EL OTRO QUE ESCRIBE…EL OTRO QUE LEE

Por Cristian Cottet

Uno

Cada vez que se escribe se hace para otro, desde otro, o con otro. Muchos otros, simbólicos o materiales, reconstruidos desde los jirones de una historia a la cual logramos asirnos y hacer de él nuestra excusa, nuestro objetivo, nuestro personaje, nuestro destino, nuestra razón de escribir. Es otro también aquel sujeto que abandonamos al partir, al marcharnos en búsquedas no siempre certeras. Eso desde donde venimos al oficio de escribir, eso que creemos ser o por lo menos nos justifica humanamente, sería lo primogénito de nuestra otredad, una otredad que llevamos culturalmente incrustado.

Para ese personaje escribimos y para él estructuramos nuestras mañas y desafíos.

Ese primer otro, casi horizontal, al cual saludamos en nuestro idioma, lengua o dialecto, ese que nos acompaña en los viajes cotidianos, que nos observa y observamos, ese otro básico, rudimentario, asible en las mañanas y en las tardes, en invierno y en Navidad. Ese otro que ayuda a ser parte de lo que puedo definir como lo mío, somos nosotros, somos lo que escribimos, lo que mueve este lápiz y este cuaderno. Eso otro, invisible de tanto mirarle, se asienta en la seguridad de ser parte de una comunidad, de un pueblo, de un espacio físico; ese otro es la seguridad de no estar solo en la ciudad, en el poblado, en el vecindario o caserío que habitamos. Ese es nuestro primer otro, nuestra primera referencia cuando escribimos y constituye nuestro pretérito perfecto, el primero que convocamos cuando empleamos el idioma, cuando debatimos sobre Dios, el que autoriza hablar de pertenencia, de cultura y de sociedad. Estamos gracias y a pesar de ese fantasma que recorre nuestras vidas, el otro.

En lo profundo de sus nostredades, a la hora de llegar a estas tierras que bautizarían como América, el europeo no podía otra cosa que cargar con sus propias otredades, con reyes, vecinos, amantes, familiares, idioma, religión, sueños. Colgaba de su espalda aquello que sorprendió a las habitantes de Las Indias, aquello que provocó reverencias y ofrendas. Aunque lo traído sólo fuera un cachivache de mal gusto o en mal estado, es aquello lo que le refería a la seguridad europea. Era el cachivache más perdido, eso no importaba. Ese otro, su nostredad peninsular, en algún momento extrañará ese artefacto como también al que partió y a todos los otros que le acompañaron. Ese otro que evoco, no falla. Es parte del nosotros, son “nuestros-otros” que están presentes a la hora de escribir. Será por esto que el escribir “con-otro” resulta un ejercicio llano pero a la vez injusto. Pero mucho más injusto significa escribir “para-otro”.

Para Cristóbal Colón el descubrimiento de América fue un hecho del cual ni siquiera se enteró. No hubo fiesta ni condecoraciones. Ingratitudes de la vida, diría mi eternamente amada madre. La historia, nuestro pasado y presente, pasaron frente a su nariz, pero en el afán por descubrir la nueva vía que le llevase hasta las Indias y en lo que gastaba por desatar y controlar contubernios y sublevaciones de sus connacionales, simplemente dejó sin dar su nombre a este continente. Sólo Dios sabe cual hubiese sido el seleccionado por este aventurero caballero. Pero no todo fue desgracia, dicho de otra forma, no todo fue ingenuidad científica. Se dice que en el espíritu de éste y en su afán por volver a insistir en una cuestión que a la postre se vio como secundaria, llegó incluso a vender esclavos en Europa para financiar nuevos viajes. Así, ya en el segundo viaje mostró parte de su nuevo poder y prosperidad: de los 120 hombres que le acompañaron en el primero, ahora ascendieron a mil quinientos; de las frágiles tres carabelas, ahora movía 17.

Y en esta nueva tierra este hombre se encontró con otros que también se reconocían en su propia nostredad y a la hora de volcar sus energías al arte de escribir debió también re-instalar la propia nostredad traída desde España, para lo cual esta tecnología de la memoria debió recurrir a una suerte de ceremonia, que Martín Lienhard califica como performar la palabra, ya que “a los ojos de los conquistadores, la escritura simboliza, actualiza o evoca –en el sentido mágico primitivo- la autoridad de los reyes españoles” (Lienhad 1989. 29). Pero igual la historia fue ingrata para Colón Otros cogieron el oro, otros tomaron las mujeres, otros enriquecieron con este descubrimiento. Para los que habitaban este trozo de tierra, a la hora de tan magno evento, la cosa también se hizo notar: de los 200.000 habitantes que poblaban la isla La Española en 1492, quedaban 60.000 en 1508. En tan sólo 16 años fueron eliminados 140.000 seres humanos y Colón seguía sin saber que había descubierto un continente, cuestión que a la postre ha servido de excusa para estigmatizarle con las muertes que costaron la cristiandad en cada trozo de América.

