PATRIMONIO Y PERFOMANCE DE LA CITA LITERARIA

98 fallecidos en las últimas 24 horas.
“La mejoría continua”.


Cristian Cottet

Esta cita va acompañada de un sueño, de cierta morbosidad que le hace y así se formaliza.
Acompañarse de una cita lleva cita, toma tiempo, se requiere una referencia que no perdona más allá de lo que materializa más allá del papel. Al instalar aquella cita no solo se produce un secuestro dado si no que el ejercicio de que se convoca nuevamente en el texto.

La textualidad no termina ni comienza en la palabra escrita o hablada. Los textos que nos reúnen siempre están tensados por otro texto que le antedice y esa disputa binaria es el origen de nuevos textos. Los denominados “bailes religiosos”, por ejemplo, son una permanente actualización y tensión de textos que disputan con el origen.

Pareciera que siempre se escribe (o se está escribiendo) para otro, o desde otro, muchos otros imaginarios y reales, reconstruido de los jirones de historia a los cuales logramos asirnos y hacer de él (del otro ese de que hablo, o escribo) nuestra excusa, nuestro objetivo, nuestro personaje, nuestra razón (lógicamente) de escribir. Es otro aquel desde donde venimos al oficio de escribir, ese que creemos ser o por lo menos nos justifica humanamente. Ese primer otro, casi horizontal, al cual saludamos en nuestro idioma, ese que nos acompaña en los viajes en Metro, que nos observa y observamos cotidianamente, ese otro básico, rudimentario, conocido, asible en las mañanas y en las tardes. Ese otro, que es parte de lo que yo mismo puedo definir como lo que soy, somos nosotros, somos los que escribimos, los que mueven este lápiz y este cuaderno, eso otro, se asienta en la seguridad de ser parte de una comunidad, de un pueblo, de un espacio físico, ese otro es la seguridad de no estar solo en la ciudad, en el poblado, en el vecindario o caserío que habitamos. Ese es nuestro primer otro, nuestra primera referencia cuando escribimos y constituye nuestro pretérito imperfecto. Es a ese al primero que convocamos cuando empleamos el idioma, cuando debatimos sobre Dios. Es el que autoriza hablar de pertenencia, de cultura y de sociedad. Así se establecen los límites geográficos o culturales, así se pertenece a un “algo” que en su seno lleva la contradicción de alteridad.

Por su parte, las figuras reconocidas como “bailes religiosos” nos retraen a un sujeto que está en otra parte o territorio de lo que vemos. La ceremonia comienza, se instalan los grupos de baile y cada uno despliega su performance, su estiramiento del cuerpo, su historia y la historia de todo el país. Porque un chino bailando no es sólo ese sujeto moviéndose. Es un eterno chino que se repite, que se multiplica en cada repetición de la performance. Dicho así, el encuentro de esas agrupaciones de bailes al reunirse no sólo se declaran devotos de un santo o una virgen, en definitiva, de una imagen, son en verdad los que vuelven la historia en un retorno al origen ceremonial, esto es, al mito, el que les construye y hace de su instalación una ceremonia nueva, patrimonial y apegada a ciertas identidades.

