Por Cristian Cottet
En la historia de toda comunidad las migraciones son parte constituyente de las transformaciones que se producen en los territorios ocupados y transformados al servicio de respuestas a cada necesidad humana. La “mezcla”, sincretismo, comparación cultural y choque, genera diversos estilos de transitoriedad cultural, que va desde la denominada “frontera” hasta los micro-espacios de nacionalidad, configurados dentro de cada zona o territorio (ghettos). Si bien la “frontera” está definida en torno al fenómeno de la conquista y la dominación, no es menos válido su uso a instancias menores que se generan y desarrollan a partir de migraciones de todo tipo.
Santiago de Chile se ha formado como ciudad a partir de la instalación de diferentes grupos humanos que, en su devenir social, político, histórico y cultural, adquirieron el rango de “parte constituyente” de este marasmo social y nacional. Esta instalación no ha sido inmediata ni invisible, si no que ha significado un constante aprendizaje de cada “grupo allegado” y de aquellos que ya formaban parte de esta ciudad.
Al respecto, las migraciones campo-ciudad han sido un verdadero articulador de nuevos fenómenos al interior de la ciudad. Esta dinámica genera e implica nuevos sectores sociales, nuevos “barrios”, nuevas modalidades de relación, etc. En este contexto la migración de mapuches a Santiago es un proceso que, desde diversas perspectivas, ha sido estudiada por las ciencias sociales.
De lo anterior da cuenta el trabajo de observación realizado por el antropólogo Carlos Munizaga de los mapuches instalados en la Plaza de Armas de Santiago y Quinta Normal a fines de la década del ‘50. En este estudio Munizaga aplica un concepto recientemente instalado en el discurso académico por el profesor Robert Merton, que dice relación con el proceso del mutuo aprendizaje de las agrupaciones en movimiento, a lo cual Merton califica como un proceso de “socialización anticipadora”.
Cuando hablamos de “agrupaciones” estamos pensando en un conjunto de personas que son convocados a involucrar una parte de su “ser” y su “querer ser”. En la dinámica migratoria se despliega un proceso de integración de una cultura extraña y el abandono parcial de la originaria, dando forma a nuevas relaciones comunitarias. Reconociendo como uno de estos grupos, el que se ha conformado por emigrantes peruanos a Chile, creemos que el espacio ocupado y citado viene a cumplir la función facilitadora de una nueva sociabilidad, cual es integrarse a esta nueva sociedad, la chilena.
En el largo desarrollo de todo proceso migratorio la transitoriedad que va desde la instalación física hasta la asimilación cultural es quizás una de las más complicadas y nunca acabada de estudio. Es dentro de ese espacio de transitoriedad donde se define el nuevo rol y el sistema de perennidad que el emigrado y “ajeno” viene a asumir.
El proceso de construcción de este espacio, que da contenido y destino a sus integrantes, puede llevar no sólo al despliegue del aprendizaje de las nuevas normas y valores, sino que viene acompañado de otras funcionalidades que también aportan a la forma de este tipo de socialización.
Así, es dable también que en su desarrollo se vea reforzada la pertenencia al grupo, instalando con esto un nuevo fenómeno que amplía las zonas de manifestación cultural del grupo. No sólo se aprende lo que viene a ser un “nuevo mundo” sino a la vez se refuerza lo aprendido en ese “viejo mundo” dejado atrás. Esta experiencia, en distintos grados, repite una y otra vez el “encuentro” simbólico de la migración española. No se trata de simples traslados humanos, es el abandono y la nueva recepción lo que define estos entusiasmos, cuestión que permite también la especulación y negociación del ingreso a novedosas rutinas y reconocimientos sociales.
Por otro lado, la velocidad y capacidad de integración del nuevo grupo estará determinada por otras cuestiones subjetivas que llevan por disímiles caminos y cabe siempre la posibilidad de que este proceso de “sociabilización anticipadora” no se exprese con el mismo nivel en cada uno de los miembros del grupo, menos aun existiendo una resistencia de todo tipo a la instalación de nuevos vecinos.
Vale decir, todo cambio y/o traslado geográfico conlleva una enorme y compleja carga de transformaciones personales, que complejizan y ayudan a estructurar el nuevo sistema de vida que la persona migrante asume. Frente a esta realidad, sumada la carencia de instancias y soportes de integración en los procesos espontáneos de migración, surge la importancia del estudio de las que en este texto denominamos estructuras transicionales.
Al referirnos a una “transición”, se está a la vez ampliando y acotando mucho más el concepto, cuestión que consideramos un aporte al entendimiento de nuevas instancias grupales en la urbe, instancias finitas, pero no por esto menos importante. Aceptando esta acepción como válida para la construcción de diversidad, viene a la vista el descubrir novedosas formas de expresión y desarrollo del “aprendizaje urbano y ciudadano”.
