Cristian Cottet
¡Viva el Rey! ¡Viva la Reina!
Viva la puta que los parió.
Quizás Chile no debiera ser un país latinoamericano y debamos recular unos doscientos años para encontrar qué tipo de país habitamos. Nos invadió primero un tropel de analfabetos hambrientos de oro y mujeres vírgenes. No esperaron que naciera el primer heredero y ya éramos pobres y menesterosos. Así pasamos algunos siglos confundidos entre la Virgen María, la Pachamama y doña Rosa, viejita que recomendaba remedios vegetales y cantitos para el dolor de huesos. Así mismo nos rebelamos, negociamos y hasta buscamos formas de convivencia con el extranjero. A esto nosotros le llamamos territorio o mapu, pero los que llegaron dijeron que se llamaba Reino de Chile.
El primero en señalar el origen de la denominación “reino” fue el cura Diego de Rosales, quién a mediados del siglo XVII asevera que Carlos V tuvo el propósito de hacer de Chile un “Reyno”:
“En aquellas cortes y asistencia que el Emperador hizo en Flandes, trató de casar a su hijo Philipe segundo, Príncipe de las Españas, con la Serenissima Doña María, única y singular heredera de los Reynos de Inglaterra y como los grandes de aquel Reyno, conociendo que doña María era legítima Reyna, respondieron que avia de ser Rey quien se casasse con ella, se trató de que el príncipe se coronara Rey de Chile, y como ya estas provincias, que antes no tenían otro título, estuviesen por el Emperador y perteneciessen a la Corona de Castillo, dixo: “Pues hagamos Reyno a Chile” y desde entonces quedó con ese nombre, aunque otros dicen que le hicieron Rey de Sicilia y que por eso se effectuaron los casamientos entre doña María y el Príncipe”. (Campos 1966. 13-14)
Así comienza la historia de la monarquía en Chile y con esta lógica de negociación se terminó el colonialismo (o por lo menos así lo creímos) y llegamos al siglo diecinueve. Entonces se nos ocurrió que la democracia era un puñado de latifundistas que entre gallos y medianoche se coludían para elegir Gobernador, Alcalde, Primer Ministro… o lo que fuera. Así le pusimos nombre al trozo del planeta donde habitaríamos. Y así también el pueblo de Chile miraba mientras se instalaban cercos con alambres de púas y calles donde solo podían caminar los señores. Reconozcámoslo, fueron pocos los insurrectos y muchos los soldados en la calle. En verdad nunca hemos sido grandes guerreros.
Siglo veinte… cambalache. Nada mejor para representar como pasamos de un siglo a otro. Aparece entre el desierto y el salitre un señor de nombre Luis Emilio y apellido Recabarren. Pero no era suficiente. El organizador de la clase obrera se suicidó mientras el presidente de la república arengaba la “chusma inconsciente” para conseguir sus votos en las próximas elecciones. Otro signo de lo que sería el futuro de la patria.
Este siglo veinte (el del cambalache) fue escenario de muchas cosas buenas y otras malas. Se nos convenció que la democracia no la defendía el pueblo si no los mismos soldados que amenazaban con matanzas y las matanzas llegaron y con ellas los desaparecidos y los fusilados y los presidentes derrocados. El “roto chileno” se instaló como metáfora de pobreza y desarraigo. La disciplina se impuso en la Escuela Santa María, así como la educación básica, laica y ligada a una industrialización empeñosa reconstruyó cierta identidad donde el obrero no tenía otras alternativas que no fueran la muerte o la lucha sindical.
Definitivamente, Chile no debiera ser un país latinoamericano.
Después de todo, la monarquía nos constituye. El Gobernador O’Higgins dejó instalado a su primogénito como Director Supremo y esto marcó la tónica de la democracia chilena. Arturo Alessandri dejó a su hijo Jorge como presidente. Eduardo Frei Montalva dejó a Eduardo Frei Ruiz-Tagle. Salvador Allende dejó a un tal Pascal Allende (que no era ni filósofo ni presidente) y también dejó a su hija Isabel. Ricardo Lagos Escobar dejó al más más inútil de sus hijos, Ricardo Lagos Weber (que no era filósofo, economista, jurista, historiador, politólogo y sociólogo, como el alemán). Finalmente nuestra querida amiga de todos, quiso seguir los pasos de un Lagos, pero su heredero le salió cortito de ideas y hoy enfrenta (junto a su esposa), posibles condenas judiciales por corrupción.
La monarquía no ha perdido un ápice de terreno en Chile. Como en Europa, hasta los imbéciles pueden ser rey, en tanto tenga un apellido con pedigrí. Porque, seamos rigurosos, en toda nuestra historia republicana solo tenemos un presidente de apellido Pérez (José Joaquín Pérez) y dos González, don Manuel Baquedano González (que duró 12 días en el cargo) y Gabriel González Videla, que el 8 de enero de 1949 firma la ley Nº9.292, donde entrega derecho de voto a las mujeres. El resto es poesía que compite con el apitutamiento y las malas costumbres.
Pero también tenemos el Rey del Salitre (un gringo que se llevó hasta las sillas de la terraza, dejándonos más pobres y dependientes), también el Rey de la Araucanía (que era francés) y el Rey del Mote con Huesillo, y el de la Sopaipilla, y el del Chupe con Guatitas… y muchos otros reyes que le hacen sombra a los Alessandri, los Lagos, los Allende, los Frei y muchos(as) otros(as) que con dificultad alcanzan a príncipe, duque o alcalde(sa). No olvidemos al cantante Luis Dimas, que ha intentado subirse al carro de la monarquía pero nunca entendió que esas relaciones no se obtienen por empeño sino por apellido o fluido sanguíneo.
Así entramos al misterioso siglo veintiuno, donde nadie en su sano juicio puede asegurar que no reincidamos en un gobierno monárquico. Es cuestión de proponerlo, ahora que comienza el lento y clandestino debate constitucional.
Bibliografía
Campos Harriet, Fernando 1966. ¿Por qué se llamó “Reyno” a Chile? Editorial Andrés Bello. Santiago de Chile.