El español a la hora de llegar a estas tierras no podía otra cosa que cargar con reyes, vecinos, amantes, familiares, idioma, religión y sueños; traía consigo, colgando de su espalda, aquello que dejó sorprendido a las habitantes de Las Indias, aunque lo traído sólo fuera un cachivache de mal gusto o en mal estado. Eso no importa. Ese otro, su otredad peninsular, en algún momento extrañará ese artefacto como también al que partió y a todos los otros que le acompañaron. Ese otro que evoco, no falla. Es parte del nosotros, son nuestros-otros que están presentes a la hora de escribir. Será por esto que el escribir con-otro resulta un ejercicio llano, pero a la vez injusto, mucho más injusto, que significa escribir para otro. Para Cristóbal Colón el descubrimiento de América fue un hecho del cual ni siquiera se enteró. No hubo fiesta ni condecoraciones. Ingratitudes de la vida. La historia, nuestro pasado y presente, pasaron frente a su nariz, pero en el afán por descubrir la nueva vía que le llevase hasta las Indias y en lo que gastaba por desatar y controlar contubernios y sublevaciones de sus connacionales, simplemente dejó sin dar su nombre a este continente. Sólo Dios sabe cuál hubiese sido el seleccionado por este aventurero caballero. Pero no todo fue desgracia, dicho de otra forma, no todo fue ingenuidad científica. Se dice que en el espíritu de éste y en su afán por volver a insistir en una cuestión que a la postre se vio como secundaria, llegó incluso a vender esclavos en Europa para financiar nuevos viajes. Así, ya en el segundo viaje mostró parte de su nuevo poder y prosperidad: de los 120 hombres que le acompañaron en el primero, ahora ascendieron a mil quinientos; de las frágiles tres carabelas, ahora movía 17. Todo esto con la escasa distancia de tres meses.

Y en esta nueva tierra este hombre se encontró con otros que también se reconocían en su propia nostredad y a la hora de volcar sus energías al arte de escribir debió también reinstalar la propia nostredad traída desde España, para lo cual esta tecnología de la memoria debió recurrir a una suerte de ceremonia social, que Martín Lienhard califica como “performar la palabra” ya que “a los ojos de los conquistadores, la escritura simboliza, actualiza o evoca –en el sentido mágico primitivo- la autoridad de los reyes españoles”. Pero igual la historia fue ingrata para Colón: otros cogieron el oro, otros tomaron las mujeres, otros enriquecieron con este descubrimiento. Para los que habitaban este trozo de tierra a la hora de tan magno evento, la cosa también se hizo notar: de los 200.000 habitantes que poblaban la isla La Española en 1492, quedaban 60.000 en 1508. En tan sólo 16 años fueron eliminados 140.000 seres humanos, y Colón seguía sin saber que había descubierto un continente, cuestión que a la postre ha servido de excusa para estigmatizarle con las muertes que costaron la cristiandad en cada trozo de América.

Esa performa de la palabra, esa puesta en escena del acto de escribir, sucede ser el origen del resto de palabras instaladas como verdades en la historia de América, más aún si consideramos que importantes culturas nativas también desarrollaban ese ejercicio de instalar lo visto, lo pensado o lo vivido en signos que (también) obligaban a dobleces corporales y a la recurrencia de instituciones locales.

Hasta aquí tenemos un grupo de seres humanos que llegan a un territorio “desconocido”, tenemos también otras agrupaciones que rinden devoción a una imagen religiosa. Estos dos tipos de agrupaciones se encuentran luego de cinco siglos bajo el mismo parámetro existencial: el origen, la maqueta de una historia y el acto ceremonial cotidiano. Poseen y son parte de una misma identidad, de común patrimonio, pero de performas diferentes.

A dos partes nos lleva el empleo de la palabra escrita en este encuentro (fortuito o no) de europeos y naturales. Dos espacios que se construyen desde el reconocimiento mutuo, sea en la opresión o en la cooperación, de otro diferente, ajeno, distante y conquistable, diferente al enunciado más arriba, del cual se sospecha, se teme, se desconoce su operatividad y, por lo mismo, se debe con él establecer un ámbito de pertenencia común. De una parte, a la disputa de la palabra escrita como registro de vida (memoria) y a la instrumentalización de esta escritura como artificio de poder (sea por ausencia o por ejercicio). Estas dos consecuencias (la memoria y el ejercicio del poder) comienzan su despliegue en América con la carta que Colón enviara a los reyes de España. Es del primer esfuerzo escritural que nace la carta relatoria, que “…en el caso del descubrimiento la carta (información verbal en la que se describe la posición de las nuevas tierras) es complemento de la carta (el mapa, información gráfica donde se diseña la posición de las nuevas tierras): dos sistemas de signos que van articulando una misma modificación conceptual”. La carta, reconocido como grafos (del griego” escribir) la entenderemos, entonces, no sólo como aquél venido del alfabeto, si no también desde la representación plástica de la geografía de un lugar o territorio. Antes de seguir con la carta, digamos algo respecto al mapa.