Chile, como país, es un espacio cultural construido desde la diversidad nacional y étnica, sea tomando como referencia el choque de la conquista, sea evaluando su crecimiento y poblamientos posteriores. Si bien en este texto nos referimos a un proceso migratorio espontáneo en su génesis y aterrizaje, no podemos dejar de señalar que este tipo de instalaciones humanos no siempre poseen esa espontaneidad, siendo el Estado receptor o conquistador el que ha hecho uso de ese instrumento de poblamiento. Valga como ejemplo tres casos que vienen a configurar el “pueblo chileno”.
Primero, a mediados del siglo XVIII el estado español decide cambiar su política de administración de la colonia americana para lo cual impulsa un conjunto de medidas que posteriormente se reconocieron como “reformas borbónicas”, entre las cuales destaca el envío de un nuevo contingente de personas a “la tierra prometida”, fenómeno que John Lynch califica como “segunda conquista”. A esta nueva orneada de conquistadores, mezclados con los criollos originarios, se les denomina como “aristocracia castellano-vasca”, que posteriormente tuviere tan importante papel en los movimientos de liberación colonial.
Segundo, un siglo después y sucedido ya el término de la colonia, el frágil Estado Chileno, propenso a la anarquía política, decide impulsar y apoyar el proceso de poblamiento en el sur de Chile con inmigrados traídos desde Europa, abriendo así las puertas a una nueva instalación humana. Para llevar a efecto este proyecto el presidente Montt designa a un gran aventurero y hombre de negocios como “embajador y ministro plenipotenciario”. Nos referimos a don Vicente Pérez Rosales, el cual debió incluso fundar un nuevo puerto (Puerto Montt, en homenaje y agradecimiento al presidente) para poder llevar adelante tan magno movimiento de personas.
Tercero, la expulsión y desarraigo de europeos que viajan para salvar sus vidas y recomponer una sólida protección vital, consecuencia de las dos guerras mundiales. A estas migraciones, que afectaron a casi toda América del Sur, también es el Estado el que promueve el ingreso de profesionales, maestros, técnicos, empresarios, etc. que vienen a desplegar sus propias habilidades. De alguna forma esta migración, muy poco rechazada en Chile, se le puede adosar un impulso a la industrialización y sindicalización del país.
Como se ve, estos ejemplos de poblamiento en Chile no pueden ser calificados como “espontáneos”, si no (sea en su génesis o destino) está motivado y apoyado por intereses geopolíticos de los Estados de la época. Los instrumentos de asimilación e incorporación de ellos a los comienzos de una “cultura chilena”.
Así, el siglo XX ha estado marcado por un continuo desembarco de emigrantes a Chile (yugoslavos, chinos, árabes, judíos, italianos, peruanos, etc.), cuestión que obliga, a la hora de las evaluaciones culturales, a ser considerados como actores activos y no sujetos pasivos. El “arsenal simbólico” propuesto y sostenido por cada uno de estos grupos no han pasado inadvertidos, inclusivo la marca genética en el cruzamiento entre ellos y con los chilenos y chilenas, que también proviene de antiguas migraciones.
Después de esto, ¿cabe reconocernos como un pueblo tan puro o sólo como la expresión de la mezcla español-mapuche, chileno-europeo, chileno-asiático? La última migración de ciudadanos peruanos y haitiano a Chile se ha desarrollado de manera espontánea, por lo que su instalación en este nuevo contexto cultural ha sido llevada en base a la solidaridad de grupo, acompañándose en el aprendizaje, solidarizando con la chilenidad, buscando espacios de encuentro que soterradamente se va transformando ese espacio en una ajenidad para los propios chilenos. Ejemplo de esto es la reformulación de espacios como la Plaza de Armas de Santiago de Chile, algunos barrios medio abandonados, comercio, etc., transformándose como un ambiente de “socialización anticipadora”. En ese espacio se aprende, se re-educa al recién llegado, se sociabilizan estrategias de sobrevida. Estas formas de vida (el marco cultural), que son un poco de extranjero y un poco de chileno, es el nuevo territorio donde es preciso “ganarse” un espacio.
Digámoslo así, la migración es un factor constitutivo de la humanidad. No existe sociedad o nacionalidad que no tenga en su origen un proceso migratorio, me atrevo a decir que estas estrategias de movimientos humanos se complementan en su origen con el descubrimiento del fuego. El sedentarismo no se explica sin el movimiento migratorio. De múltiples formas esta dinámica se repite infinitamente. Nosotros, los chilenos, no somos la excepción.