Esa performa de la palabra que refiere Lienhard, esa puesta en escena del acto de escribir, sucede ser el origen del resto de signos instalados como verdades en la historia de América, más aún si consideramos que importantes culturas originarias también desarrollaban ese ejercicio de instalar lo visto, lo pensado o lo vivido en signos que también obligaban a dobleces corporales y a la recurrencia de instituciones locales.

Dos

A dos partes nos lleva el empleo de la palabra escrita en el encuentro, fortuito o no, de europeos y originarios. Son dos espacios que se construyen desde el reconocimiento mutuo, sea en la opresión o en la cooperación con otro diferente, del cual se sospecha, se teme, se desconoce su operatividad y por lo mismo se debe con él establecer un ámbito de pertenencia común. De una parte a la disputa de la palabra escrita como registro de vida, memoria, y a la instrumentalización de esta escritura como artificio de poder, sea por ausencia o por ejercicio. Estas dos consecuencias (la memoria y el ejercicio del poder) comienzan su despliegue en América con la carta que Colón enviara a los reyes de España.

Si del primer esfuerzo escritural nace la carta relatoria, que “…en el caso del descubrimiento la carta (información verbal en la que se describe la posición de las nuevas tierras) es complemento de la carta (el mapa, información gráfica donde se diseña la posición de las nuevas tierras): dos sistemas de signos que van articulando una misma modificación conceptual” (Mignolo, 1982. 52-115). La carta, reconocida como grafos, la entenderemos no sólo como aquél venido del alfabeto, sino también desde la representación plástica de la geografía de un lugar o territorio. Antes de seguir con la carta, digamos algo respecto al mapa.

El texto, en cualquiera de sus acepciones, además del contenido comunicacional que le hace y justifica, viene a demarcar múltiples entusiasmos que se resumen en la pulsación freudiana de atrapar y retratar sincrónicamente una exclusiva expresión de lo vivido. Se puede entonces decir que cada texto emerge a la velocidad que los acontecimientos lo requieren y a la velocidad que su propia instalación genera, dejando así sellado el perfil (subjetivo u objetivo) de quien traza este texto, haciendo de él un asunto que no termina en sí mismo ni se aventura en intentarlo todo. En lo que a la textualidad de la conquista se refiere se pueden reconocer estilos y formatos diferentes que darán señales, desde distintos soportes, de una misteriosa realidad descubierta, porque podemos estar en disputa con la nominación “descubrimiento” en cuanto a la llegada de europeos a las tierras de occidente, podemos incluso cuestionar lo novedoso de estos textos, pero no podemos dejar de reconocer (en cada uno de ellos y en todo texto) un factura novedosa y primogénita. El texto, en su contradictoria realidad, des-cubre e inventa aquello que (sin dejar de ser) ha estado fuera de la focalidad del que mira, en otras palabras: no se le ha integrado a cierta taxonomía dominante.

Ejemplo de esto es que los textos con los que se inicia la literatura hispanoamericana son representaciones que nos acercan a miradas, gobernadas por el ímpetu sincrónico al definir y establecer verdades, como a gestos y actos individuales que arrancan de motivaciones políticas. El texto de que hablo semeja mucho más al “gesto” que soporta toda la vida de quien lo construye. Podemos reconocer tanto un aspecto taxonómico, en tanto se gesticula desde el poder, como un aspecto comunicacional, en tanto se textualiza desde “la construcción de realidad”, de arraigo y pertenencia, las cuales irremediablemente se sustentan como experiencia vivida.

