CUATRO HISTORIAS PARA EVADIR EL DESVELO

Cristian Cottet

1.- La mítica ballena

 

Cuando llegué al Tabo, pequeño caserío de veraneantes y lugareños que justifican el calificativo de municipio, me dirigí a uno de aquellos dispensarios donde se puede adquirir la biografía de Nicolás I, rey del Paraguay y emperador de los mamelucos, la bisagra que falta en una puerta circular, un kilo de pan o una lámpara a carburo.
–¿Dónde puedo encontrar la casa del poeta Jonás? –Pregunté a la anciana instalada tras el mostrador desde nadie sabe cuando.
–Esta es su casa –respondió una niña que acompañaba a su madre en las compras-. Pero ahora no se encuentra, le vi caminando por el borde playero.
–Volverá luego, ¿cierto?
–El horario del poeta solo es administrado por él… y ahora no está –informó la niña.
–¿Puedo esperarle aquí?
–Puede incluso sentarse –dijo la anciana indicando una extensa banqueta–. Le ofrezco un vaso de vino para la espera.
–Gracias –dije mientras recibía el vaso.
Luego me senté en el extremo donde terminaba la fila de todos los poetas que, con un vaso de vino en la mano, conversaban. Estaban todos… en verdad sólo estaban aquellos que mi frágil memoria recordaba.

 

2.- La venganza

 

Sin perder un segundo rompió el sobre que servía de envoltorio. Observó por última vez el certificado de propiedad que le ataba mientras retrocedía ansiosa hasta el lugar que le aseguraba la sobrevida.
Entonces alzó el espejo recién recuperado de manos sobre las cuales ni ella se atrevía a nombrar hasta coincidir el gancho con un clavo que esperaba al parecer desde siempre.
Enderezó dicho espejo sin siquiera mirar. Retrocedió unos pasos, se vio nítida sobre la cama, enferma. Aún estaban las figuras muertas de quienes fueran sus antiguos dueños. “La esclavitud cansa”, pensó y se recostó al lado del más viejo.

 

3.- El caracol

 

El caracol, empapado de barro y con los ojos cubiertos de lágrimas celestes, lágrimas que brillaban entre los trozos de carne, el caracol enrollado sobre sí mismo y con las babas rozando la sangre, optó por cerrar aquellos ojos lagrimosos y dormir, dormir hasta un amanecer impreciso que fue cuando descubrió que estaba, poco a poco, transformándose en piedra, que es lo mismo a envejecer. Ese caracol instalado ahora en el segundo pasillo del Museo de Historia Natural, en una pequeña vitrina con vidrios reforzados, le observa un niño de uniforme, acerca el rostro hasta rozar el cristal y fija la mirada intentando entender los siglos transcurridos, en una curva, quizás una gota que bordea el ojo izquierdo y que un celeste resplandor también pareciera reflejar un cielo, un celeste cielo que presagia la tormenta.

 

4.- Recado

 

 

Amor, voy a leer El Capital y vuelvo.
Si demoro no celebres mi cumpleaños.