RACISMO, VIOLENCIA Y DESAFÍOS

“La violencia del Estado es el signo más claro de la ausencia de voluntad política para resolver los problemas de fondo de este Pueblo, como son sus derechos a la autodeterminación, el reconocimiento de su cultura y tradiciones, a su lengua, territorios, y otros” señala la congregación jesuita en Chile al momento de condenar “la violencia y arbitrariedad en el actuar del Estado de Chile y de Carabineros durante el desalojo de las municipalidades en la región de la Araucanía, y en particular la Municipalidad de Tirúa, que se encontraba ocupada pacíficamente”.

Días antes, la tristeza, indignación y condena recorrieron de norte a sur del país, una vez que se supo de las acciones de violencia desatados por grupos de civiles de derecha que desalojaron los edificios municipales ocupadas por comunidades mapuche. Comunidades que exigían atención a la situación de los presos políticos mapuche en prolongada huelga de hambre y sus demandas ancestrales.

“El que no salta es mapuche” golpeó los oídos y las conciencias generando tristeza por quienes lo proferían e indignación y condena por los intereses que los respaldan.

No cabe duda de que tras los grupos organizados que responden a intereses de elites de poder económico y político hay racismo y odio.

Pero el racismo arraigado en dichos sectores es un racismo histórico, con raíces en el largo proceso de usurpación de tierras. No es un racismo de sangre ni de color. Es el resultado de políticas de estado impulsadas por las elites dominantes. Es la consecuencia de la acción de aquellos que en el pasado impulsaron la Pacificación de la Araucanía. Es un racismo sostenido en la idea del vencedor. Un vencedor que construyó desde entonces una ideología de su superioridad. De allí que este racismo se construye sobre acciones e ideas colonialistas reforzando así una supuesta supremacía.

Empresas forestales, eléctricas, agrícolas y sectores de la elite política de derecha, amparados y refugiados en la herencia de la pacificación y beneficiarios de ella, han construido una red de respaldo a sus intereses que genera grupos y organizaciones civiles dispuestas a realizar acciones violentas como las descritas. Lo cual es lamentable.

En este contexto, no es claro que el nuevo gabinete se consolide generando una nueva etapa. Más bien, se abrió un nuevo flanco de críticas. Más aun cuando el Gobierno tiene la responsabilidad de ser coherente con su propio llamado al diálogo en vez de seguir reprimiendo niños, hombres y mujeres mapuche que desde hace 140 años vienen reclamando por sus derechos, restitución de sus tierras y su reconocimiento como pueblo y nación. La opción gubernamental no debe ser la criminalización de los pueblos originarios. La resolución de un conflicto histórico no se resuelve mediante recursos judiciales y policiales, recurriendo a la represión y violencia del Estado y de grupos paramilitares. La opción del Estado, más allá del gobierno de turno, es el dialogo. Y en lo inmediato se debe investigar la actuación de los grupos que actuaron en horas de toque de queda, trasgrediendo las normas sanitarias y que, según muestran evidencias difundidas, contaron con la benevolencia policial.

Urge detener la vulneración de derechos por parte del Estado de Chile hacia el Pueblo Mapuche, señalan los jesuitas en su declaración. Lo mismo señalan historiadores, académicos y diversas organizaciones sociales. Es de esperar que las más altas autoridades del Estado comprendan la premura del diálogo político que permita una comprensión profunda de la problemática histórica y se encaminen a soluciones reales y auténticas para los pueblos que, incluido el pueblo mapuche, han sufrido marginación, usurpación de sus tierras y falta de reconocimiento legal.

La violencia del estado y de las elites dominantes sólo conduce a más violencia. En cambio, el dialogo nos acerca a la justicia, base insustituible de la convivencia.