, al que narra y se desvela por establecer un nexo con lo imposible. No olvidemos (y esto queda para otras páginas) la literatura indígena que, sobre todo en Chile, se empodera desde el atalaya del idioma español, esa literatura indígena que al no encontrar (o simplemente ignorar, como ejercicio también de mala fe) su igual que lo lea y cultive, se refugia en textos cargados de hispanidad. Como se dijo, el otro siempre esta presente a la hora de escribir: sea como lector o como sujeto que espera la hora del despliegue de su narración.
Colón no sospechó su fama, la poblada si. Y en esa disyuntiva se juega la verdad instalada, la perfomance, la ficción, el desvelo identitario y la memoria.
Esta investigación no busca más que develar esas marcas en un territorio nítidamente ubicado, Andacollo y su calendario de ceremonias religiosas.
Quizás uno de los debates más importantes a la hora de determinar el origen de estas expresiones devocionarios sea la planteada por el antropólogo Claudio Mercado, quien asegura que:
Los primeros antecedentes de los bailes chinos los encontramos en las flautas del llamado “Complejo Aconcagua”, cultura que habitó la zona central de Chile entre el 900 y el 1400 dc., antes de la llegada de los españoles. Luego tomamos conocimiento de esta ritualidad durante la conquista y la colonia a través de crónicas y viajeros, y vemos su desarrollo actual como una tradición que aglutina social, cultural y religiosamente a los descendientes de aquellos pueblos indígenas, mestizados con la sangre española.
Mientras que el sacerdote Principio Albás plantea que ese origen se encuentra en la localidad de Andacollo y data de 1585. Dice Albás:
…la existencia de los bailes de danzas que festejaban a la Virgen en sus fiestas de Andacollo se remonta a los años 1585 o 1590, como se deduce del Libro de los Bailes, que poseyó el famoso cacique don Laureano Barrera y que existe todavía en Andacollo. (Albás. Pp. 32)
No es posible contradecir ninguna de estas dos aseveraciones, pero si determinar los contextos en que se plantean. Si seguimos la lógica de Mercado, ésta refiere a la llegada de las avanzadas incas al lo que hoy es Chile. Reconocer esto no es más que decir la verdad, pero en ese periodo, teniendo como cuna cultural el “Complejo Aconcagua” la devoción u ofrenda no era a la virgen, si no (en el mejor de los casos) a la Pacha Mama u otra diosedad traída desde el Cuzco. En cambio, Albás (teoría a la cual me adhiero) instala esa data como parte de la devoción (especifica) a la Virgen de Andacollo, o sea, una devoción católica, que resulta de un extenso proceso sincrético entre lo que se reconoce como devociones paganas por los españoles y devociones cristianas. Lo que hoy reconocemos e identificamos como “bailes religiosos” son justamente aquellos que se expresan en torno a ritos y ceremonias católicas.
La vigencia y constantes actualizaciones de estas ceremonias vienen a demostrar que existe una íntima relación entre las dos expresiones, tanto las ceremonias en el contexto del “Complejo Aconcagua”, como en los desarrollados a la sombra del catolicismo
Digamos, primero, que trata de un seguimiento directo y en terreno del desarrollo de ceremonias religiosas en la comuna de Andacollo. Un acercamiento que prioriza la observación directa, con instrumentos de trabajo como la entrevista, el “estar ahí” o la conversación informal. Por lo mismo se trata de una estrategia cualitativa, en lo fundamental, sin mezquindad en la voz de los protagonistas y con un fuerte apoyo visual (fotografías).
Estoy convencido y consciente que “estar ahí” sobrepasa la pura observación o registro etnográfico, se hace necesaria una narrativa vertical venida desde la academia y no desde el propio usuario. También estoy conciente que toda investigación no logra más que atrapar parte de la instalación, por lo que muchos términos y conceptos deberán ser re-definidos y reinstalados, haciendo, con esto, un renovado ejercicio memorialista.
Para Rosana Guber el concepto de reflexividad no posee un sentido acabado ya que no lo plantea como una técnica ni como un estamento definitivo. Muy por el contrario, para ella la reflexividad tiene que ver con un proceso, una “íntima relación entre la comprensión y la expresión de dicha comprensión”. Esta relación se da en la dinámica de tres elementos que se expresan y despliegan en el trabajo del etnógrafo: primero, la “carga” cultural que el etnógrafo trae de su propia comunidad; segundo, la visión teórica del investigador frente a esta nueva comunidad; y tercero, la propia mirada de la población estudiada.
