ANTÍGONA: EL EJERCICIO DE LA DESOBEDIENCIA

Por Cristian Cottet

“Mientras yo viva,
no mandará una mujer”
Antígona / Sófocles

Sea por consecuencia o solidaridad, toda ocupación respecto al tema femenino no puede dejar de ser también ocupación masculina. La cuestión de la constitución de familia, la dominación del ser masculino sobre el del ser femenino y lo que esto ha significado, es también asunto de múltiples estudios sociales y antropológicos. Dos lógicas acechan desde temprana edad, el castigo del incesto y la monogamia como base de la familia nuclear. El establecimiento de estas instituciones no escapa al desarrollo de los modos de producción de bienes que cada sociedad se ha dado y actualiza, pero la condición que puede afectar a la mujer no es cuestión que sólo atañe a ella.

El paso de un estadio a otro, así como los retornos, guardan relación con las estrategias de sobrevida que alguna incipiente estructura social desarrolló en su momento. Si originalmente el hombre poseía la riesgosa responsabilidad de salir de caza, buscar nuevas localidades de asentamiento o defenderse contra otras comunidades, a la mujer correspondió no sólo el procrear y alimentar los descendientes, si no que además debió ella capitalizar un conjunto de tecnologías que, desde el sedentarismo temporal, significaba esperar el retorno de los hombres. La división del trabajo estaba entonces dada por dos elementos: el asentamiento de resguardo y el desplazamiento permanente. El primero era espacio obligado de la mujer, el segundo del hombre. El hombre vive así dependiendo de ese “otro” que no sólo reproduce sino además produce, estableciendo un basamento ideológico entregado por deidades y mitologías con fuerte ascendiente femenino.

¿Cuándo viene a cambiar este estado de cosas, marcado no sólo por la distribución del trabajo, sino además por la vigilancia del incesto y la poligamia? Dos hechos vienen a dar el golpe definitivo al cambio. De una parte, el descubrimiento del hombre de su participación en la procreación y la necesidad de fortalecer el grupo aliándose con otros semejantes. Lo primero terminó con la poligamia, lo segundo con el incesto.

Mientras el ser masculino ignoraba su participación en la reproducción, el tipo de relación de sexos está dada en una armonía simbólica determinada por la necesidad de sobrevida y defensa. Unos cazaban (producían) y otros procreaban (reproducían). Esto, hasta el reconocimiento masculino del papel que juega en la reproducción, aparejado del poder que sobre los bienes y tecnologías se posee. Mientras se estaba en la “ignorancia” la distribución de bienes y resguardo de mano de obra y herencia, era ocupación de todo el grupo, al decantarse la propiedad sobre esos bienes y por consiguiente al generarse acumulación de éstas, el poder y propiedad sobre hijos y mujeres es asunto de mayor relevancia, dando inicio a un nuevo tipo de comunidades.

Reconozcamos entonces que la dominación masculina y su poder sobre la descendencia, es cuestión que arranca de los orígenes mismos de la vida social del ser humano y que “…el vínculo básico del matrimonio no se establece entre hombres y mujeres, sino entre hombres y hombres por medio de mujeres, que sólo son el principal motivo para hacerlo” (Levi-Strauss). Este tipo de relación de poder, esta dominación patriarcal y machista, eso si, se sostiene sobre determinadas formas de producción y asentamiento ecológico. No es dable en una estructura cazadora y nómade, recién iniciándose, alcanzar tales niveles de organización. Es sólo en una praxis que ya comienza a desarrollar tecnologías agrarias, que se dan los primeros pasos en el proceso de acumulación de bienes y reconoce para sí un territorio determinado. Cuando estas instituciones cobran urgencia y de despliegan con naturalidad, es allí cuando la relación de la comunidad se establece con el trabajo y la economía de sobrevivencia, lo que determinará ese dominio y que a posteriori dará origen a otros estamentos de mayor complejidad, como el Estado, las Fuerzas Armadas, las Religiones, los Leyes, etc., las cuales tampoco escapan en su desarrollo a las urgencias y requerimientos socioeconómicos.

Volvamos ahora a los tres elementos que hacen de la tragedia griega un fenómeno político absolutamente actualizado, para luego recorrer cada uno de estos espacios simbólicos. Recordemos que estos elementos eran: a) el control del Estado ateniense sobre la tragedia; b) el contenido dionisiaco y festivo que le justificaba e imprimía forma; y c) la intencionalidad político-ideológico en cuanto a la modelación de la “persona” (máscara) o ciudadano.

