¿QUÉ TIENEN LOS MUERTOS QUE NO TIENEN LOS VIVOS?

Por Cristian Cottet

Cuesta decirlo, pero es prudente reconocer que es mejor morir a desaparecer. Chile en esto es un ejemplo. Las madres y los padres, las esposas y esposos, todos los miembros de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos lo demuestra cotidianamente con la búsqueda de sus seres amados para darles un respetuoso y merecido descanso. Son duras palabras, lo sé, pero la muerte, el funeral y el recuerdo terminan siendo un bálsamo en aquellos corazones.

Siendo una sola, como la vida, la muerte se ve tensada a diversas lecturas que le reposicionan generalmente ante dos ámbitos: la propia vida, y la trascendencia. La propia vida le determina e instala a su reverendo antojo. El muerto (o sea, el sujeto de la muerte) termina siendo la excusa para nuevas entradas a eso que misteriosamente permanece sin explicación absoluta, porque, lo queramos o no, todo intento de explicación de la muerte no es más que volver sobre la vida y, en el mejor de los casos, ajustarle para que quepa en el estadio de la trascendencia, o sea, el ser más de lo que se puede creer que se es. En lo referente a la trascendencia, la religión, apropiándose de ella, le conserva como instrumento y espacio de este despliegue de posibilidades.

La ciencia, en sus más variadas expresiones, también le tiene como instrumento articulador que empuja y activas las energías necesarias para hacer de la vida una cuestión finita o infinita, explicable o inexplicable. Aplicaciones científicas como la medicina o la ingeniería, están expuestas al desafío de conservar o mejorar la vida. Por su parte, la antropología hace de ella un espacio de ritos y ceremonias, un resumen tensado de la cultura que le intenta explicar de manera práctica.

Finalmente, despojada de todo lo que pueda significar, la muerte no es más que la muerte. Se muere, es irrevocable, se muere con todo lo que es nuestro contexto de vida. No se puede morir de otra forma. Con la muerte se vienen encima ceremonias, mercados, alegrías, dolor (pareciera que mucho dolor), desintereses. Todo esto, y mucho, mucho más, es la institución muerte y uso el término “institución” como un acuerdo sobre una serie de valores tradicionales alrededor de los que se congregan los seres humanos. Esto significa también que esos seres mantienen una definida relación, ya entre sí, ya con una parte específica de su ambiente natural o artificial con la muerte. Pero la relación con la muerte no es un absoluto hegemónico y terminado, lo que no imposibilita en acercarnos a ciertos estadios que hacen de la muerte un continuus ceremonial:

La agonía (del latín: agon, lucha, combate): Como tal, este estadio va, generalmente, acompañada de la enfermedad por parte del agónico, de la confrontación a lo carente o que se pierde. La agonía, como lo explica su raíz etimológica, es una lucha, un combate contra cierta inevitabilidad que se instala como contrincante. Así, el agónico está luchando, con más o menos fuerzas, por restar espacio a la muerte y perseverar en la vida. En verdad no sé si esto guarda relación con un combate asumido solo por el agónico o, por el contrario, por la carnalidad de éste.

La muerte: De acuerdo a lo dicho respecto a la agonía, esta sería una lucha, un combate donde el ser humano esta irremediablemente perdido, donde sólo puede obtener triunfos tácticos, pero donde lo estratégico está claro y sabido desde el comienzo. La muerte puede retrasarse, pero no ser vencida. Una de las diferencias más importante entre la vida y la muerte está en que la vida puede explicar la muerte, en cambio la muerte se explica por si sola.

El funeral: Quienes vivimos en esta cultura el funeral es “la” ceremonia de la muerte, mientras que en otras culturas esta se da con formas diversas.
La atmósfera de un funeral javanés no es una atmósfera de histérica aflicción, de incontenibles sollozos y llantos, y ni siquiera de lamentos por la desaparición del muerto. Es más bien una ceremonia serena, sin demostraciones, casi lánguida, una breve aceptación ritualizada de que las relaciones con el muerto ya no son posibles. No se aprueban las lágrimas y por cierto no se las alienta; los esfuerzos se dedican a realizar bien las tareas del caso y no a entregarse a los deleites de la aflicción. (Geertz, Clifford; 2003. 139)
Lejos todo esto de nuestra ceremonia, que justamente se recarga de llantos, desgarros, sollozos y todo tipo de manifestaciones externas de dolor. El muerto, aquel que fue, aquel que es, se le instala para ser objeto del “deleite de las aflicciones”.

El recuerdo: Es justamente en este estadio donde más se recarga el aspecto religioso-especulativo de la muerte. ¿Dónde está ahora ese que enterramos? He denominado esta etapa como “el recuerdo”, ya que prefiero centrar esta búsqueda en la grandeza del accionar particular, donde el muerto es ahora, y todavía, parte del grupo que perteneció y se le recuerda como uno más de este grupo.

Cada vez que los cientistas sociales intentan explicar, con todo su arsenal teórico, algún fenómeno cultural, no pueden sino apelar a su propia experiencia. Sea esto por exclusión, por comparación o simplemente por lo mágico que resulta la vida al poner frente a sus limitados ojos el desgarro de lo buscado como un corte de su propia vida. Como tesis lo dicho resulta un tanto pretencioso, pero no por esto menos cierto.

