LARGA VIDA AL REY Y SU PALACIO

Por Cristian Cottet

Dignidad es una inmensa palabra que se rearma cada día entre los cotidianos golpes que debemos salvar en cambio yo todo lo que tengo es un sombrero de fieltro, a veces escucho un lastimoso respirar un espacio de cielo y desde ese minuto afino el oído y reconozco el llanto que se acerca en forma de mujer oteando el espejo prohibido, el mismo de cuando el explotador se cansa y busca silencio y alimento fresco, el silencio no lo obtiene por el sonido venido de lejos de tambores de trompetas sonidos salidos de la boca y recorrer la ciudad es movilización colectiva y aquello es aprovechado en el descanso, cuando los músicos vendedoras de flores se hacen reinas y magos silencio… mucho silencio.

Aunque no queramos reconocerlo la generación que entregó lo nuevo fracasó se descolocó y terminó abandonándose por otro proyecto, algunos años inmediatos fueron la cuna de la derrota y el resultado de como se reunieron más de mil personas hubieron días que estuve solo esperando y fueron dos o tres veces lo que no marcó y lo que perseveró es la convicción del burocratismo, ese sujeto que ahora se lamenta empuñó la pala la picota y el fusil.

Es a partir de la construcción de los Estados Modernos que la calidad de ciudadano pasa a ser un instrumento de limitación y control social que se encubre bajo el protectorado de la “participación” en las tareas que el mismo Estado designa. ¿Acaso no son ciudadanos aquellos que habitan zonas rurales? Pareciera una trampa pero en verdad resta aún otra pregunta: ¿existe edad para hacer ese ejercicio de habitación consciente? Dicho sea, la sociedad capitalista ha sido capaz de enormes progresos, pero lo que no ha podido resolver (porque no le compete) es el “qué son” aquellos que no caven en la categoría de ciudadano. ¿Qué son los campesinos pobres? ¿Qué son las comunidades indígenas? ¿Qué son los menores de dieciocho años (o de la edad que sea el límite para ejercer el derecho a voto)? Aquellos que no votan, aquellos que no habitan la ciudad, ¿son ciudadanos?

En un día como hoy, pero hace 45 años, al caer la tarde mi abuelo y mi padre, suegro y yerno, se tomaron unas copas de vino tinto y aspiraron un cigarrillo mientras escuchaban la radio. Los ojos les brillaban. Había ganado Allende. Mi padre del Partido Radical, mi abuelo comunista, ambos allendistas, se abrazaron y juntos se fueron al Negro Bueno a celebrar el triunfo popular.

Nunca los había visto tan juntos, tan compinches, tan compañeros. Esto sucede hace más de treinta años y un presidente elegido por el pueblo trató de dialogar, trató de controlar, trató de convencer… pero no le escuchamos, no le acompañamos a ese presidente elegido por sus conciudadanos esos compañeros que defendieron la casa de gobierno y el gobierno, una casa que gobierna preguntando.
El año 1780 llega a Chile el arquitecto italiano de 28 años de edad, Joaquín Toesca y Ricci para terminar la Catedral de Santiago. Debido a las excelentes recomendaciones de la Corte, se le encargó también la construcción de la Real Casa de Moneda, que fue fundada en Chile por orden del Rey Felipe V de Borbón, en 1743.

Los trabajos se iniciaron en 1786. Para ello se fabricaron 20 variedades de ladrillos en los alrededores de Santiago, utilizando cal de la hacienda Polpaico, arena de las riveras del río Maipo, piedras de la cantera colorada del cerro San Cristóbal y maderas de roble y ciprés de los bosques valdivianos.

El maestro Toesca muere en 1799 sin ver concluida su obra, la que fue inaugurada en 1805, aún con una parte inconclusa. El palacio se utilizó como casa de los Presidentes a partir de 1845, durante el gobierno de Manuel Bulnes. Para tales efectos se dividió el edificio en tres partes: residencia de los Presidentes, sede de Gobierno y Casa de Moneda.

A lo largo del tiempo se han realizado numerosas restauraciones. Una de las más importantes fue en 1929, cuando se abre una fachada hacia la calle Alameda, conservando las líneas del Palacio, y se trasladan los talleres de la Casa de Moneda a Quinta Normal. El último Presidente que residió en el Palacio fue Carlos Ibáñez del Campo (1958).

Después del bombardeo que sufriera el 11 de septiembre de 1973, el gobierno militar ordena una total restauración del edificio. Los trabajos concluyeron en 1981.

Hoy es también Día del Patrimonio Nacional, fecha en que los estamentos estatales autorizan la visita a aquellos edificios que conservan en su estructura física antecedentes de épocas pretéritas de la historia del país. Esto se hace como una forma de acercar a la población de la ciudad a estas instalaciones.