El texto, en cualquiera de sus acepciones, además del contenido comunicacional que le hace y justifica, viene a demarcar múltiples entusiasmos que se resumen en la pulsación freudiana de atrapar y retratar sincrónicamente una exclusiva expresión de lo vivido. Se puede entonces decir que cada texto emerge a la velocidad que los acontecimientos lo requieren y a la velocidad que su propia instalación genera, dejando así sellado el perfil (subjetivo u objetivo) de quien traza este texto, haciendo de él un asunto que no termina en sí mismo ni se aventura en intentarlo todo. En lo que a la textualidad de la conquista se refiere se pueden reconocer estilos y formatos diferentes que darán señales, desde distintos soportes, de una misteriosa realidad descubierta, porque podemos estar en disputa con la nominación de “descubrimiento”, en cuanto a la llegada de europeos a las tierras de occidente, podemos incluso cuestionar lo novedoso de estos textos, pero no podemos dejar de reconocer (en cada uno de ellos y en todo texto) un factura novedosa y primogénita. El texto, en su contradictoria realidad, descubre e inventa aquello que (sin dejar de ser) ha estado fuera de la focalidad del que mira, en otras palabras: no se le ha integrado a cierta taxonomía dominante.

Ejemplo de esto es que los textos con los que se inicia la literatura hispanoamericana son representaciones por lo tanto nos acercan a miradas gobernadas por el ímpetu sincrónico de definir y establecer verdades, como a gestos y actos individuales que arrancan de motivaciones políticas. El texto de que hablamos semeja mucho más al “gesto” que soporta toda la vida de quien lo construye. Sí, podemos reconocer tanto un aspecto taxonómico, en tanto se gesticula desde el poder, como un aspecto comunicacional, en tanto se textualiza desde “la construcción de realidad”, de arraigo y pertenencia, las cuales irremediablemente se sustentan en cuanto experiencia vivida.

El mapa lo reconoceremos desde su textualidad constituida en documento que se recrea en cada trazo que le compone pero que además va construyendo cierta imaginería visual desde donde se puede instalar lo no vivido y transformar aquel trozo de papel en un espacio recorrido, habitado por quien le observa y atrapa. Requiere eso si este ejercicio de cierta voluntad del observador de aceptar lo visto (en el mapa) como lo vivido; requiere esa observación de cierta inocencia y aceptar la propuesta como verdad que se reafirma en la medida que es reconocida. El mapa es un texto que aspira pertenecer a la taxonomía dominante y a la vez proponer una nueva, que se reconoce en la anterior pero que aspira superarle. Como el kipu, el mapa requiere de la explicación para hacerse instrumento comunicativo. Por sí solo, sin el trazado de palabras sobre los trazados plásticos, el mapa obliga a la oralidad, al conocedor, al que posee el poder de leer esos trazos y descifrar de ahí la representación de un camino, de una ciudad, de montañas, de continentes. Si a ese dibujo no se le agrega textualidad lingüística, simplemente se transforma en un trozo de papel con trazos. Por otro lado, el baile religioso también se instala como un mapa que descansa en los cuerpos en movimiento, en los espacios ocupados y en la terrible verdad de que estos actos no son más que una re-construcción de viejos encuentros y temores.

El patrimonio, entendido como el universal acopio de conocimiento que reconocemos al instalarnos en el espacio humano, se arrebata de dolor, se contrae en las circunstancias y el chino vuelve a llorar, vuelve a reconocer su precariedad. Es una invisible mano la que los dirige e instala en un territorio. El misterio está ahí, con la forma de Patrimonio.

