LOS PATIPELAOS NO TIENEN PERDÓN DE DIOS

Por Cristian Cottet

Mi barrio es bullicioso, los vecinos escuchan a Marco Antonio Solís a todo volumen, en el verano se refrescan con el agua de la manguera. La noche, las sombras se escurren entre vientos y disparos, un espacio de soledad y oscuridad, los patipelados se miran, caminan buscando una sonrisa para cruzar dos o tres frases, el texto es una descripción que está planteada desde una verdad y que reúne diversos eventos consecutivos que refieren a una forma de vida en la ciudad, que es la ciudad y forma de vida también del autor. Después de todo “pagar las cuentas” es parte de la normalidad de toda persona adulta que habita en este mismo espacio, sea éste un sujeto observado, sea éste un sujeto observante.

Definitivamente el acercamiento se hace desde esa vida que se comparte a trazos y que va no sólo configurándonos como antropólogos que “vemos” una sociedad determinada, sino como antropólogos que “vivimos” esa misma sociedad. ¿Qué hace la diferencia? ¿Acaso uno se lo pasa describiendo todo esto sólo por el placer de transformar lo vivido en un texto? “¿Acaso he pasado buena parte de mi vida escribiendo novelas?”, se pregunta Clifford Geertz. ¿Para qué se escribe todo esto? Digamos antes de todo que uno puede pasarse la vida cancelando cuentas (existe en esta misma ciudad una ocupación donde lo que principalmente se hace es cancelar deudas y que denominan “junior), puede también entrar una y otra vez a esas explanadas de acero y concreto y “hacer la fila”.

La libertad en este tipo de sociedades permite límites a veces insospechados y el “hacer fila” puede ser considerado justamente como uno de ellos. También puede tomar número las veces que le plazca (o que el vigilante se lo permita), el asunto final es el para qué. ¿Por qué todos los espacios donde transcurre este recorrido etnográfico son básicamente idénticos en cuanto a su distribución del espacio y la funcionalidad de cada zona? ¿Por qué en cada lugar donde se producen aglomeraciones de personas se “hacen filas” y por qué en estos espacios cerrados e institucionales se instalan cuerdas que semejan un pasillo? ¿Por qué siempre esta fila termina en una caja? ¿Por qué se propone, alternativa a la cancelación inmediata, un “convenio” o “contrato de repactación”? ¿Por qué debe existir una zona de operaciones? Aquí termina la novela, en el sentido simbólico que Geertz le da en su texto, porque el objeto de todo esto es intentar asirse de respuestas, nada más, respuestas siempre fallidas, incompletas y no siempre demostrables positivamente, respuestas que, en el mejor de los casos, sólo sirven para que se planteen nuevas preguntas. Respuestas, he escrito “respuestas”, que en definitiva no encienden el calefón, pero permiten darse el baño con más tranquilidad. ¿Puede uno obtener respuestas? Bueno, cancelar cuentas es un tipo de respuesta, no hacerlo también y, por último, rebelarse a ello lo mismo.

Volviendo a nuestra preocupación primera, podemos decir que la “cancelación de cuentas” en la sociedad chilena se explica más que por el intercambio de productos y el valor de cambio que estos posean, por el sistema especulativo de negociación. Se cancela el consumo de agua, pero este se ve aumentado por costos legales y financieros que recargan su valor (cargo fijo, uso de equipos, sobreconsumo, intereses, costos de operación, entre muchos otros). Pero ¿el valor de cambio de qué? Si seguimos la ruta de Sweezy (que viene ser el análisis de Marx) la mercancía en este caso está determinada por el trabajo invertido en la producción y el uso como materia prima de un bien natural (agua, por ejemplo), el “interés especulativo” que se carga sobre el producto. Si bien este tipo de mercancías está dentro de lo que se califica como “servicio”, en estricto orden lo que le hace mercancía no es el servicio mismo, sino el producto cargado de trabajo e intereses. El agua es un bien comunitario de vital importancia para la sobrevida de los habitantes de la ciudad de Santiago; los trabajadores que le canalizan y transforman en “servicio” también son habitantes de Santiago y consumidores del recurso; la relación que el ciudadano establece con ese producto (al usarle para refrigeración, hidratación o higiene) esta resignificada como “servicio” desplazando el trabajo y el interés especulativo a un encubierto espacio.

¿Por qué, entonces, el espacio de “operaciones” en cada lugar de pago? Algo no funciona como idealmente debía. La empresa entrega el producto y cobra por el trabajo invertido, el ciudadano hace uso de éste por lo que debe retribuir ese uso. ¿Por qué entonces hacer un Contrato de Repactación? Inicialmente este contrato se explica por la no retribución de parte del ciudadano para con la empresa, pero no queda aquí terminado el tema. Lo que en un momento es una carencia de retribución (pago de la cuenta) inmediatamente de producida se transforma en un nuevo producto mercantil, la deuda aparejada al producto natural viene a ser una segunda mercancía que la empresa incorpora de motu proprio como instrumento de ganancia. No sólo está intercambiando trabajo por dinero, sino que está además logrando nuevas utilidades con la venta (obligada por parte del ciudadano) de mercancía financiera (intereses).

Así el ciudadano establece una relación de sometimiento frente a la empresa en cuanto se ve doblemente obligado a una transacción económica: 1) cuando cancela el trabajo incorporado al producto a un valor donde él no posee otra alternativa de uso; y 2) cuando se ve incorporado a dicha transacción financiera.

Este ciudadano, el cual se ve transgredido en su derecho a la libertad al participar obligatoriamente de estas transacciones económicas, aquel ciudadano que expone su cuerpo y su vida en el acto de “firmar” un contrato que no siempre conoce en profundidad, se le instala en el doble plano de “deudor” en cuanto puede cancelar sus cuentas con trabajo y “codeudor” en cuanto no es él quien se compromete sino todo aquel que conviva con él.