EVOLUCIÓN

La evolución, desde la división de la primera célula, el objetivo de la vida, ha sido transmitir lo aprendido. Un pizarrón lleno de signos, el niño observa, compara con su cuaderno, recuerda la clase anterior, compara nuevamente, algo explota en su cerebro, algo esencial, aunque termine esa materia, prefiere el recreo, tomar la bicicleta y desaparecer por la ciudad. “Cómete el postre y lávate los dientes”, escucha Nicolás de su madre. Se lava las manos y abre la puerta del garaje, desempolva los cromados y cierra la reja. Pedalea fuerte, sabe que tendrá que estudiar cuando regrese. Recuerda la voz de su madre, cuando recién balbuceaba palabras, cruza calles y avenidas, su padre siempre habló de sus compañeros de trabajo, se aleja, en los almuerzos siempre habrá alguien que terminará enfermo, hay alegría en ello, mejor estudiar y no hacer preguntas. Ahora son dos células, dos hermanos. Es un flojo, mi hermano no aprende. Ni siquiera puede jugar tranquilo. Le gusta estar en casa, al alcance de mis padres. No se da cuenta que recibe artillería. “Todos los trabajos son inútiles”, dice mi padre, “puras labores que no conducen a nada”. El padre mata el tiempo, hace las mismas tareas día tras día. No almuerza con sus compañeros. Viene a casa y los repasa uno por uno. “El jefe de jurídica es un descriteriado… por eso le dio cáncer”. Agustín cree que esa enfermedad es un castigo. De verdad no entiende. Rodolfo nunca ayuda con las tareas de Agustín. La madre hace lo que puede. Ahora son cuatro células. En mi casa no hablo, no intervengo, pero en el colegio respondo a las preguntas. Tengo personalidad dividida. No me gusta discutir. Agustín siempre habla de todos los temas, pero en el colegio sus compañeros lo golpean. El padre no se da cuenta de nada, si le ve un moretón, le dice que ojalá el otro haya quedado peor. “Ya crecerá, no te preocupes”, le aclara a su esposa, y ella se limita a hacerle cariño a Agustín. “Cuando yo era niño tampoco tenía amigos”, agrega Rodolfo. La madre responde con un gesto de comprensión. Surge la anomalía, el no conocimiento, la expansión horizontal. Agustín llega a veces llorando del colegio, parece infeliz, pero según la madre, ese colegio es excelente y la mayoría entra a la universidad. Todavía es un niño y la madre lo ve como un profesional. “Cualquier estudio da lo mismo”, repite incansable Rodolfo, “en tanto obtenga un cartón”. La madre añade que debe seguir una carrera universitaria. Nicolás sólo confía en sí mismo, las voces del hogar le suenan extrañas. Su hermano va en básica y él cursa secundaria. “Mis compañeros estudiaron ingeniería… y están todos locos”, escuchó en todos los almuerzos de la infancia. Nicolás es bueno con los números. Ahora son ocho células, ocho asignaturas, ninguna le gusta más que la otra. En mi casa no hay teléfono, ni siquiera puedo llamar a la chica que me gusta. Tiene múltiples personalidades. Nicolás es buen deportista, le gusta la música y obtiene buenas notas. Estudia para que lo dejen tranquilo. Discutir con el padre ya no tiene sentido. Soy egoísta y mi hermano carga con la culpa. No entiende las materias y encima le pegan, tanto en casa como en el colegio. La madre adopta una actitud extraña. Nicolás le cuenta algo y ella no le cree, aunque comprende perfecto las palabras de Rodolfo. Me he mantenido orbitando desde lejos, jamás hice nada para violentar las reglas. El desprecio del padre no tiene límites. “Nicolás es un descriteriado… por eso le dan enfermedades”. La madre está conforme si le va bien en el colegio. Se hará profesional y será un problema menos. Las calificaciones no sorprenden a Rodolfo. Deseará que estudie ingeniería y se vuelva loco, Nicolás no comprende su manera de pensar. Estar más sano que el resto y arrancar del cáncer parece ser un propósito vital. Permanezco anclado a dolores adolescentes, no deseo convertirme en adulto. Las neuronas no parecen hacer sinapsis, confusas conexiones destinadas a huir de la muerte. Las ideas permanecen horizontales, atadas a un resentimiento que rehúye el conocimiento. Me nutro de sufrimiento para afrontar el tiempo. Su transcurso me aburre y ese inmovilismo trae caos. Quisiera ser una célula y resumirme en una simple palabra. Unificar mi destino en torno al propósito ancestral. Transmitir lo aprendido y evolucionar. El niño sigue pedaleando y huyendo del pizarrón. El profesor es un adulto sospechoso. Su cerebro infantil prefiere huir de las normas dictadas por esos labios. Evito las curvas y subidas peligrosas y renuncio a emociones que me llevarán a lugares inciertos. Las vidas anteriores carecerán de sentido al abandonar la sabiduría de tiempos inmemoriales. Milenios de cultura serán sacrificados por la ausencia de una palabra de afecto.
Aníbal Ricci