Visto de esta forma, la escritura de estos textos está apelando a la mirada de un habitante, de un contemporáneo del autor que vivirá ese trazo como lo vivido y en ese trance lo vivirá también como lo que vivo, dejando atrás la pertenencia a una cosmovisión determinada para entrar en la que propone el cartógrafo/escritor. Inocencia o no, lo cierto es que hemos cruzado el límite de la credibilidad y nos expusimos al saber desde una textualidad acotada políticamente. Podemos imaginar al habitante del siglo XVI o XVIII que al observar algunos de estos mapas se transforma y se instala en un conocimiento, en una propuesta ideológica que le hace haber vivido lo trazado, con lo cual se acepta como verdad aquello que el cartógrafo/etnógrafo delimita como tal.

Pero ¿qué tan cierto es lo expuesto en cada uno de estos textos? Dicho de otra forma, ¿hasta qué punto podemos creer que lo aquí marcado es aquello visto? En el mapa de don Alonso de Ovalle, de data 1646-1728, se puede observar la detallada descripción de lo que sería (en pleno siglo XVII) el territorio que hoy conocemos como Chile y Argentina, territorio que aparece habitado por seres humanos con rabo, cazadores desnudos y señales de donde “se perdió Arguello” (¿quién era Arguello?). Si existen o no hombres rabudos y si se perdió o no Arguello, es cuestión que en este joven siglo XXI poco importa, la tradición inmediata de las ciencias demostró (también con sendos textos ilegibles para el vulgo) que esos seres no existen, por lo que este habitante post-moderno sólo centra su ojo y su inocencia en lo alegórico de esas señales. ¿Pero qué ve el habitante del siglo XVII? Su mirada y si inocencia le llevan a un mundo de extraños seres donde no es difícil perderse y donde el arriba/abajo estará definido por la cordillera de Los Andes (nominada como volcanes). Ese habitante, instalado frente a este mapa vivirá, en un extraño estado de ensoñación, la compañía de los rabudos reconocerá los quirquinchos y determinará su propia existencia en tanto no le corresponde lidiar con desnudos hombre armados.

El Patrimonio no se manifiesta si no es marcado por la Memoria. Esto, que parece un axioma vulgar, no es otra cosa que la perenne oportunidad de la calidad con sujetos situados nos ofrece al acotar ese infinito Patrimonio. El baile de chino, las morenadas, los bailes en su conjunto, no apelan a más que ser reconocidos como un factor de esa memoria, un factor que persiste y se repite, se reproduce. Pero también está el territorio patrimonial y es allí, en Andacollo donde comienza la ejercitación de la memoria, es ahí, es en Andacollo donde se instalan los primeros bailes, donde se juega la perfomance histórica.

El miedo, el temor a lo que se está viviendo en la observación de ese trazo denominado mapa, también definirá las decisiones que ese ciudadano europeo asuma como propias, determinará ese conocimiento el resto de su vida y no será para él lo mismo antes o después de estar frente a ese mapa. La experiencia la vivió, lo visto lo da por conocido, lo leído lo entiende como verdad. Además de la pulsación epistemológica del cartógrafo (que, no cabe duda, aspira atrapar aquel territorio en un trozo de papel), el mapa contiene un dispositivo político que se actualiza cada que se le enfrenta en busca de respuestas y que obliga a no sólo leerle como inocente descripción. El texto de la cartografía de Levinus Hulsius (con data de 1599) nos da señales de un territorio sudamericano poblado de caníbales, monstruos, guerras, sanaciones estomacales con flechas introducidas por la boca, guerreros acéfalos y un sinnúmero de construcciones religiosas (¿iglesias?) que propone un heroísmo sin límite por parte de esos misioneros. ¿Qué puede creer o construir el lector del siglo XVII si no la necesidad de participar (aunque sea en la distancia) de esa magna obra evangelizadora? Podemos, incluso, sospechar cierta higienización de las intenciones conquistadoras desplazando sutilmente todo atropello al limbo de las necesidades civilizatorias.