Si es el Estado ateniense quien regula la muestra de obras en esta festividad dionisiaca, no cabe duda de que lo hace con el claro objeto de proyectar hacia los ciudadanos estamentos de comportamiento y regulación social. Siguiendo la saga edípica en el ordenamiento que el autor (en verdad no es uno sino dos) va de manera ascendente incorporando nuevas categorías y paradigmas de comportamiento. Edipo es castigado por faltar a la normativa del incesto, el desastre le invade y hace de él, después de ser amado y héroe, un despreciable errante. En verdad es este personaje el que transgrede las bases de la sociedad al casarse con su madre y terminar con la vida de su padre (Edipo rey). No puede sino ser castigado. A continuación, es el mismo quien debe buscar un lugar donde terminar con sus días (Edipo en Colono). Son sus hijos los que transgreden la sucesión del mando al compartir el poder y luego desatar la violencia, acompañado esto de la búsqueda de apoyo en otras sociedades (Los siete contra Tebas). Finalmente, el orden vuelve a Tebas bajo el dominio de Creonte, quien también es castigado con la muerte de su hijo y su esposa.
¿Qué permite que este continuun de castigos al ser masculino se muestre desde una festividad estatal? Es importante volver a señalar no sólo el carácter festivo del evento, sino la temporada de año en que se realiza: la primavera, esto es, en la temporada de florecimiento, de emergencia de los primeros frutos, de la floración, de la febrilidad procreativa. Una festividad de este tipo es ocasión para que un Estado simbólicamente poderoso, se disponga desplegar las condicionantes de esta nueva temporada anual.

Los siglos VII y VI a. C. en Grecia están marcados por profundas transformaciones políticas, económicas, sociales y culturales, que están señaladas en el ascenso de una nueva expresión de dominación de clase, expresada en una aristocracia que se plantea desde una nueva forma de acumulación mercantil, que da espacio a nuevas expresiones culturales, un renovado acercamiento religioso y relaciones sociales de nuevo tipo, que vienen a poner el destino de la comunidad en un Estado ordenado más que en los dioses.

Este cambio de eje económico (de lo agrario para consumo interno a la acumulación por medio del mercado externo) se da aparejado a un acelerado proceso de “democratización” política, nuevas legislaciones que dan prioridad al desarrollo comercial y nuevos estamentos ciudadanos que reclaman también un espacio en la polis. El establecimiento de esta aristocracia comercial muy ligada a los poderes militares obliga a Atenas a invertir en tecnología militar, transformándose así en una constante amenaza para sus vecinos. Aparejado a estos cambios económicos y culturales se consolida la gobernabilidad de “tiranos”, esto es, dirigentes autoritarios que dan curso a un proceso de expansión avalado por los requerimientos colonizadores, por el crecimiento interno y las transformaciones urbanas en la polis.

Pero Atenas vive tiempos de cambio. Las estructuras sociales se resquebrajan para dar espacio a un nuevo tipo de sociedad. El esclavismo se fortalece a partir de la tensión que las nuevas relaciones de producción (y reproducción) plantean; se requiere mayor aporte para las obligaciones del Estado lo que obliga a los señores a poner a disposición de éste una parte de sus esclavos. La “democracia” aporta también a la constitución de una clase dominante que se protege en el Estado autoritario, constituyendo una fuerza pública independiente del pueblo que ante las riquezas se concentraba más no estaba dispuesta a perder sus privilegios.

Dos hechos vienen a consolidar este proceso de cambio y consolidación: el comienzo del acuñamiento de monedas y las transformaciones constitucionales de Solón.

Este panorama de cambios políticos, sociales, económicos y culturales puede ayudar a responder nuestra pregunta, en cuanto a qué permite una continuidad de castigos al ser masculino. Atenas, en particular, y Grecia, en lo general, se ve atravesada por cambios que le llevarían a violentos sucesos, transformando hasta los cimientos la vida cotidiana del ciudadano y se requiere de una nueva forma de integración y participación, que lleva de la mano el fortalecimiento del Estado con el impulso de nuevas instancias de participación, la necesidad de nuevos mercados externos con el empobrecimiento económico y moral de los ciudadanos. En este contexto, aunque de manera muy básica, la mujer también comienza a jugar un papel diferente.

