UN INTERROGATORIO

El asunto seguía. Con sutileza me hacían ver que a pesar del Paco Aceituno y los robos al Embajador y al almacén no habían olvidado y no me aceptaban como un igual. Ya no volvieron a invitarme en las invasiones al cause. Iba solo, tal vez para compensar el desprecio que sentía en el río. Con los chicos me sentía fuerte, poderoso y macho. Por otra parte, me identificaba con ellos aunque sin darlo a entender. Para el cauce –y sólo para el cauce- yo era un delincuente del Río, lugar inaccesible para ellos. Panchín y todos sabían de estas visitas y eso los incitaba a continuar en sus actitudes de discriminación. Tampoco me convidaban como antes a los prostíbulos cuando iban de jarana, aunque no me rechazaban si me les acoplaba. Si venía a visitarnos algún delincuente abiertamente homosexual lo recibían con toda clase de atenciones, como a una dama y y o tenía que servirlo. En las ruedas de choros solían cambiar intempestivamente, y a propósito, sus conversaciones sobre robos, y empezaban a recordar “huecos” de cierto renombre. Entonces me miraban sin ningún disimulo. Hervía de rabia. Esperaban mi protesta, pero nunca la expresé, sabiendo lo que me responderían: “¿Y tú qué hablái? ¿No te acordái del Cafiche España?
En las noches los líderes del Río reunían a la muchachada y le hacían narrar sus aventuras del día. Se criticaban las actuaciones para perfeccionar los métodos y señalar errores. Era un foro. El grupo se informaba y aprendía técnicas.
Una de aquellas noches, un muchachón mayor que yo, apodaba el Poroto relató el hurto que había efectuado en una sastrería. La policía buscaba al autor. Mientras lo escuchaba creí ver una salida a mi problema. ¿Qué pasaría si cargaba con la responsabilidad del robo y me hacía detener en vez de su verdadero autor? Sabía en qué había consistido el botín y quién lo había comprado, de modo que estaba en condiciones de “confesar”. Me propuse hacerlo en la primera redada policial que me llevara detenido. Sentía la necesidad de hacer algo grande, de mostrarme “todo un hombre”. Me dolía el desprecio de ese mundo al que yo amaba. ¿No sería un acto heroico a la vez que, de solidaridad extrema, tomar el lugar del culpable? Sin duda se me admitiría definitivamente como choro.
Pocos días después fui llevado a Investigaciones.
–Y vos cabro, ¿no tienes nada que contarnos? –me preguntó el detective al que le correspondía “trabajarme”.
–No señor. Yo no choreo.
–¿Creís que somos tontos, cabro? ¿De qué vives?
–De limosnas.
–No vengái con esas. Todos ustedes roban.
Y empezaron las cachetadas. Sabía que para un menor la flagelación no era muy fuerte. A los adultos sí que los martirizaban. Los colgaban en una viga, con los brazos amarrados a la espalda, y les aplicaban electricidad en los testículos. Para que un menor recibiera el mismo trato se necesitaba que tuviese prestigio de “duro” entre los detectives. Yo, aún no lo era.
A pesar de que los golpes no me dolían mucho, gritaba más de la cuenta. Quería producir la impresión de “blando”.
–Si yo no robo –repetí– a veces no más… (me detuve ex profeso).
–A veces, ¿qué…?
–Pego un escapacito, señor. (Sabía que “trabajar” a un escapero era lo que un detective más ambicionaba).
–¿Qué? Escapero? ¡Qué bien! Comandante de Guardia: llévelo al tercer piso, espósele las manos por detrás e incomuníquelo. Esta noche conversaremos, cabrito…
Perseguía eso: ser dejado para la noche. En el cuartel de Investigaciones de Santiago equivale a una paliza de la que no se puede salir invicto. Confiaba en mi calidad de menor de edad.
Llegó la noche.
Como supuse, mi captor había corrido la voz y una jauría de detectives estaba esperándome en el sótano del cuartel, prestos todos los aparatos con que se realiza una flagelación perfecta. Con ruido de llaves y algunas blasfemias el comandante de guardia me sacó del calabozo cuando de la Inspectoría gritaron mi nombre. Llegué al sótano.
–Siéntate ahí –dijo el jefe–. Me senté tiritando, como produciendo la impresión de “blandura” excelsa.
–¿Cómo te llamas?
–Toño.
–¿Cuántos años tienes?
–Dieciséis, señor. (Me quité dos para que los golpes no fueran muchos).
–¿A qué le haces?
–Es escapero, jefe. Y parece que de los buenos –informó el que me había dejado “para la noche”.
–Ah ¡Escapero! Tenemos mucho que conversar amiguito. Amárrenlo. Lo felicito detective… (no recuerdo el apellido). A este cabro no lo teníamos en la galería. Empecemos: cuando quieras hablar nos haces una señal con la cabeza. La bajas y subes como si fueras una gallina que está picando maíz, ¿entendido?
Me amordazaron y vendaron los ojos. Me ataron de pies y manos. Me bajaron los pantalones y en el órgano genital me amarraron un alambre. La misma amarra hicieron en mis meñiques y me introdujeron los pies atados en un balde lleno de agua.
Vino el primer golpe eléctrico. Mil alfileres me corrieron por los globos oculares, el hígado se me hinchó y tras la mordaza creí que me estaba comiendo los dientes.
–Denle más fuerte –ordenó muy lejana la voz del jefe.
Creció el sonido de la manivela con que mueven el dínamo. El pecho se me empezó a hundir como queriéndoseme salir por las costillas y el ombligo quiso reventar hacia delante. Empecé a asfixiarme: hice la señal, como las gallinas.
–Paren.
–No vayamos a echarnos al cabro –dijo alguno de los que presenciaban el hábil interrogatorio.
–¡Qué va, hombre! A usted le falta mucho por ver. La electricidad no mata a nadie. Es buena para los callos.
Los sabuesos celebraron la gracia de su jefe. Me sacaron la mordaza. Simulé más dolor y angustia de los que tenía y confesé un delito pequeño. Anotaron lo que dije. El jefe me miró:
–Otro apretoncito. El que tiene una, puede tener dos o diez.
Se repitió el suplicio, con más energía. Confesé otros hurtidillos menores. Sabía que tenía que ir confesando de menor a mayor, pues si hubiese empezado con la sastrería me habrían exigido entregar robos de más cuantía.
–No queremos raterías. Entrega cosas grandes, cabro. Nosotros te ayudaremos después.
Todos los detectives del mundo se las dan de protectores cuando quieren saber cosas. Y los delincuentes son tan imbéciles que suelen creer en sus promesas.
Cuatro nuevos golpes de corriente. La cosa se estaba poniendo más seria de lo imaginado. Al quinto “largué” la sastrería.
–Esta “papa” es bueno: ahora sí. Desamárrenlo. Fue por grados la cosa. ¿Qué tal si lo largamos en el primer apretón? Esto era lo que se estaba “tragando” el cabrito. Toma, fúmate un cigarro. Háganle el parte después que recuperen las cosas.
Al día siguiente ingresé a la Cárcel de Santiago. En el Reformatorio ya no me aceptaban.
Jamás un muchacho entró más feliz a la cárcel. Me sentía un héroe. Esperaba un recibimiento triunfal.

Alfredo Gómez Morel.

Gómez Morel, Alfredo (1963). El río. (Primera parte de la novela autobiográfica “Mundo adentro montado en un palo de escoba”); Impreso en los Talleres de Arancibia Hnos.; Santiago de Chile; segunda edición.
Capítulo “Un interrogatorio”; páginas 279 a 283.
(Se copia textual. Los destacados son del autor)