El mapa es un ejercicio memorialista que perdura en tanto se gráfica y se hace carne. Andacollo no es un símbolo ni un espacio baldío, es el territorio de la Memoria, el Olano de lo no construido todavía. Esa es la magia, esa es la certeza del mapa, de la performance y, por último, de la Memoria hecha carne.

Ante lo dicho podemos con propiedad preguntarnos, ¿cuáles son los mapas que hoy nos hacen cómplices, como observadores, de cuanta agresión y desalmado atropello vivimos? Las comunicaciones por imagen, aquellas textualizadas por la escritura e incluso la verbal, condensada en lo que reconocemos como prensa, vienen hoy ha reinstalar esa inocencia del observador apelando a cierta verdad que parece indiscutible. Cargados de intención política (como hemos intentado demostrar) el mapa se transforma en un instrumento más de la empresa conquistadora: soldado y sacerdote se instalan así en las referencias de heroísmo de una época determinada por cosmovisiones mágicas. Si otrora se ocupa el cuerpo humano para reforzar el miedo, no es esto lejano de lo que hoy podemos vivenciar cotidianamente.

El asunto descansa en que el mapa se transforma en un cuerpo humano que baila en un territorio. Esto es lo que pretendo demostrar: la vigencia del mapa, de los cuerpos hechos Identidad y el Patrimonio instalado en un territorio. Tenemos hasta aquí un mapa, un cuerpo y un territorio, perseverando en la actualización del mito, en tanto Patrimonio, Memoria e Identidad.

Pareciera que el proceso de actualización de la legalidad es un asunto de nunca terminar en la medida que estos instrumentos comunicacionales se nos proponen en un periodo histórico en que se vuelve a cuestionar la empresa conquistadora de España y se nos hace dificultoso asumir una posición crítica frente a tanto esfuerzo y sacrificio. Pareciera también que mientras más estrechos lazos se establecen con Europa, mientras más tratados económicos y políticos se firman en nombre del progreso, más necesario se hace revivir la gesta épica al modo de una ritualidad obligada para con esto reinstalar el proceso de higienización propuesto hace siglos. Este acercamiento al mapa nos lleva a creer que, así como el kipu requiere del que conoce para completarlo, existe un paralelo de textos en tanto el encuentro lo justifica. Cierto es que el conquistador trae también la palabra escrita, pero con ello no se lograba un todo cognitivo respecto a lo descubierto. Un cerro en un mapa debe explicarse o ser marcado con la palabra cerro, una herramienta no se puede narrar plásticamente (por ejemplo, por medio de un dibujo) si no agregamos la oralidad o textualidad explicativa.

Si bien ese mapa no hace sino representar lo vivido, la carta “y los diarios colombinos, resultados de un deber y de una obsesión, son los textos originales que definen, aunque equivocadamente, el referente (Indias) de la familia discursiva en su posición geográfica: además inician el discurso sobre lo natural y lo moral que se continuará en las historias posteriores”. Son estas cartas las que, apelando a lo sabido, pero no a lo conocido las que mantienen el nexo con esa otredad lejana, pero que comienza ya a construir el espacio de encuentro con la otredad encontrada en este territorio.

A la hora de narrar escribiendo se convoca, de una u otra forma, al destinatario de lo escrito, así, esas cartas iniciáticas se explican sólo en tanto existe otro que también sabe de lo posiblemente visto pero no conoce más que la representación narrada. Esta es la razón de lo meticuloso y acotado de estas narraciones: es posible explicar aquello que se espera escuchar y en la forma que se acostumbra, pero no se puede explicar aquello que no se conoce ni material ni simbólicamente. Esto da lugar a la paradoja comunicacional de que se está escribiendo sólo representaciones que el otro espera leer. En definitiva, el receptor no espera más sorpresas que las supuestas en el alegórico mapa de imágenes locales. En palabras de Mignolo: “El descubrimiento es, para Colón, descubrimiento de lo no visto pero sabido y de ninguna manera descubrimiento de lo no conocido, puesto que se sabía de antemano lo que era: el fin del Oriente” Las cartas pertenecen al ámbito de lo privado, en tanto es la voz del escribiente que recurre a ese otro que leerá su narración, ausente y expectante, para explicarse lo que sabe; pero también la carta pertenece al ámbito público en la medida que relaciona disímiles y distantes ansiedades sobre la base de una construcción esperada, no sorpresiva, sólo ingeniosa. Desde ámbito privado la carta apela al ejercicio memorialista, desde el público al del poder.