¿Qué hace mi hijo Raimundo, con sus cuatro años de vida, en un evento como este? Partimos rumbo al centro de la ciudad, lugar de instalación del edificio a visitar. Raimundo me conversa de la espada que quiere, de si hoy la tendrá y de cómo será. Llegamos a Alameda con calle (paseo) Ahumada y nos encaminamos a La Moneda. La entrada se ha definido por calle Moneda, el cual se nos hace notar por el fuerte resguardo policial y rejas que distancian a la población del edificio. No podemos acercarnos hasta que el oficial a cargo determina que así sea. Esperamos en una fila de un centenar de personas. Frente a tal resguardo y con las rejas a nuestros costados, semejamos una enorme fila de presidiarios que rumbean a un destino que ni sospechan. La entrada demora, Raimundo se inquieta, los policías se pasean por nuestros lados. Finalmente llega nuestro turno.

Estamos a unos doscientos metros de la puerta de entrada, una explanada enrejada y carente de personas circulando predestinan un acercamiento limitado y resguardado por policías en traje de campaña. En la puerta nuevamente se nos hace esperar. Raimundo se acerca a un policía de guardia para inquirirle por la espada que porta, éste le dice que eso es un sable, no una espada, a lo que Raimundo le responde que su papá le comprará una espada más linda que esa. El policía se retira por lo que Raimundo lo sigue para darle la mano en un caballeroso acto de despedida (acto que se repetirá con cada funcionario policial al momento de saludarlo y de despedirse).

Estamos en la entrada y nos disponemos a cruzar una doble barrera detectora de metales. El público esta silencioso, nos miramos como sospechando algo que está oculto a los que resguardan el palacio. Finalmente entramos por un túnel de rústica factura, estuco de cemento sin pintura ni alfombra, frío y recto, ángulos cortantes y distantes, la escalera de peldaños grandes, con un descanso a medio camino. Llegamos a un segundo piso que nos recibe con un ambiente señorial y fastuoso que contrasta con la frialdad de las escaleras y el túnel de acceso. Ambientes cálidos, alfombrados y con muros decorados con un espíritu más de museo que de casa de habitación.

En esta primera etapa recorremos tres salones unidos por un pasillo donde cuelgan los retratos de los expresidentes, o sus bustos metálicos.

Salón Amarillo: Mantiene el estilo y colorido de las antiguas cortinas de seda y greca negras. Se le conoce también como Salón Carrera por los retratos que del héroe se conservan allí. Protegido por una cinta que no permite entrar, el salón se nos muestra a media luz y de un ecléctico diseño decorativo.

Salón Azul: Es el salón en que el Presidente concede las audiencias oficiales. En sus paredes lucen cuadros de destacados pintores chilenos (Matta, entre otros). Destaca un escritorio que se impone por su tamaño, con la bandera de Chile y su escudo, símbolos de la autoridad presidencial, lo que hace pensar que ese es el lugar de importantes ceremonias.

Salón Rojo: Es el más uniforme en su ordenamiento, dando clara señal de lo que podríamos denominar el decorado señorial del siglo XIX. Es a la salida de este salón donde se encuentran los retratos y bustos de ex presidentes.

El paso por estos tres salones a través del pasillo que se extiende como una enorme galería, se hace lento. Las decoraciones que simulan una fastuosidad decadente y recargada, una decoración sobrepuesta de excusas a la historia, donde una silla del siglo XIX convive con un enorme mueble de la Conquista y un cuadro de un pintor contemporáneo, todo eso, cansa, pretende, eso sí, asustar, intimidar, demostrar poder y autoridad, pero más que nada cansa.

Quienes visitamos el edificio, uno tras otro, con ojos policiacos controlando cada movimiento, solo miramos. Raimundo pregunta que donde está el Presidente, que donde está la oficina de Lagos, que cuando me vas a comprar mi espada. En rededor nada está fuera de su determinado lugar. A la manera de enormes sarcófagos, los salones y pasillos quedan tras nuestros pasos de la misma forma que les encontráramos: nada, absolutamente nada, se ha movido; muy pocas cosas dan señales de temporalidad (que no sea esa ensalada histórica de retazos). El Poder impersonal se instala con un petrificado destino. Los ciudadanos en cambio, caminan y observan el nicho.

Termina el primer ciclo de la visita. Salimos a un espacio que separa ambos patios interiores: de los naranjos y de los cañones. Raimundo ya no soporta más tanta quietud y reclama o su espada, o quedarnos en uno de los patios. Seguimos al segundo ciclo.

Atrás ha quedado el halo de hielo histórico, ahora entramos de lleno en un espacio de trabajo: escritorios, computadoras, papeles arrumbados. A la izquierda la oficina del Ministro del Interior da prueba de las pretensiones palaciegas. Fotos del señor ministro con autoridades (lo que supuestamente le da categoría), libros de arte instalados en dos mesas de centro (lo que supuestamente lo muestra como “culto”), un computadora encendido (lo que supuestamente le da un aire de trabajador). Todas las aspiraciones de una clase media arribista y pretenciosa están así gráficamente demostradas en la oficina del Ministro para el consumo también arribista de un público ciudadano que espera encontrar signos que le refrenden estos aspectos del “hombre público”: ser una persona trabajadora, informado y con una impronta que le separa por sobre el “hombre común”. La escenografía oficinesca así lo sabe y así lo ordena. Los sectores económicamente intermedios quedan así satisfechos y representados, por lo que el viejo anhelo de verse como parte del ceremonial aristocrático se ve cumplido.