El “mapa”, entonces, lo reconoceremos desde su textualidad constituida en documento, que se recrea en cada trazo que le compone pero que además va construyendo cierta imaginería visual, donde se puede instalar lo “no vivido” y transformar aquel trozo de papel en un espacio recorrido, habitado por quien le observa y atrapa. Requiere eso si este ejercicio de cierta voluntad del observador de aceptar “lo visto” (en el mapa) como “lo vivido”; requiere esa observación de cierta inocencia y aceptar la propuesta como verdad que se reafirma en la medida que es reconocida. El mapa, visto así, es un texto que aspira pertenecer a la taxonomía dominante y a la vez proponer una nueva, que se reconoce en la anterior pero que aspira superarle. Como el kipu, el mapa requiere de la explicación para hacerse instrumento comunicativo. Por sí solo, sin el trazado de palabras sobre los trazados plásticos, el mapa obliga a la oralidad, al “conocedor”, al que posee el poder de leer esos trazos y descifrar de ahí la representación de un camino, de una ciudad, de montañas, de continentes. Si a ese dibujo no se le agrega textualidad lingüística, simplemente se transforma en un hermético trozo de papel con trazos.

Este acercamiento al mapa lleva a creer que, así como el kipu requiere del que conoce para completarlo, existe un paralelo de textos en tanto el encuentro lo justifica. Cierto es que el conquistador trae también la palabra escrita, pero con ello no se lograba un todo cognitivo respecto a lo descubierto. Un cerro en un mapa debe explicarse o ser marcado con la palabra “cerro”, una herramienta no se puede narrar plásticamente (por ejemplo por medio de un dibujo) si no agregamos la oralidad o textualidad explicativa.

Volvamos a la carta.

Si bien el mapa no hace sino representar lo vivido, la carta apela a “lo sabido” pero no a “lo conocido”, es la que mantienen el nexo con esa otredad lejana, pero que comienza ya a construir el espacio de encuentro con la otredad encontrada en este territorio.

A la hora de narrar escribiendo, se convoca al destinatario de lo escrito, así, esas cartas iniciáticas se explican sólo en tanto existe otro que también sabe de lo posiblemente visto, pero no conoce más que la representación narrada. Esta es la razón de lo meticuloso y acotado de estas narraciones: es posible explicar aquello que se espera escuchar y en la forma que se acostumbra, pero no se puede explicar aquello que no se conoce ni material ni simbólicamente. Esto da lugar a la paradoja comunicacional de que se esta escribiendo sólo representaciones que el otro espera leer. En definitiva, el receptor no espera más sorpresas que las supuestas en el alegórico mapa de imágenes locales.

  El descubrimiento es, para Colón, descubrimiento de lo no visto pero sabido y de ninguna manera descubrimiento de lo no conocido, puesto que se sabía de antemano lo que era el fin del Oriente. (Mignolo, 1982. 58).

Así, las cartas pertenecen al ámbito de lo privado, en tanto es la voz del escribiente que recurre a ese otro que leerá su narración, ausente y expectante, para explicarse lo que sabe; pero también la carta pertenece al ámbito público en la medida que relaciona disímiles y distantes ansiedades sobre la base de una construcción esperada, no sorpresiva, sólo ingeniosa. Desde un ámbito privado la carta apela al ejercicio memorialista, desde el público al del poder.

Este primer instrumento escrito de los españoles a poco andar se ve transgredido por ese otro dominado, el originario. Recordemos a Guaman Poma. ¿Había algo en esa carta (de 1.189 fojas y 398 dibujos) que el rey Felipe III no supiera, incluso sin haberlo visto? En lo privado ese texto intenta vindicar cierta experiencia colectiva que el autor visualiza como necesario inmortalizar, pero en lo público se intenta vindicar un poder arrebatado.

Por vez primera aquí, los depositarios de la memoria [lo privado] y de la conciencia colectiva [lo público] dejan de ser los sempiternos ‘informantes’ o los redactores de escritos al estilo europeo para convertirse en los autores, materiales o al menos intelectuales, de un texto propio en el sentido cabal de la palabra, en sujetos de una práctica literaria radicalmente nueva. (Lienhad 1989. 83).

Tres

Contra el doble espíritu de la carta (lo privado y lo público) atenta el obligado requerimiento jerárquico de controlar el dominio colonial por parte de la burocracia española. Así, la escritura se transforma en una obligación referida a otro que sospecha no saberlo todo. Se impone el requerimiento de responder cuestionarios y formularios de control.

La obligación de informar a la Corona con meticulosidad excesiva, se impuso como deber ineludible a todas las autoridades coloniales de alguna significación. Se había de informar, virtualmente, sobre todo: sobre los distintos ramos de la Real Hacienda, sobre actos de gobierno y administración, sobre el ejercicio por delegación del Regio Patronato Indiano, sobre asuntos de justicia, sobre comercio y navegación, sobre problemas relacionados con las misiones, las reducciones de indios y negros… Las cartas y representaciones que a estos efectos se habían de escribir, debían versar cada una de ellas sobre una misma materia, sin involucrar en las mismas cuestiones diferentes: y porque convenía ‘que en la substancia, no se falte a lo necesario y se excuse lo superfluo’, se previno a virreyes y presidentes que ‘no escriban generalidades… enviando la mayor comprobación posible. (Ots y Capdequí, 1975. 62-63).