Este primer instrumento escrito de los españoles a poco andar se ve transgredido por ese otro dominado, el indígena. Recordemos a Guaman Poma. ¿Había algo en esa carta (de 1.189 fojas y 398 dibujos), un algo que el rey Felipe III no supiera, incluso sin haberlo visto? En lo privado ese texto intenta vindicar cierta experiencia colectiva que el autor visualiza como necesario inmortalizar, pero en lo público se intenta vindicar un poder arrebatado. “Por vez primera –sentencia Martín Lienhard-, aquí, los depositarios de la memoria [lo privado] y de la conciencia colectiva [lo público] dejan de ser los sempiternos informantes o los redactores de escritos al estilo europeo para convertirse en los autores, materiales o al menos intelectuales, de un texto propio en el sentido cabal de la palabra, en sujetos de una práctica literaria radicalmente nueva”. Contra el doble espíritu de la carta (lo privado y lo público) atenta el obligado requerimiento jerárquico de controlar el dominio colonial por parte de la burocracia española. Así, la escritura se transforma en una obligación referida a otro que sospecha no saberlo todo. Se impone, entonces, el requerimiento de responder cuestionarios y formularios de control.

Lo privado queda así reservado a ser desplegado al interior de la Colonia. Lo público prima como ejercicio de poder y dominio. “…aparece aquí una de las primeras características de las relaciones y es que ellas nos transcriben la observación libre de quien escribe, de lo que ve quien escribe, sino que responden, de alguna manera, a los pedidos oficiales”. La carga personal no es un asunto menor. Escribir, describir, o sea, narrar lo visto de tal forma que el otro (lector) vea aquello que no ve pero que sabe, es artificio adquirido con la práctica y la perseverancia. La alteridad que ello contiene (ese otro observando tras el cortinaje de la pluma) no se resuelve fácil, ni en poco tiempo. Por lo mismo, las relaciones vienen a interrumpir un proceso de despliegue escritural que comienza con Colón. Es tiempo de asentar el dominio por lo que el control, desde la distancia, debe ejercerse como obligación y con disciplina, por lo que las relaciones se ajustan a un modelo preformado y rigurosamente cumplido y que descansa en una suerte de cuestionario que se debe responder con la mayor precisión y esmero.

Si bien todos estos instrumentos patrimoniales se constituyen en herramientas de asimilación, no puedo dejar de hacer notar que a la vez son los factores que “nos hacen” desde lo público y lo privado.

Este material escrito, también rigurosamente resguardado, se actualiza a partir de la expansión que el concepto documento cobra en general en las Ciencias Sociales y en particular en la Historia. Asumido el hecho de que lo histórico no sólo se encuentra en la documentación oficial y que, frente al agotamiento de éstos se hace necesario leer otro tipo de documentación y registros, se despierta el entusiasmo por todo tipo de registro que dé cuenta de hechos cotidianos o relevantes de un periodo determinado. Así, las relaciones (copiosas o no) vienen no sólo a detallar la vida colonial mirada desde el español, sino que sienta las bases de un diálogo de éstos con ese otro dominado (el indígena) que es testigo y actor de la información requerida.