“Parece que me van a mandar para la casa”, es una de las recurrentes respuestas cuando se le pregunta al enfermo hospitalizado. “Me escapé de la vieja mala”.

Pero salió del hospital. Los cumpleaños pasaron con pequeños presentes y algunas felicitaciones familiares. El trabajo se desarrolló con la mayor dedicación posible. La vida es así. Se recarga hasta el límite, para luego reconcentrarse. Volvieron a operarlo. Le quitaron el teléfono móvil. Le extrajeron un testículo, un riñón y un pulmón. Pasó a la Unidad de Tratamientos Intensivos, UTI. Le aplicaron quimioterapia, pero murió encerrado, conectado a mangueras que le ayudaban en su agon contra la muerte.

Fuimos a un velorio y a una misa. El ataúd estaba instalado en el centro de una pequeña pieza que, al parecer, se usa sólo para estos efectos. Le rodean arreglos florales y cuatro candelabros en las cuatro esquinas alumbran con tenues ampolletas con forma de vela. Por todo el rededor de la sala los familiares conversan en susurros aprovechando las sillas que se instalan.

El llanto, el llanto contenido y cobarde, el llanto ahogado nos pobló por dentro y por fuera. Una profunda fragancia lo invade todo. A mis espaldas alguien llora también, pero los sollozos se mezclan con el susurro y el olor ambiental. Le miramos en el cajón fúnebre. Sus ojos estaban cerrados, el rostro mostraba signos de hinchazón. Vestido de chaqueta y camisa, sin corbata, el botón último de la camisa desabrochado. Estaba muerto y no había fuerza ni entusiasmo capaz de arrebatarlo de ese estado. Aceptando la muerte como un algo desconocido, él estaba tan muerto, tan desconocidamente muerto, que aparentaba la vida. Una de esas noches de noviembre me soñé en el velorio, que me sonreía desde el cajón, que se movía y me señalaba (con un gesto propio de él) un punto de la pieza. Volvía a sonreír moviendo los hombros.

Han pasado un par de días desde el entierro (al cual no asistimos) y trato de hacer desde este muerto, mi muerto, mi desgarro, mi llanto, un análisis que no me saque de la escrutadora mirada científica. Pasó la agonía, el agon. En la vida hasta morir es un combate, una lucha. Se muere aferrado a lo conocido, a lo tenido. Pasó la muerte y no supimos cómo era. Le quitaron no sólo el teléfono móvil, también su propia decisión de hablar, su independiente loca idea de conversar hasta morirse. Pasó el funeral con frases entrecortadas de llanto, con flores marchitándose al borde de su cuerpo, con cigarrillos, con discursos religiosos de “otra” vida.

Estamos ahora en el comienzo del recuerdo.

La muerte, decía Malinowski, provoca en los sobrevivientes una respuesta dual de amor y adversión, una profunda ambivalencia emocional de fascinación y de miedo que amenaza los fundamentos psicológicos y sociales de la existencia humana. Los sobrevivientes se sienten atraídos hacia el muerto por el afecto que le tienen y al propio tiempo rechazados por la espantosa transformación provocada por la muerte. Los ritos funerarios y las prácticas de duelo que siguen a aquéllos se concentran alrededor de este deseo paradójico de mantener los lazos afectivos frente a la muerte y de romper todo lazo de manera inmediata y definitiva para asegurar el dominio de la voluntad de vivir sobre la tendencia a la desesperación. Los ritos funerarios conservan la continuidad de la vida humana al impedir que los vivos se abandonen al impulso de huir sobrecogidos de pánico o al impulso contrario de seguir al muerto a la tumba. (Geertz, Clifford; 2003.146)

¿Qué tienen los muertos que no tienen los vivos? Ellos poseen conocimiento al cual los vivos no podemos acceder, tan siquiera sospechar seriamente. Participan de la provocación. Carecen de todo rol y status: sólo son recuerdo (lo que no es menor). El funeral vino a cumplir el término del rito con lo que nosotros, los vivos, continuamos participando de otras formas de expresión cultural. No se ha venido abajo nada. Una antiquísima tradición se ha cumplido en todos y cada uno de sus etapas. El cambio es una cuestión que no toca, en lo fundamental, a esta tradición. Tal vez una de las pocas que se resguarda por sobre todo tipo de turbulencia social. Nuestra mirada de la muerte continúa expresada en este ceremonial. Los instrumentos de intercambio cultural y pertenencia se reúnen y refuerzan sus vínculos en torno al miembro que muere. Se refuerza cierto sentido mágico de la vida por medio de lo religioso de la muerte.

…En las diversas ceremonias relacionadas con la muerte, en la conmemoración de los muertos y en la comunión con ellos, en el culto a los espíritus de los antepasados, la religión da cuerpo y forma a la creencia de salvación… Exactamente la misma función cumple también con respecto a todo el grupo… (Geertz, Clifford; 2003. 146)

Estas ceremonias y ritos, estos cambios en la comunidad, lo que se dijo y se dice del finado o finada, la ruta que comienza con la agonía, sigue con la muerte, se materializa con el funeral y se sella con el recuerdo o conmemoración, toda ella está ausente en la siniestra figura de los detenidos desaparecidos.

Geertz, Clifford (2003). La interpretación de las culturas. Gedisa Editorial. Barcelona, España.

Mayo 2016