Por Cristián Cottet
Imagínate que tienes una herida
en alguna parte de tu cuerpo,
en alguna parte que no puedes ubicar exactamente,
y que no puedes, tampoco, ver ni tocar…
Escribir es lo más injusto que puede pasarle a un sujeto de bajo perfil sin ambiciones y sin tener siquiera qué decir. El lector es siempre un personaje más dinámico que el escritor. Escribir es más que un ejercicio para la artrosis, es mucho más que inventar mentiras. No es el personaje el que se expone, no es el género lo que importa… es un ser humano que expone su presente y su futuro. Un ser humano desnudo, tirado al borde de un oscuro callejón. Para salvarse de esas circunstancias, existen los libros, los cuentos, las novelas, los… las novelas de un hombre sin pretensiones, que escribía de noche, que preparaba el desayuno.
La primera vez que me sumergí en sus páginas fue terminando la Enseñanza Media, lo llevé en mi bolso un semestre, lo presté, se lo conté a un par de malos lectores y el profesor de francés me trajo un ejemplar con muchos subrayados de él. Eran años y meses con cierta magia. Fuimos a esperar a Fidel, el presidente nacionalizó las riquezas naturales, marchamos por La Alameda junto a los obreros y profesores, nos preparamos para impulsar la Escuela Nacional Unificada, ENU. Pasó tiempo y no dejé de leerlo por capítulos desordenados. No me amedrentaron otros libros que me exigían en el liceo, pero me ayudó para seguir leyendo otras historias. Aprendí a escribir y a leer con esa novela. Quise lograr un texto como ese, salir de la aventura para narrar paso a paso lo visto, lo vivido, lo robado. Busqué entre mis pocas amistades alguna forma de acercarme al autor. Pero no resultó. Yo era un muchacho sin grandes pretensiones que no fueran más que revolucionar el país…. Poca cosa, me dijo mi padre, poca cosa… ¿Y por dónde comenzarás si te pasas el día leyendo novelas de ladrones?
Mi viejo tenía razón. A poco andar en ese año 1973, pasamos días ocultando cualquier signo que llevara a los libros. Los golpistas los quemaron en las calles y plazas, nosotros leíamos en las bibliotecas y se les cubría la portada. Debo confesar que en esos días quise ser un ladrón, como Aniceto Hevia. Quise reconocerme en las celdas entre mañosos y dolidos seres que esperan una paliza para confesar pequeños crímenes. Quise tener cinco hijos y un policía que me buscara para llevarme a la misma celda de hace un año. Comencé a leer códigos extraños, palabras desconocidas. Papá, ¿qué es un flayte? Me sorprendí preguntando un día de lluvia mientras mi padre preparaba el desayuno. No pregunte gueá y termine el ulpo. Me respondió sin violencia. Aniceto Hevia fue un maestro en las excusas.
Solo una compañera de curso me sacó de las mentiras de Aniceto para llevarme al patio de caquis que rodeaba el laboratorio de química. Es allí donde, de la mano de una compañera, aprendí la magia de los besos. Jeanina, se llamaba. Fue allí donde comencé el arte de las “excusas”. Los meses y los años pasan y me enteré que ella se casó con un obsesivo detective.
Termina la Enseñanza Media y nos topamos con las universidades, los hijos, la cárcel… varias veces la cárcel. Comencé en Santiago, en la Cárcel Pública para migrar hasta la Penitenciaría de Santiago. Son los meses de la Calle Cinco. Meses de soledad, de amistades, de una biblioteca y encontrarme con los cientos de Aniceto Hevia que caminaban por los pasillos, los oscuros pasillos que esconden dolores e injusticias.
Luego trasladado al Presidio de San Felipe. No recuerdo cómo pero lo cierto es que sin darme cuenta de cómo encuentro a don Aniceto Hevia esperando una mano, unos ojos y un entusiasmo. Con el libro en las manos y una condena de algunos años, me propuse leer todo lo que encontrara de un autor ya conocido. La Ciudad de los Césares; Punta de rieles; Mejor que el vino; Cuentos del sur; Lanchas en la bahía; Hombres del sur… y otros que no recuerdo su nombre. Unos estaban esperando en la biblioteca de San Felipe, otros en la de Quillota, Valparaíso.
Leí algunos dos y hasta tres veces. Escribí una pequeña novela que por pudor olvidé en un traslado por Valparaíso y Santiago. Santiago me recordaba los canazos de Aniceto Hevia y sus hijos abandonados. Me recordaba un vaso de leche, un cuento triste pero lleno de vida. Ahora sé que no se puede leer la Biblia sin haber leído este cuento.
En libertad condicional e instalado a medias en Santiago de Chile, fui detenido por una patrulla de la policía que no distinguía mucho de lo que era una novela y menos un poema. Nuevamente en una celda del Cuartel Borgoño, recorrí los malos y buenos momentos de don Aniceto Hevia en las celdas de Santiago, Buenos Aires y Punta Arenas.
Esta vez me relegaron a un hermoso pueblo de nombre Queilen. Tres meses caminando por extensas playas de roca acompañado de Simón. Un sol mezquino y nuevas amistades que no tenían el texto de Aniceto Hevia. Así volví a Santiago con ansias de releer ese mágico libro que me enseñara como es la vida. Mientras viajaba de retorno a Santiago, hice mía la frase: “En esta vida, vamos de celda en celda riendo de los malos momentos”. Si, lo sé… es una excusa.
Ahora, instalado ya en una casa de madera que me contiene, observo el lomo de ese libro, de esas celdas, de ese mar, de los tropiezos. De a ratos vuelvo al lomo de ese libro, que usted ya sospechará que su nombre es “Hijo de ladrón”, que es una edición argentina, del año 1954. Regalo de don Lucho, usuario de la cana de San Felipe, maestro con el mimbre y cumpliendo dos cadenas perpetuas por una falta de respeto de algún coterráneo de esas tierras. Pedro Fernández, amigo, compañero y canero, puede dar fe de que estas letras grabadas en este blanco papel son sólo excusas, mentiras que cuesta sacarlas de la vida.
Escribo este texto a la 1:30 de la madrugada de un día fresco, el mate aún soporta otra ronda. Mañana, sin siquiera desayunar… comienzo una nueva lectura del libro de marras.
Santiago, 3 de abril de 2018