El contexto de la relación está dado por los requerimientos centrales de las jerarquías españolas. No es un producto espontáneo, ni escrito por cualquier funcionario. En ella debe incorporarse información requerida y precisa para de esta forma evaluar los nuevos requerimientos que se impongan a la Colonia. “En tanto que la carta –señala Mignolo– por un lado y la historia [léase, crónica] por otro, tenían una tradición y los que emprendían esta tarea, directa o indirectamente la implicaban, las relaciones, por el contrario, se presentan como ajustadas a un modelo creado sobre la marcha (de lo cual testimonian los sucesivos ajustes del cuestionario) y basado sobre las necesidades que brotan de la información que se desea obtener”. Nuevamente nos encontramos con el paralelo de estos instrumentos españoles con la construcción inka. Así como el poder centrar de la península debe recurrir a esta rigurosa descripción, el Tahuantinsuyu también despliega este requerimiento de control y lo registra y traslada (desde la localidad al Cuzco) por medio del instrumento kipu, el cual contiene la información requerida.

El kipu es la marca de la primera conquista. Esa donde “los chinos y chinas” se asimilan en una cofradía devota. Es también el instrumento de control social y económico.

El encuentro del kipu con la relación no resuelve todos los requerimientos venidos de la clase dominante, sobre todo si suponemos que ambos instrumentos deben ser leídos en espacios que no le son propios, que han debido viajar largos trechos y que, finalmente, se les reconoce sólo como fuente informativa. Esta escritura tan compartimentada, llevada adelante por expertos venidos de ambas culturas, no da lugar al despliegue de poéticas subliminales de manera directa, sino que contienen en el núcleo de su función los elementos que darán lugar, de una parte, a un tipo de literatura o textualidad macerada en el encuentro, y de otra, a una fuente de información para ser releída a la hora de pretender conocer lo que esa vida fue en su momento de despliegue.

Volvemos a la mirada del ese encuentro y a esa doble escritura que traza, como cincel, los devenires de ambas culturas. La carta, la relación, o cualquier otra expresión de narración, se van entrelazando en un extenso proceso de intercambio que podría llevar a pensar que esos otros desconocidos se esfuman en una nueva modalidad de vida, ahora en comunión. Pero los hechos mostraron otros derroteros a este encuentro. Sea por la facilidad de imponerse sobre el otro, por la escasa capacidad de resistencia, o por imaginar cada uno de forma diferente el futuro, lo cierto es que primó en este ejercicio de escritura la visión de una de las partes, llevando incluso al otro a invisibilizarse en este proceso. Si la complicación de escribir ya es un asunto de larga explicación, más aún lo es el poder descifrar las articulaciones que fueron necesario descifrar para llegar a entender esta escritura venida de un territorio cultural híbrido, en tránsito, de frontera. Existe una escritura que está hecha a la medida de un lector que ya ha incorporado como propio todo el proceso de encuentro, que ha hecho de su lengua no el castellano, sino la mezcla de palabras. Un lector propio de una comunidad siempre en tránsito, en cambio y que dará luego espacio a la ficcionalización de la cultura oprimida, un extenso proceso de higiene cultural donde la misericordia aparenta una imposición.

En este punto de la narrativa que he propuesto, creo necesario puntualizar algunos conceptos y quiebres que se dan al alero de una hermenéutica criolla de la impunidad, aquella que, haciendo acopio a proyectos de progreso, termina exacerbando un etnocentrismo literario que encubre la mala fe de sus cultores. Me refiero con esto a ese finísimo espacio de conciencia donde se instalan (de manera consciente o inconsciente) ciertos olvidos que sostienen aquellas verdades venidas del conflicto cotidiano, esas pequeñas piedades donde el narrador esconde sus propias faltas a la verdad y con ello estructura la historia oficial democrática incluyendo incluso la narración rescatada del cepo, del mismísimo despojo o de la silla eléctrica. Así, la palabra rescatada de su dominación toma la forma de discurso ficcional, donde la mirada esta instala en el querer ser.

