Por Cristian Cottet
La ciudad de Santiago crece, crece en inversión inmobiliaria, crece en inversión vial, crece en turismo y en seguridad. Este crecimiento muchas veces incomprendido y criticado es hoy parte de los elementos ofertados en el mercado global para atraer no tanto capitales de inversión a Chile, si no capitales que al ser invertidos en América Latina y, por lo tanto, “pasar” por la banca nacional, hacen de Santiago una inmejorable “oficina de negocios”. A diferencia de otras ciudades americanas, Santiago no posee tradición de “mega ciudad”, más bien ha sido una expresión de cierto provincianismo regional. Con la población mínima para administrar la economía nacional, con los servicios necesarios para desarrollar cierta influencia y control sobre el resto del país, Santiago, hasta mediados del siglo veinte, no es una ciudad colapsada ni sobrepasada en lo que refiere a servicios, transporte o alimentación. Si alguna ciudad chilena presentaba esas características y se proyectaba como espacio de crisis urbana, esa ciudad puede haber sido Valparaíso.
¿Qué sucede en Chile que hace de Santiago, en un rango de no más de treinta años, un espacio donde cada uno de los elementos mínimos de sobrevivencia (alimentación, habitación, salud, sociabilidad, educación, seguridad) se encuentra en crisis? No cabe duda que algunos de los elementos que configuran las bases de este crecimiento podemos encontrarlos en el proyecto burgués implementado desde la primera mitad del siglo y que, entre sus muchas implicaciones requirió de mano de obra renovada, especializada, y habitando en la zona geográfica desde donde esta “industrialización” se implementó. Esta base material que agregó energías tal vez no sospechadas es la que echa por tierra el provincianismo antes citado. Santiago comenzó un tránsito urbano que dio pie a todo tipo de especulaciones, pero que entre otras de sus características fue sobreponiendo esta nueva urbanidad a los últimos esfuerzos rurales que restaban. La ciudad que en buena parte obtenía su alimentación de las zonas aledañas, se ve hoy obligada a buscar más allá de las fronteras nacionales su sustento alimentario. La frontera que otrora servía además como sustento simbólico en su ruralidad, es hoy un reguero de casas, instalaciones comerciales o autopistas. Las diferentes experiencias económicas y el requerimiento humano que cada una contiene, no cabe duda que es uno de los elementos principales en este proceso de crecimiento y desplazamiento territorial.
Más allá de si es por mejor o no, lo cierto es que la forma de vida santiaguina ha variado y con ello la calidad de ésta se ha visto trastocada. Quizás el concepto de calidad de vida de otrora fuese acomodativo al estilo de vida de ese momento; no sería primera vez que el concepto se ve determinado por su entorno y no por su objetivo simbólico, lo cierto es que hoy, en esta ciudad y circunstancia, nos vemos cotidianamente enfrentados a los requerimientos de evaluar nuestra calidad de vida. El concepto de calidad surge en el terreno de la economía, especialmente cuando se analiza la demanda, en particular, y el mercado, en general.
Entonces calidad de vida es una valoración determinada por el contexto socio-histórico que le contiene. ¿Por qué esta vuelta? Porque en definitiva de lo que vamos a hablar es de calidad de vida y lo haremos contextualizando en la ciudad de Santiago que nos toca vivir. Vale entonces preguntarse: ¿Por qué se golpean los muchachos punk cuando bailan? ¿Por qué la televisión posee tanta relevancia en la vida de los habitantes de Santiago? ¿Por qué se ha masificado el cruce de calles en “triciclo” en los días de lluvia? ¿Por qué las empresas productoras de alimentos para perros ocupan hoy casi la quinta parte del espacio de un supermercado santiaguino?
Las respuestas pueden dar lugar a un estudio mucho más extenso que este. En lo principal, y para efectos de este estudio, nuestra hipótesis de trabajo está construida en el hecho de que este proceso de urbanización desordenado se ve avalado por una desatención del Estado chileno frente a los requerimientos de los habitantes de la ciudad. Desatención que se expresa principalmente en la omisión estatal respecto al resguardo de espacios naturales al interior de la ciudad, cuestión que lleva a que la ciudad verde que conociéramos es hoy una ciudad gris. Esta omisión estatal creemos que puede ser calificada, incluso, de delito y en la obligatoriedad de habitar una ciudad cada vez más lejana de la naturaleza, se ha producido un consecuente encierro de sus habitantes al ser dañada la socialización que el encuentro con “su otro”. Este encierro ha cobrado como principal víctima la confianza, generando un tipo de convivencia cada vez más referida al entorno social inmediato (la familia).