Es a partir de esto que podemos atender el conflicto de Antígona no como un discurso de poder desde el Estado y de su constitución militar y social, sino además desde la subjetividad que este personaje femenino que se rebela a establecerse desde la castración paterna para convertirse en un discurso independiente de poder desde lo fálico. Una rebeldía que se condice con el “descuido ideológico” que muchas veces los procesos de cambio viven, “descuido” que rectifica, con el sólo instrumento adecuado, la violencia sobre los cansados cuerpos. Entonces, entenderemos como un “descuido ideológico” este discurso des-obediente de una mujer que participa desde el poder y que enfrenta no sólo a la mayor autoridad sino también (y en esencia eso es lo potente de este discurso) a la gens que le contiene.

Esta saga edípica instala a Antígona desde el comienzo en la transgresión, siendo ella consecuencia del incesto que viola lo básico del estatuto de poder. Es ella (también) la encarnación de lo transgredido y se resiste a dar un giro a ese destino tormentoso que se le impone al guardar respeto, cariño y fidelidad para con su padre-hermano (Edipo). No olvidemos que es ella la única compañía del rey una vez que la desgracia cae sobre su vida, es ella quien le cuida, le acompaña y sepulta con honores, ocupando en los hechos el lugar no de la hija castrada, sino de la esposa-reina. Ya en Colono se presenta Ismene informando de la suerte que corren sus hermanos (en guerra por el poder) y solicita a Edipo que acuda a dirimir semejante desgracia. Éste renuncia a participar de esta disputa. A la muerte de su padre Antígona se dirige a Tebas, ocupando el papel que ese padre rechazara, y poner fin a la guerra de sus hermanos.

Es desde esta atalaya debilitada por ingratitudes, traiciones y lealtades que sostendrán estos personajes, el futuro del reino, del panteón y de la gobernabilidad. De una comunidad que debe morir para generar las condiciones que permitan un nuevo cambio social, económico y cultural. Antígona e Ismene se reúnen en Tebas, allí descubren la doble tragedia de ver muertos sus dos hermanos y la orden del rey Creonte de no sepultar a uno de ellos. La primera decide desobedecer la disposición real y enterrar a su hermano. Así, con la primera y más básica contradicción, comienza la tragedia de Antígona, la que emplaza a su hermana:

“Ciertamente, daré sepultura a mi hermano, que es el tuyo, si tú no quieres hacerlo. Jamás se me acusará de traición.” (Sófocles, 1997. 36)

A este desafío Ismene responde:

“Ahora que ambas nos vemos solas, piensa que deberemos morir más lamentablemente todavía, si, contra la ley, despreciamos la fuerza y el poder de los amos. Hay que pensar que somos mujeres, impotentes para luchar contra hombres, y que, sometidas a los que son los más fuertes, debemos obedecerles hasta en cosas más duras.” (Sófocles, 1997. 37)

Este discurso de Ismene, instalado al comienzo de la obra, nos prepara y da ya señales del destino que ambas hermanas deben enfrentar.

El Edipo de Freud nos sitúa en un doble y patriarcal discurso en lo que se refiere al primer impulso humano: el incesto primario. De una parte, la necesidad de enfrentar al varón a ese deseo natural de incesto para con la madre rompiendo el vínculo con la impronta masculina del padre que se impone como falo obligando al hijo a reconocerse también en su propia circunstancia fálica y posibilitar el deseo fuera de la institución familiar. Este primer momento de castración freudiana es lo que permite y facilita el traspaso de poder sobre la hembra. Por otro lado, la mujer al carecer de falo y por esencia nacer desde la castración, no puede más que asumir su natural carencia fálica y situarse desde la subordinación.

Edipo, al ser abandonado por sus padres, no vive esta primera castración, pero si debe enfrentarla una vez conocida la verdad de su desgracia, arrancando sus ojos y negándose a ocupar el espacio fálico de poder que le corresponde como rey. Antígona, en cambio, se rebela a su natural castración femenina y desentendiendo todo discurso mediador, se dispone a negociar y ocupar un espacio desde aquel poder fálico. No es Creonte el indicado a resguardar tan sublime y poderosa propiedad dado que no es él quien puede intervenir como rey (lugar donde él mismo se ha instalado), aún así pretende someterla a su designio y volver a castigar el edípico incesto para resguardar la institución desde donde se instala. Para ella, el asunto no se define en el acatamiento o no de disposiciones venidas de un poder que no respeta, ni dar sepultura a su hermano tampoco guarda relación con un asunto sólo familiar. Muy por el contrario, Antígona sabe que es bajo la tierra desde donde se mueven los espíritus de los muertos y que sólo al ser sepultado como héroe permite a su hermano la salvación y, a la vez, su propia instalación materno-fálica como figura de poder. Pero no es Antígona la que cuestiona el poder en la Atenas donde se representa esta obra.