Se trata de una apropiación que, por sanas o insanas aspiraciones, termina siempre aplastando a ese otro referido en un texto ya instalado. Aquel que escribe ese texto etnoficcional será el criollo o el extraño que observa la vida del oprimido y lo escribe (como es de suponer) desde la óptica política y cultural que le es propia. El escritor en este desliz cultural estará oculto tras la máscara de la ciencia o del mesianismo político, cuestiones que no siempre han salido bien paradas a la hora de una evaluación histórica, donde “…el interés por lo indígena surge más bien como una cuestión filosófica y artística, despreocupada de toda práctica transformadora, e incluso el indio como ser humano concreto. Este deviene así un mero pretexto u objeto circunstancial de un discurso que busca superar una frustración de los sectores criollos y mestizos…”. Este artilugio político no puede menos que hacer acopio de la mala fe sartreana y omite (léase, olvida) parte importante de la historia que se fracciona.

Pero queda aún una nueva performance, aquella que ficciona, que transgrede y desafía desde su propia Identidad, la etnoficción corporal. Si bien Lienhard instala el concepto como un asunto “gráfico”, escritural y de resistencia, no puedo alejarme del hecho que todas las agrupaciones de bailes, todas las formas de vestir, todas las performances patrimoniales, se descubren como una ficción deletreada en un texto moderno y posteriormente posmoderno.

Nada de cuentos: cada vez que los poderosos han determinado algún tipo de cambio en estas tierras, los muertos protegen muy bien el trabajo de estadistas e historiadores, quizás la salvedad sea el agregar el desaparecido en estas cuentas, un concepto híbrido que no se acompaña ni de lágrimas de viudas ni reencuentros fortuitos, simplemente la exclusión de entre los vivos para pasar a un estado límbico protegido de heroísmo.

Esta era una tierra la cual podríamos denominar feliz, apareció Colón en busca de nuevas rutas comerciales y se transformó en el telón de fondo en el proceso de construcción de un Estado único, central, poderoso y represivo. A esto justamente se le denomina descubrimiento. Aceptemos que es así, que llegaron, que se instalaron, que tomaron el poder y ejercieron hegemonía militar. Lo verdaderamente triste es que este poder se ejerza con tanta ineficiencia que abre, por si y ante sí, brechas de descontento, de sublevación y guerra, por donde fluyen no sólo los hombres cargando fusiles de libertad, sino que también desde allí aparecen los muertos, los asesinos, el descuartizado y el degolladero. Murió Colón y fue necesario reemplazarlo y para esto también fue menester pasar por cuchillo un centenar de fieles, acallar voces e implantar un nuevo estado de cosas. Murió Colón y nuevamente la guerra, pero ahora con trajes construidos en este territorio. El Estado único del cual fueron costo cientos de miles, se desgranó como una mazorca norteña entre los dedos de quienes se denominaron libertadores. Lo conocido pasó a ser parte de la historia. América Latina, nombre cuestionado y muy poco agraciado a la hora de resumir la multiracialidad de este continente, se ha visto atravesado por estas circunstancias de manera repetida. Crece, acumula, favorece en determinado momento a sus desposeídos, pero de manera irreversible vuelve atrás, se esconde en el barbarismo reprimiendo, azotando, levantando herejes hasta el fuego. La verdad salta a la cara con la forma de una bofetada. Si el mentado descubrimiento no pasa de ser un mero trámite económico y expansionista en los requerimientos globalizadores de los europeos, la manoseada independencia no dejo tras de sí más que muertos y esperanzas fallidas. Esto costo tanto de muerte como de olvido, lo cierto es que la irresponsabilidad humana de las clases dominantes nos ha llevado a uno y otro reguero de sangre, donde los nuevos estados nacionales se envalentonan con el vecino más débil y vuelven a entregar la sangre pura de sus hijos a inútiles disputas.

Esta voltereta de la historia, donde el héroe se trasforma en mito y en resabio cultural, no puede si no repetirse y acumularse en las “marcas” o huellas que deja la repetitiva ceremonia memorialista.

Una cosa es cierta, hasta donde podemos especular, Colón esto no lo imaginó.