Quizás sea la sobrevivencia de esa confianza en algunas zonas (barrios de antigua data, o de fundación violenta) lo que permite, por ejemplo, hablar de “vida de barrio” o de “vecindad”. Espacios éstos que establecieron en otro contexto sociocultural redes de sobrevivencia que aún perduran y sostienen el concepto y que dan espacio a la relación “cara-a-cara” en donde las estructuras de sociabilidad están dadas por espacios como el negocio de abarrotes, la plaza, la misa de domingo, etc. Vecindades que también hoy se ven cruzadas por esta amenaza gris en la forma de “construcciones en altura”, supermercados, etc. Por lo mismo, esa relación barrio-ciudad debe ser evaluada más allá de lo inmobiliario, sino en la dimensión socializante, porque ni siquiera la ciudad es una entidad con límites bien definidos por cuanto está integrada al sistema mundial, un barrio ya no puede ser pensado sólo en aquellos términos.
De una u otra forma, lo cierto es que la ciudad de Santiago llama a ser evaluada en su funcionalidad y en especial, en la efectividad de la intervención estatal en lo que se refiere a la sociabilidad. No cabe duda que los cambios socioculturales que se han venido desarrollando en Chile guardan una íntima relación con el creciente aumento de la población, el aumento de ésta en las ciudades y la integración de expresiones culturales novedosas.
Este sostenido aumento puede ser atribuido a muchas causas, entre las que podemos destacar las relativamente altas tasas de natalidad hasta comienzos de la década del ’60, la disminución de la mortalidad, que se tradujo en un aumento del promedio de vida de los chilenos y los instrumentos técnicos de medición han ido adquiriendo un carácter cada vez más profesional, incorporando a este proceso de medición humana la computación, estudios comparativos, etc. Lo cierto es que, si observamos la curva de aumento de la población en Chile, tenemos una tasa que avanza, se hace más alta y difícil de controlar.
Junto al fenómeno de crecimiento poblacional, Chile ha vivido en el siglo veinte una marcada tendencia migratoria interna que se expresó en un traslado cada vez mayor desde el campo a la ciudad. Este proceso ha sido el motor de enormes transformaciones en las ciudades y en los campos (que se vacían no sólo de seres humanos, si no de vida cultural), transformaciones que no siempre han sido enfrentadas de manera global, ordenada y apuntando a cierto equilibrio. No podemos dejar de señalar que este movimiento masivo de la población responde, en buena parte, a los cambios económicos que se producen en el mundo y en Chile en particular. En la primera mitad de este siglo pasamos, sin siquiera darnos cuenta, de una sociedad económicamente rural, a una sociedad semi-industrial, donde el peón del campo se transforma en obrero urbano o rural. El proceso de “sustitución de importaciones” viene a ser el principal activador de este fenómeno.
El crecimiento urbano ha estado marcado por fenómenos que es preciso señalar, dada la importancia que estos tienen en el acelerado proceso de pérdida de una buena calidad de vida. La ciudad se ha visto colapsada entrando en un veloz proceso de crecimiento que no logra dar reales soluciones a los nuevos habitantes, produciendo altos costos sociales (cordones de pobreza, conventillos, servicios públicos sobrepasados, delincuencia, etc.). Se ha consolidado como parte constitutiva del ser ciudad el déficit habitacional y de infraestructura sanitaria y la deficiente calidad de vida.
A pesar del subjetivo ofrecimiento de una “mejor vida” por parte de la ciudad, esto se transforma en una frustración social encontrando en las urbes mayor pobreza que en el campo y el cambio de categorías culturales que, al no encontrar su natural hábitat, se transforman en nuevas expresiones de una cultura cruzada por la ambigüedad y la marginalidad. La plaza ocupa en esto un importante papel dado que es el punto de reunión y encuentro social, donde se desarrollan los primeros pasos de las relaciones sociales básicas.
Se ha insistido en el hecho de que Chile no es, ni ha sido, un país de crecimiento ordenado ni con una clara proyección humana. Sus más importantes hitos de crecimiento han estado determinados por los cambios estructurales y no por las necesidades humanas y de desarrollo personal de los habitantes de este país. El deterioro en la calidad de vida, el deficiente respaldo por parte del Estado, para amplios sectores sociales, la falta de energía en la exacta ubicación de los problemas ambientales, etc. son sólo una parte de un problema mayor, que tiene que ver con el objetivo a gobernar. La cuestión es, ¿se gobierna para los seres humanos o para las cifras macroeconómicas? ¿Se pone el acento en el “buen vivir” de los habitantes o en el logro desordenado de algunos objetivos que responden a necesidades internacionales y que poco tienen que ver con nuestra realidad?
