LA MEMORIA COMO RITO Y CEREMONIA

Por Cristian Cottet

En el camino de instalación de las Ciencias Sociales, la Antropología ha debido salvar más de un estorbo y retroceder sobre sus pasos para así entregar respuesta a diversos ámbitos de estas ciencias que aparecen cuando el ser humano se hace grupo, sociedad y cultura. Un ejemplo de esto es la mirada que se ha tenido de las instituciones que regulan la pertenencia a la comunidad, en especial el Estado. A tientas y dando empujones tanto al idealismo como al ultramaterialismo, es recién con la aparición de la recopilación de monografías acerca de las organizaciones políticas en África, el año 1940, cuando los antropólogos se enfrentan a la necesidad de dar una respuesta más contundente que reconocer “sistemas políticos con Estado y sin Estado” y que este sistema político se constituía por motivación territorial o por consanguinidad. El paso siguiente, y que rompería esa tranquila convivencia funcionalista, lo dio el año 1954 R. Leach, con la monografía “Sistemas políticos de la Alta Birmania”, que instala el concepto de competencia y rivalidad en la política, intencionadas éstas por producir cambios que redistribuyan las cuotas de poder en un sistema sociocultural.

El Estado una vez instalado se incorpora en las vidas cotidianas con la forma de la ley, de la palabra hecha determinantemente inviolable, se hace con esto parte constitutiva de los destinos particulares. Ese Estado nace ansioso de no dejar sin atender factor alguno, primero en la relación familiar, luego en la escuela, luego por medio de la policía, luego por amenaza, finalmente simplemente existiendo como “referencia de castigo”. Obedecer, sea la orden, sea la ley, sea la circunstancia que ese Estado impone, es obligación. Dicho así, las palabras van dando forma a un entarimado de limitaciones que conforman la reglamentación, que debe “obedecerse”.

¿Qué ocurre cuando un miembro de la comunidad, grupo o sociedad simplemente des-obedece, decide no ajustarse a lo escrito ni cumplir la voluntad de quién manda? Hecho este primer acercamiento al riesgo de castigo, ¿qué sucede cuando se decide no ser esclavo? Comúnmente las situaciones políticas, ideológicas o culturales que nos corresponde enfrentar, entre ellas la des-obediencia, no son otra cosa que expresiones de iguales fenómenos ocurridos en pretéritas zonas o periodos históricos, “vida cruda” que no termina de hacerse carne en boca de disímiles actores que validan el miedo, el castigo, el recuerdo y el testigo.

El testigo no se justifica si no enfrenta a un colectivo y entrega su discurso ritualizado. Entonces, ¿cual es el momento en que este discurso venido de un testigo que produce cambio se establece frente a un receptor, también activo y le invoca? Cada uno de los cientos de trabajos testimoniales que hemos recogido, vienen a cuantificar el “por qué” dar fe de su recuerdo y memorizar. Es el testigo, preñado sólo de si, quien nos induce a las respuestas globales. En el seno de cada uno de esos discursos (testimoniales) se presenta un intento de respuesta, una justificación que globaliza.

Delimitando aún más nuestro universo de trabajo, expondremos ahora desde un testigo mujer que en su proceso testimoniador aspira a esa teatralidad en la escritura y la lectura, buscando en “esa otra” el resguardo que da la ceremonia de la complicidad.

Carmen Castillo y Mariana Callejas, cada una desde su privado temor, nos invocan a reconocer ese territorio del cual nos desprendimos. Ambos testimonios (aunque se autocalifiquen como “memorias”) los recogemos también como un intento de instalarles paradigmáticamente en un escenario donde se ha desplazado el arraigo a lo latinoamericano más que a lo nacional. Ambas nos invocan como mujeres, apelando a su carácter de pareja, para intensificar la explicación de ser miembros de un destino común y turbulento, que en ningún caso se desprende del dolor, la soledad y la indefensión. Ambas, victimizadas y desplazadas, se acercan al territorio de la memoria y la ceremonia con estupor y urgencia. Ambas, desde sus personales trincheras, se desnudan para expulsar, sanar y dar contenido femenino a “lo vivido”.

