MENTE SIN RECUERDOS

Por Aníbal Ricci

Disparo al mostrador y pulverizo los cristales. Los medicamentos caen al suelo y el farmacéutico entiende que la cosa va en serio. No recuerdo el nombre de la mujer. Las luces estallan y sus manos se aferran al respaldo. Empujo con fuerza y embisto la oscuridad. Una furia incontenible empalma sus carnes. No puedo dormir; intento masturbarme, pero mi herramienta no responde. Los recuerdos son demasiado vívidos: reparto la mercadería entre mis cabros e introduzco la punta del cuchillo en el envoltorio blanco. El placer hace estirar mi cuello hacia atrás. Despierto en el hospital con la sensación de una mala resaca. Atado a la cama, no puedo recordar. Las imágenes se suceden sin sentido. Mis soldados debieron haber vuelto con el dinero, pero no estoy en la guarida, sino gritando en medio de la farmacia. ¿De quién será este fierro? Salgo corriendo detrás de unos muchachos. Necesito respuestas, pero huyo por instinto. El sudor me tiene caliente. No veo su cara, pero el cuerpo se desfigura entre mis manos. La violento contra el muro y veo destellos en la oscuridad. No puedo eyacular; la furia se estanca y mis manos no pueden descargarla. ¡Ahora, malditos bastardos! La droga ha cedido y mis ganas con ella. Esta maraca debe pensar que no soy hombre. ¡Que no los agarren los pacos culiaos! Yo siempre cumplo las promesas. Hundo la nariz en el monte blanco. ¡Si no llegan con las moneas, son hombres muertos! La hembra se resiste, pero el trabajo no ha terminado. Abordo un bus y me subo a un taxi. ¡Escóndela bien, conchatumadre, nos vemos en dos días! Sería capaz de devorar las tripas de esta mujer, pero con tanta cocaína será imposible acabar.

Cuando salí de la cárcel Dayana tenía todo preparado. Una bienvenida con mis fieles soldados que se habían encargado del negocio en mi ausencia. Yo los dirigía con un celular oculto en la covacha. Los guardias nos proveían de cigarrillos y no estaba pendiente de los ratis ni de las pandillas enemigas. Era un lugar bastante tranquilo donde consumía menos mercancía y alcohol. Recuperaba el sentido y no tenía nada que hacer más que negocios y pasar el tiempo. Me recibió un par de hembras que destilaban sexo. En el cuarto del fondo duró unos segundos ese momento que había esperado tanto. Antes no podía acabar y ahora apenas disfrutaba mi sueño penitenciario.

–Maicol, tenemos un trabajo hoy –interrumpió Dayana.
–Te conseguiste los disparos –respondí.
–Nos vengaremos de los traidores.

No estaba seguro de porqué había caído en cana la vez anterior. Dayana ponía las líneas delante de mis narices y de nuevo me aturdían los miedos. Dayana era una mujer ruda, lo bastante atractiva para querer tirártela, nunca perdía la cabeza. Convertía cualquier pocilga en un lugar acogedor e incluso este galpón parecía un salón de fiestas. Las prostitutas adictas, todas a sus órdenes, se encargaban de elevarme por los cielos. Manipulaba con cada palabra y sus labios devolvían el dolor de cabeza. Me sentía más seguro tras los barrotes que bajo el influjo de esta mujer. Parecía que yo tomaba las decisiones, pero los resultados nunca eran satisfactorios. Siempre mareado; el tiempo ya no tenía sentido. Atado a la cama, veía a esos enfermeros, dueños de un mundo higiénico sin respuestas. No recordaba dónde había tirado la pistola. Solo huía y hacía el amor con un cuerpo que tampoco recordaba. La agarraba del pelo y tenía el rostro bañado en sangre. Los vidrios del mostrador también estaban rociados por ese líquido y los policías no tenían como probar que había sido yo.

Estaba cansado, aliviado en cierto modo, sin la preocupación de satisfacer a esa hembra. La habitación era blanca y no había rastro de mis soldados. Ya no temía que Dayana fuera a apuñalarme por la espalda. Tampoco oía el rotor de los helicópteros persiguiendo cada uno de mis pasos. Me sentía en paz junto a esta gente desconocida. Hombres de blanco que me hacían sentir en el cielo. Sin preocupaciones ni sexo, sin ropa incluso. No podía manchar de rojo este sueño idílico. Quería una nueva sesión de electroshocks para borrar todo aquello en que me había convertido.