A cada uno de estos elementos Guber les reinstala como “reflexividades”, haciendo de este proceso una cuestión mecánica. Si bien el concepto reflexividad de Guber se detiene en el sólo fenómeno de la relación entre el ver y el contar (que podemos denominar como una cuestión de mera narrativa), lo cierto es que el proceso reflexivo no se detiene en esto y menos en el desarrollo del trabajo de campo ya que la complejización de esta múltiple relación no acaba sólo en la “construcción y definición”, si no que avanza en el choque y disputa que tanto el investigador como la población observada desarrollan. Guber se acerca a este choque cultural cuando introduce la “vigilancia” como una cuestión de análisis, pero no es suficiente.
Lo reflexivo es aquello que se reflecta, que se refleja, aquello que retorna como un igual-transformado, como un otro y que se desenvuelve con el “originario” sólo como una lucha de verdades. Al momento de instalarme frente al espejo lo que tengo frente a mi es mi reflejo, no soy yo, pero tampoco es ajeno a mi. Ahora, si me instalo frente a ese mismo espejo con otra persona al lado la imagen ya no es un “yo” si no una “otros” que se desenvuelve en la relación que yo y la otra persona tenemos frente al espejo: si estamos discutiendo el reflejo será distinto a que, si estamos riendo y, por ende, lo que “se vea” el denominado espejo será “interpretable” como amistad u odiosidad (con la infinita variedad de posibilidades). Entonces, lo reflexivo está dado más en el proceso de mirar en comunidad y en conflicto que en la mera sobreposición de miradas.
Esta reflexividad viene dada, como lo dijimos, por el conflicto, por el choque, y su resultado no está dado si no por la construcción simbólica que se establezca. Esto en el trabajo de campo viene a ser el meollo a resolver a la hora de saber qué se estudia, como se estudia y para qué. La simbolización que una cultura establece deviene del conflicto, de la imposición y el destino último de lo simbolizado, si el etnógrafo (con su propio via crusis simbólico) no descubre el quiebre de su reflexividad, la comunidad y él estarán en permanente conflicto de identidad. El abandono en este proceso juega un papel importante.
La autora, a partir de una mirada clásica, diferencia lo que denomina como “los dos paradigmas dominantes de la investigación social”: el positivismo y el naturalismo (más adelante volverá sobre esto), instalándose en el segundo como una opción para el etnógrafo. A partir de esto nos trae como contexto la “etnometodología”, que vendría siendo una mecánica conceptual desde donde el etnógrafo se instale para enfrentar las comunidades a estudiar. Una “metodología” que se direcciona sólo al “trabajo etnográfico” y que estructura una relación (observador-observado) que por su propia naturaleza no es más que un conflicto.
El lenguaje como conocimiento y “hacedor cultural” es el instrumento eje de este proceso, dado que al nominar se hace, pero también (lo digo yo) al hacer se interpreta. Quizás esta sea la clave de la reflexividad. Aquí, la reflexividad como un todo, como paradigma de conocimiento en el trabajo de campo del etnógrafo, cruzando disímiles estadios que llegan, en su propia contradicción, a constituir la realidad estudiada. “Al producirse el encuentro en el campo la reflexividad del investigador se pone en relación con la de los individuos que, a partir de entonces, se transforman en sujetos de estudio y, eventualmente, en sus informantes. Entonces la reflexividad de ambos en la interacción adopta, sobre todo en esta primera etapa, la forma de la perplejidad”.
Esta “perplejidad” es el choque cultural. El investigador se encuentra de golpe con la confrontación de su propia lectura de los hechos (su propia reflexividad) con la que los sujetos de estudio poseen. Esta relación viene a ser… “el proceso de interacción, diferenciación y reciprocidad…”.
La característica fundamental de la observación participantes esta dada por ser una dinámica, un movimiento de interpretaciones, entre dos sujetos que comparten el proceso de investigación: de una parte, el investigador y de otra el investigado, donde cada uno de los dos componentes (participar y observar) se entrecruzan y asumen relevancias disímiles que sólo el propio desarrollo de los hechos determina. “La “participación” pone el énfasis en la experiencia vivida por el investigador apuntando su objetivo a “estar adentro” de la sociedad estudiada. En el polo contrario, la observación ubicaría al investigador fuera de la sociedad, para realizar descripción con un registro detallado de cuanto ve y escucha”.