Pronto veremos, sobre todo en Atenas, que ahora se ha convertido en el centro espiritual de Grecia, los primeros brotes de una crisis que alcanzará su fase más aguda. Ella sólo viene a representar un “descuido ideológico” de las fuerzas que disputan el fálico poder de Grecia.

En este camino, Creonte, figura fálica en disputa, requiere de Antígona para sostener y reafirmar este poder. “Mientras yo viva, no mandará una mujer” (Sófocles, 1997. 50), sentencia y con esto no hace sino instalarla como ese “otro” necesario. Tras esto, ni duda cabe, está Pericles y Sófocles en boca de sus personajes y son ellos los que participan de la real beligerancia ideológica, política y cultural.

El discurso de la desobediencia, levantado por Antígona, viene entonces a transgredir el conservadurismo y se rebela como castración apropiándose de la figura materna y paterna para obligar al rey-falo a intervenir sobre su propio cuerpo, sentenciándola a ser lapidada. Ante este definitivo corte, que no persigue si no imponerse sobre el falo edípico que disputa su poder, Antígona vuelve a rebelarse y a transgredir las órdenes del rey y no permite su cumplimiento asumiendo ella el control y destino de su cuerpo, decidiendo el suicidio como, también, un acto de insubordinación. Nada queda ya en manos del rey, la desgracia (como a Edipo) cae sobre él en tres momentos definitivos: primero, vuelve sobre sus pasos e intenta revertir sus propias órdenes tratando de salvar a la condenada; segundo, su hijo también se suicida; y tercero, su mujer toma igual decisión. En definitiva esta rebeldía de Antígona termina venciendo en el doble sentido, político e ideológico, instalándose así como referencia simbólica. En este camino dos son los discursos que Antígona despliega en el curso de su enfrentamiento.

Primero, el desobedecer doblemente al rey-falo para ser ella la que impone y rige su destino y vida. No es el rey quien tomará la decisión del entierro de su hermano, es ella la que determina qué hacer. Tampoco es el rey quien determinara sobre su cuerpo ya que una vez sentenciada a morir lapidada (recordemos incluso que Creonte hace acompañar su encierro de comida para que “reflexione” durante un tiempo), es ella la que se suicida y determina qué hacer con su cuerpo. Ella se instala en el lugar del rey, en el simbólico espacio del falo, dando por supuesto su deseo narciso. “Tú expías algún crimen paterno” (Sófocles, 1997. 50), le recrimina el coro, llevándola a reconocer su instalación fálica, empujándole a descubrir la “máscara” de madre de la cual se apropió.

Segundo, Antígona no está dispuesta a fracasar en lo que considera de bien y hace de esto no sólo una cuestión personal, sino que busca la socialización de su discurso: “Habla en alta voz (le responde a Ismene en este primer encuentro en Tebas). Más odiosa me serás si te callas que si rebelas esto a todos” (Sófocles, 1997. 37). Con esto no busca ella solicitar misericordia ni doblar la mano del rey, ubicada desde la castración femenina (que le es consustancial) ahora se plantea desde el poder, desde lo fálico, para enfrentar las disposiciones del Estado. Este requerimiento público esta dado ya en “Los siete contra Tebas” cuando al finalizar y frente al cuerpo de su hermana lanza su desafío:

“Pues yo les digo a los gobernantes de los cadmeos, si ningún otro quisiera ayudarme a enterrarlo, yo lo enterraré y arrastraré el peligro de dar sepultura a mi hermano, sin avergonzarme de mi resistencia desobediente a los que mandan la ciudad.” (Esquilo, 2000. 98)

“Mientras yo viva, no mandará una mujer” (Sófocles, 1997. 50), responde a otro requerimiento de Antígona. ¿Por qué el lugar del falo llega a cuestionar, implícitamente, el destino del mando? ¿Acaso se explicita el deseo de Antígona por asumir el poder? Esto último es lo inacabado del discurso político-público de Antígona. No alcanza a desarrollar una fuerza social que le siga.

“No llorada, sin amigos y virgen, hago mi último camino. No miraré más el ojo sagrado de Helios, ¡oh, desdichada! Ningún amigo se lamentará ni llorará por mi destino” (Sófocles, 1997. 60).

Finalmente, el fracaso político, el no revertir la soledad en que le deja el poder, a pesar del mismo fracaso de Creonte, queda descubierto y válido sólo el discurso narcisista y fálico de Antígona.