PLAZA, ÁREA VERDE Y CIRCULACIÓN DE UN NUEVO CIUDADANO

Por Cristian Cottet

Contrariamente de lo que comúnmente se cree y a la manera de un alma en pena que no logra salir de nuestro presente, los chilenos somos recurrentes en el ejercicio de volver sobre nuestro pasado con un dejo de melancolía y añoranza. Pareciera que lo vivido siempre fue mejor, más cálido, fraterno y completo, de alguna forma nos lo arreglamos incluso para hacer desaparecer la tristeza, el abandono y el dolor, explicándolos como el costo de la construcción de ese armónico pasado. En plena dictadura no eran pocos los que apelaban y lloraban por una república venida abajo por el atropello militar: barbarismo versus civilización son las constantes a la hora de las evaluaciones del presente. Habitamos el barbarismo y hemos dejado atrás el iluminismo pequeñoburgués republicano constituido de sociabilidades irrepetibles y hoy desaparecidas. Basta decir “antes las farmacias se llamaban boticas”, para que el otro agregue “y los vestones, paletó” o “y después de la matinée… la plaza”. De por qué se nos sale tan fácilmente ese apego a formas de vida provinciana y localistas, es parte importante de lo que trata este pequeño ensayo.

Cualesquiera sean las respuestas lo cierto es que extrañamos saber el nombre de todos los vecinos, de pasear en rededor de una plaza o de ir a la matinée. Mientras más miramos París, más extrañamos la provincia. Como salido de un lúdico espacio donde sólo el poeta puede respirar, Jorge Teillier se nos aparece desde la espesura de lo cotidiano para volver a instalarnos en la disyuntiva de saber de dónde venimos y por qué somos lo que somos. “Voy hacia un pueblo donde nadie me espera/ por un solitario camino rural/ a fines del verano”, reconoce el poeta para llevarnos a lo perdido y a lo prometido: el paraíso como promesa y el paraíso como pérdida”. Resulta doblemente difícil reconocer si el poeta Teillier nos hablaba de un sueño perdido o de un sueño que se promete; en otras palabras, el encanto de aquella provinciana sociabilidad está en asumirle como añoranza o como esperanza, como desperdicio o como fragua donde se recrean los instrumentos culturales.

Lo cierto es que cotidianamente habitamos esta ciudad en busca de ese pueblo donde nadie nos espera pero que sabemos es el territorio donde tenemos (aún) la posibilidad de reconocernos en un otro al cual ayudaremos a construirse en ese encuentro. “Todos nos reuniremos -señala Teillier en el poema “Edad de oro”-/ bajo la solemne y aburrida mirada/ de personas que nunca han existido, y nos saludaremos sonriendo apenas/ pues todavía creeremos estar vivos”. Ese “nos reuniremos” anuncia, promete y augura un tiempo futuro donde la confianza no exista, en tanto no estará presente el binario que le niega, la desconfianza. Es la promesa de una tranquila sociabilidad que se sustenta en el intercambio estrictamente necesario para establecer una nostredad que nos acoge y resguarda, una nostredad, nacida del encuentro, que, como el tiempo agustiniano, es lo que fue, lo que es y lo que será y que finalmente existe sólo por la precariedad de un presente en soledad.

Hablo de nostredad como espacio de sociabilidad en todos sus niveles y expresiones como diferenciación que obliga a limitarnos; me refiero con esto a una segregación natural y positiva que se constituye en el establecimiento de diferenciaciones desde las cuales nos reconocemos como partículas, como arraigo que se va reconstruyendo social y culturalmente en el encuentro con otro igual que se invisibiliza en tanto participa del nosotros. De la construcción de estos límites se ha dicho mucho, destacándose la familia, el sistema educacional y la costumbre como instrumentos de este proceso. Nos encontramos antes de todo en el devenir familiar, que nos hace, pero también en la búsqueda de un más allá social establecido. Ni qué decir de los límites donde esta nostredad se protege: el idioma, la vestimenta, las opciones de género, la edad, la pertenencia de clase, etc. En verdad el listado puede ser casi infinito ya que las nostredades se reconfiguran plásticamente en el cotidiano excluyente e incluyente. Aquella nostredad que nos reúne mañana será sólo quimera, recuerdos que sostendrán nuevos proyectos de nostredad. “Alguien me ha dicho en secreto que la primavera vuelve./ La primavera vuelve pero tú no vuelves”. Dice Teillier en su poema ‘Tarjeta postal’ para marcar un tránsito social que resulta imposible desprenderse. Es imposible detener el retorno de la primavera, el encuentro volverá, porfiadamente volverá a reunirnos y a definirnos desde nuevos ámbitos sociales. Lo que no puede asegurar nuestro poeta es que seamos los mismos habitando ese encuentro.

La categoría ciudadanía es un buen ejemplo de nostredad en tanto nace conteniendo la segregación y se constituye en el seno de otra, como es “la vecindad”. Si bien las nuevas repúblicas, independientes de Europa, levantan el paradigma de la unidad nacional como objetivo y condición, lo cierto es que estas nuevas naciones no hacen sino asentarse en la más vil segregación de las provincias (lo que traerá violentos encuentros regulatorios), de los pueblos originarios, incluso de los habitantes de las mismas capitales que no poseían bienes ni fortuna. Comienza allí un difícil peregrinaje de lo que entenderíamos por ciudadanía, abriéndose espacios cada vez más amplios al debate y conflicto político-militar.

Santiago de Chile no es la excepción. Con no más de sesenta mil habitantes a la hora de la Independencia, es una ciudad pequeña, ilustrada pero pequeña, que concentra sus instancias de encuentro y sociabilidad, primero en el paseo de los Tajamares (aproximadamente lo que hoy va de Estación Mapocho a Palacio de Bellas Artes) y luego en la Plaza Mayor (hoy conocida como Plaza de Armas). Es recién a partir de 1817, con O’Higgins en el poder, que comienza a construirse un nuevo paseo en la Antigua Cañada (hoy Alameda), lo que no restó importancia económica, social y política a la Plaza Mayor, centro del abasto y eje de distribución de la ciudad. Estos dos centros de encuentro y sociabilidad son de vital importancia para la constitución de los referentes materiales y simbólicos que darían forma a la República, en lo político-social, a “la chilenidad”, en lo cultural, y a la relevancia que se le dio a la plaza (como lugar de encuentro) en los proyectos de crecimiento urbano.

Abril, 2020