Este “movimiento” del investigador da pie a dos “accesos” a la comunidad investigada, a la simbolización que ella ha desarrollado y, por lo tanto, a la tensión de poder e interpretación que se desenvuelve en su seno, a esto Guber denomina “la tensión epistemológica”. Cuando “observar” y cuando “participar” es un asunto que se resuelve en la contradicción del trabajo. Con sólo observar no se puede alcanzar una clara certeza del conflicto y la simbolización queda atrapada sólo en la forma, en su exterioridad gráfica. Con sólo observar la reflexividad conflictuada se rigidiza y pierde profundidad al carecer del choque cultural.
Por otro lado, la sola participación desemboca en lo mismo ya que el investigador se niega como tal y se instala en el extremo opuesto de su propia contradicción. Él no es un “natural”, un objeto de estudio, por lo que al desprenderse de la observación se aliena en el devenir interpretativo de la comunidad que estudia.
Todo esto “obliga” al investigador a descubrir “el punto de inflexión”, que no siempre es algo previsto. “La experiencia de campo suele relatarse como un conjunto de casualidades que, sin embargo, respeta un hilo argumental”. Valga, entonces, esto como un punto de quiebre para definir cuando enfatizar en uno u otro polo (la observación o la participación) del trabajo de campo: Son los hechos cotidianos y de inflexión en la relación reflexiva lo que dará la pauta o señal. “Los roles de participante observador y observador participante son combinaciones sutiles de observación y participación. El “participante observador” se desempeña en uno o varios roles, explicitando el objetivo de su investigación. El “observador participante” hace centro en su carácter de observador externo, tomando parte de actividades ocasionales o que sea imposible eludir”.
La frontera de uno u otro proceso es asunto que el investigador debe descubrir. “Reconocer esos límites es parte del proceso de campo”.
La entrevista es un instrumento del etnógrafo, mediante el cual puede acceder a información para su investigación. Dicho así, esta llega a ser “una relación social a través de la cual se obtienen enunciados y verbalizaciones en una instancia de observación directa y de participación”. Sea como instrumento, sea como relación social, lo cierto es que la entrevista en cuanto relacionada con el trabajo de campo es una de las expresiones del choque reflexivo, el espacio desde donde el investigador (con su propia carga) deberá “regular” el conflicto de reflexividades. Esto que denominamos “regulación” lo entendemos como el manejo de situación que el etnógrafo debe enfrentar al acercarse a un informante.
La “entrevista etnográfica” puede desarrollarse, entre otros, por dos caminos:
-El positivista, o sea el hacer de la entrevista un vehículo desde donde el investigador se acerca a esa realidad externa para asirse de ella por medio del entrevistado. Esta visión de la entrevista lleva a definiciones fundamentales que le determinan: “la realidad” es algo externo, estático, observable, absoluto; el entrevistado es el vehículo mediante el cual se puede “conocer” y estudiar dicha realidad; la entrevista comienza y termina determinada por un tiempo y espacio acotado a priori.
-De otro lado está la posibilidad reflexiva de hacer de la entrevista una cuestión que se desenvuelve en torno a la propia ceremonia/dialéctica entrevistado/entrevistador. Allí ambos agentes llegan al evento con sus propias miradas (reflexivilidades) para dar forma a una tercera que se conjuga y potencia con las de ellos.
Desde esta perspectiva “la realidad” se hace en el proceso de entrevista. “En los manuales clásicos, dice Guber, la entrevista sirve para obtener datos que dan acceso a hechos del mundo”. En cambio, “…la entrevista antropológica se vale de tres procedimientos: la atención flotante del investigador; la asociación libre del informante; la categorización diferida, nuevamente, del investigador”. Para Guber estos “procedimientos” se definen como:
-Atención flotante: un modo de “escucha” que consiste en no privilegiar de antemano ningún punto del discurso.
-Asociación libre del informante, viene dada como la “libertad” del entrevistado para enfrentar desde su propia reflexivilidad, a la “velocidad” que estime, y en la conceptualización que prefiera, “la realidad” a la cual el investigador le lleva.
-Categorización diferida del investigador: Dado que éste se incorpora al evento con su caracterización de “investigador”, es él quien vuelve a “reconducir” la entrevista, haciendo acopio de un conjunto de instrumentos de diálogo. “La categorización diferida, dice Guber, se ejerce a través de la formulación de preguntas abiertas que se van encadenando sobre el discurso del informante, hasta configurar un sustrato básico con el cual puede reconstruirse el marco interpretativo del actor”. Así, las “respuestas” del informante son la palanca que articulan nuevas preguntas.
Bibliografía
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