Carmen Castillo no apela a cualquier receptor, va tras “el que conoce”, el iniciado políticamente, para convocarle a esta ceremonia de lectura cómplice, dado que ambos (ella y el/la lector(a)) saben y comparten algo que les une, su historia inmediata. En ella el receptor no es necesariamente una mujer, es más, puede asistirse a este ritual desde la sanación de Carmen Castillo o de Miguel Enríquez (su pareja, dirigente del MIR y muerto en enfrentamiento), por lo que su colectivo trasciende lo genérico.

De otra parte, Mariana Callejas, instala a Michael Townley como un padre ejemplar y como parte de la felicidad que aspira la autora, está también invocándonos a presenciar la sanación de éste tanto como la de la autora. Existe la certeza de que su experiencia, la que narrará a ese cuerpo social reconocido como receptor, no es única, pero sí que es exclusiva. Reconoce también que es su privilegio narrar en la medida que: incluye como actores al receptor y a la vez le excluye de conocedor sistemáticos de esa verdad que ella les transmite.

Las suyas, como la del resto, es una historia que conoce pero que no ha vivido sola, por lo que requiere desnudar su intimidad para “hacerse” parte de ese otro colectivo. Es una historia socialmente construida pero que sospecha “no colectiva” y esto le obliga a invocarnos como parte de lo ritual. La valoración que las autoras hacen de sus historias es exclusivamente una cuestión individual, pero mientras no sea transmitida y presentada en esta ceremonia sanadora es palabra muerta. Salta a la vista que uno de los elementos fundamentales del rito y que valoriza su discurso, es el hecho de existir ese agente que narra, se plantea como testigo y le habla a su propio receptor social, a su semejante. Es en esencia un discurso direccionado y por ende tiende a transformarse en un fenómeno cultural, integrado a otros discursos que van configurando la necesidad de cambio. Este cambio, esta “pascua” que se produce es afectiva respecto al testigo, al receptor y al conjunto del cuerpo social que les contiene (en este caso Chile). Así como ambas autoras se transforman en el proceso de escribir, de testimoniar y asumir como propias estas historias, la o el lector de estos textos se transforma, muta a un estadio donde todas las lecturas convergen. Después de dar fe de lo contado, de lo compartido y hecho colectivo, ya nadie será el mismo.

A pesar de tener su punto de arranque en lo individual, el discurso que la testigo trae a colación es de aspiraciones democráticas, recurre al recuerdo de una experiencia social que puede ser rebatida y enmendada y que no por esto pierde su original fuerza dado que está hablando desde un nosotros que aspira ser parte de un cuerpo (que le lee) y que sospecha también agresivo. Un discurso direccionado a sus iguales, donde el que lo instala debe “hechizarse” de igualdad y abrirse al diálogo para aglutinar en torno a su verdad, que se persigue desde la “vida propia” como parte del relato. El rito de sanación no termina en el proceso de escritura, tampoco en el de lectura. Es necesario el escarnio popular, la sangredad expuesta, para que ambas retornen al territorio simbólico que les contiene.

Importa distinguir el punto de arranque desde donde las autoras aspiran desplegar el rito y así transformar la experiencia individual (“necesitaba relatar algunos instantes”) en una cuestión colectiva e invocadora. La experiencia que se apela amerita, obliga e impone un conocimiento social primario (por ejemplo, cuando apela a la “lucha en Chile”) y, una vez reunido y analizado, ordenarlo de forma nueva para transformarlo en historia de todos (“aquellos que nos ayudan”), que es donde el proceso rituálico se cumple.

Un segmento de la sociedad ha vivido de manera común esta experiencia y carga con ella como conocimiento colectivo, esto es, el reconocimiento como propia pero no por esto una experiencia que le unifique y transforme. Es entonces cuando el conocimiento colectivo convoca, reúne y referencia a los miembros de la comunidad invocada. Así, el receptor de lo contado, de lo testimoniado, es parte de la función transformadora del texto. Por esto, la transformación de lo social a lo colectivo, esta “pascua” que reúne lo socialmente conocido y a veces olvidado, es dado por el receptor, por la dialéctica relación del texto con su referencia. Una pascua, valga redundar en esto, que se conmemora en cada uno de los hechos narrados o memoriados con el último sentido de producir cambio. Recordemos que “se habla desde un tránsito pascual que transita de la indefensión a la fuerza” como articulador de la identidad/exclusión.