En el plano de la denuncia, se ha dicho mucho más de lo que se ha hecho. El mejorar la “calidad de vida” es una cuestión objetivamente urgente en el mundo, en Chile, en Santiago. Una ciudad colapsada y que no es capaz de satisfacer las expectativas que genera. Creo que corresponde aplicar para esta ciudad el calificativo de “ciudad minusválida”. Un ser humano que sólo posee el carácter de “consumidor” y que ha perdido toda esencia de humanidad es un ser enajenado y que difícilmente puede aspirar a cuotas de energía más allá de lo que permite la sobrevida. Hoy, este ciudadano consumidor no posee más espacio de expansión que no sea el mall comercial, el aparato de TV y la inconstante visita a un estadio de fútbol. La plaza, el recreo ciudadano, el encuentro con la naturaleza, la comunicación con sus pares en condiciones de igualdad frente a su medio, se han visto mermados como fenómenos naturales y ha surgido, como contrapeso, la frustración económica, el desencanto, el individualismo, etc. que llevan a revalorar el espacio que en el tiempo también ha ido perdiendo su esencia: la plaza.
Se hace necesario detenerse en un detalle que a nuestro parecer es de principal importancia: ¿En qué momento se deja de hablar de “plaza” y comenzamos a denominar este espacio como “áreas verdes”? Existen dos entradas a este problema: Sea como una definición o como una cuestión de sentido social y humano. Al enfrentar las áreas verdes sólo como una cuestión técnica y de sentido legislativo puro, nos encontramos que su definición está atravesada y condicionada por cuestiones como: el tamaño, el tiempo o relación que el “usuario” hace de ésta y el impacto que produce. Por este camino (necesario, pero no exclusivo) tenemos una categorización estrictamente urbanista y técnica, con lo que pierde el profundo sentido humano, de encuentro y de bienestar. Podemos incluso categorizar este fenómeno, pero no podemos olvidar su intrínseca raíz social y cultural. En verdad, cabría preguntarse si estas definiciones (que no incorporan el sentido humano y de relación con la naturaleza) pueden diferenciar el área verde de otros espacios socioculturales.
Tal vez el concepto que más se acerca a la esencia original de la plaza es el que la categoriza como “Plaza Mayor”. Este es el lugar fundamentalmente destinado al ser humano en colectividad, es el punto de referencia principal dentro de la ciudad o poblado y por consiguiente es el centro de actividades comerciales, políticas, religiosas y principalmente sociales de la comunidad. Siendo ésta una definición que recoge lo antes señalado, aún así carece de un aspecto que creemos fundamental: el que este “encuentro” se desarrolla en medio de la naturaleza. No es un encuentro meramente urbano, ni es un encuentro sólo social: es un encuentro en un espacio donde se cultiva el acercamiento a lo más básico de la naturaleza, esto es, el árbol, el césped, el arbusto. Es un reencuentro citadino con lo rural, es trasladar social y culturalmente el ancestro agrícola y campestre al espacio urbano.
Reunidas, comparadas y estrictamente delimitadas cada una de las definiciones de plaza, proponemos como definición de ésta lo que sigue:
Plaza es el espacio público, de libre acceso y dominio; construido como referencia geográfica; estructurada en contradicción a la urbanización, como micro espacio natural, donde se conjugan tres factores que le dan forma y contenido:
a) el reencuentro con un acervo cultural rural, donde el contacto con plantas, árboles, tierra o césped, viene a refrendar el apego milenario e histórico a las raíces agrícolas;
b) el espacio natural de regeneración del oxígeno, transformándose en verdadero pulmón rural en medio de la urbanidad citadina; y
c) el espacio público y de libre acceso donde se establecen relaciones de socialización que fortalecen la convivencia humana.
Me interesa insistir en el hecho de que tanto “plaza” como “área verde” han sido consideradas como sinónimos en el transcurso de este trabajo, a menos que se señale lo contrario. De todas formas si aspiramos a una diferenciación entre ambas, suficiente es reconocer que “plaza” es un “área verde”, mientras que no toda “área verde” es una “plaza”. La contención de una por la otra es cuestión secundaria. El hecho de referirnos a “área verde” guarda relación con el discurso estatal, el cual no distingue entre una y otra.
Es preciso entonces preguntarse si existen o no condiciones en Santiago para que se cumpla el rol social del área verde. Y de no existir, ¿dónde están las responsabilidades de la no satisfacción de esta necesidad del ser citadino que provoca enajenación y frustración?
Marzo 2018