Como instancia del rito, se moviliza el cuerpo social a un proyecto de acción y cambio, pero finalmente sospechamos que no es más que una excusa (en ambos casos) para la sanación del otro, quedando ellas arrinconadas en el espacio de la vocería y representación de aquel. Como textos se apela por aquella “vida compartida” que justifica lo escrito y testimoniado, pero a la hora del reconocimiento genérico, esto se desvanece en un atropellado arraigo que no encuentra receptor dada la ambigüedad del discurso. En ambos casos el rito está abierto a la sanación política, pero se diluye en el marco patriarcal de invocar a sus parejas, siendo ellas el vehículo sanador.

La construcción de este “colectivo” apelando a la memoria para construir fuerza, esto que antes denomináramos como pascua, es también el más importante efecto de la “lectura memorioso”. Se comienza del supuesto que todos sabemos, somos parte de este hecho vivido, pero se nos convoca a que volvamos a recordar y de esa manera nos reunamos (simbólicamente) en un cuerpo colectivo, que será nuestro refugio particular de reunión.

El destino último del testimonio viene a ser el “sujeto lector” que es invocado a este rito, el testigo, su receptor que está también ampliado a otros nichos sociales que vienen a ser parte de un patrón social mayor y que también le determina. La cuestión de definir el colectivo es extensa y es aquí donde nace lo popular y liberador de este sencillo acto de recuperar lo vivido y volver a instalarlo como “lo que se vive”. El rol del testigo, que limita con cierto autoritarismo, que habla de muchos e increpa a éstos paras ser transformados a su vez en nuevos testigos, es un proceso lento, imperceptible y cautivante. No puede dejar de ser afecto el testigo y el receptor. En definitiva, se trata de creer en que “nada está perdido”, aunque el planeta comience a partirse en dos.

La sanación política y humana finalmente se da no sólo en “ser parte de”, sino en la militancia en este rito donde se asume el dolor, la soledad y la indefensión como instancias totalizadoras, que aspiran sensibilizar, movilizar y finalmente producir el cambio. Esta totalización puede leerse también como el esfuerzo por traducir las particularidades a la instancia paradigmática y mística que permite sobrepasar y sanar del dolor, la soledad y la indefensión. En un medio cultural donde el discurso oficial descansa sobre la verticalidad y el compartimentado desarrollo de éste, lo testimonial apela a la horizontalidad y al permanente debate sobre él, transgrediendo uno de los principales instrumentos de dominación cultural.

A la luz de lo dicho podemos reconocer en Chile una literatura testimonial que se ha desarrollado desde diversos ámbitos políticos. Sorprende descubrir expresiones de esto en textos de mujeres que lucharon políticamente contra los gobiernos de Allende como de Pinochet. Sorprende también la diversidad social desde donde se planta cada una. ¿Qué hace la dificultad de reconocer ese corpus ritual necesario en el testimonio? Un hecho resulta claro a la hora de dar respuesta a esto: se han instalado a un nivel nacional textos que se acercan a la referencia paradigmática que acomoda el universo literario y político transformándose en ese instrumento de cambio que aspira toda lectura memoriosa.

Explicaciones pueden haber, pero eso es razón de otro texto, este sólo aspira iniciar el camino de reconocimiento de sujeto y construcción de corpus del testimonio de mujeres en nuestro territorio.

 

Bibliografía
Castillo, Carmen (1986). “Un día de octubre en Santiago”. Editorial Sinfronteras. Santiago de Chile.
Callejas, Mariana (1995). “Siembra vientos. Memorias”. Ediciones ChileAmérica Cesoc. Santiago de Chile.
Narváez, Jorge (1983). “El Testimonio: 1972 – 1982. (Transformaciones en el sistema literario)”. Editorial CENECA. Santiago de Chile.
Leach, E. R. (1977). “Sistemas políticos de Alta Birmania. Estudio sobre la estructura social kachin”. Editorial Anagrama, Barcelona, España.