Lo privado, ahora queda reservado al despliegue interior de la Colonia. Lo público prima como ejercicio de poder y dominio. “…aparece aquí una de las primeras características de las relaciones y es que ellas no transcriben la observación libre de quien escribe, de lo que ve quien escribe, sino que responden, de alguna manera, a los pedidos oficiales.” (Mignolo, 1982. 66).

La carga personal no es un asunto menor. Escribir, describir, o sea, narrar lo visto de tal forma que el otro (lector) vea aquello que no ve pero que sabe. Se constituye un artificio adquirido con la práctica y la perseverancia. La alteridad que ello contiene (ese otro observando tras el cortinaje de la pluma), no se resuelve fácil, ni en poco tiempo. Por lo mismo, las relaciones vienen a interrumpir un proceso de despliegue escritural que comienza con Colón. Es tiempo de asentar el dominio por lo que el control, desde la distancia, debe ejercerse como obligación y con disciplina, por lo que las relaciones se ajustan a un modelo pre-formado y rigurosamente cumplido y que descansa en una suerte de cuestionario que se debe responder con la mayor precisión y esmero.

Este material escrito, también rigurosamente resguardado, se re-actualiza a partir de la expansión que el concepto documento cobra en las Ciencias Sociales y en particular el la Historia. Asumido el hecho de que lo histórico no sólo se encuentra en la documentación oficial y que frente al agotamiento de esto se hace necesario “leer” otro tipo de documentación y registros, se despierta el entusiasmo por todo tipo de registro que dé cuenta de hechos cotidianos o relevantes de un periodo determinado. Así, las relaciones (copiosas o no) vienen a detallar la vida colonial desde el español y asienta las bases de un diálogo con ese otro dominado (el originario), que es testigo y actor de la información requerida.

El contexto de la relación está dado por los requerimientos centrales de las jerarquías españolas. No es un producto espontáneo, ni escrito por cualquier funcionario. En ella debe incorporarse información requerida y precisa para de esta forma evaluar los nuevos requerimientos que se impongan a la Colonia.

En tanto que la carta por un lado y la historia [léase, crónica] por otro, tenían una tradición y los que emprendían esta tarea, directa o indirectamente la implicaban, las relaciones, por el contrario, se presentan como ajustadas a un modelo creado sobre la marcha (de lo cual testimonian los sucesivos ajustes del cuestionario) y basado sobre las necesidades que brotan de la información que se desea obtener. (Mignolo, 1982. 86).

Nuevamente nos encontramos con un paralelo de estos instrumentos españoles con la construcción inka. Así como el poder de la península debe recurrir a esta rigurosa descripción, el Tahuantinsuyu también despliega este requerimiento de control y lo registra y traslada (desde la localidad al Cuzco) por medio del instrumento kipu, el cual contiene la información requerida.

El encuentro del kipu con la relación no resuelve todos los requerimientos venidos de la clase dominante, sobre todo si suponemos que ambos instrumentos deben ser leídos en espacios que no le son propios, que han debido viajar largos trechos y que, finalmente, se les reconoce sólo como fuente informativa. Esta escritura tan compartimentada, llevada adelante por expertos venidos de ambas culturas, no da lugar al despliegue de poéticas subliminales de manera directa, sino que contienen en el núcleo de su función los elementos que darán lugar a un tipo de literatura o textualidad macerada en el encuentro, y a una fuente de información para ser re-leída a la hora de pretender conocer lo que esa vida fue en su momento de despliegue.

Cuatro

Volvemos a la mirada del ese encuentro y a esa doble escritura que traza, como cincel, los devenires de ambas culturas. El mapa, la carta, la relación, o cualquier otra expresión narrativa, se van entrelazando en un extenso proceso de transculturación que podría llevar a pensar que esos otros desconocidos se esfuman en una nueva modalidad de vida en comunión. Pero los hechos mostraron otros derroteros a este encuentro. Sea por la facilidad de imponerse sobre el otro, sea por la escasa capacidad de resistencia, o por imaginar cada uno de forma diferente el futuro, lo cierto es que primó, en este ejercicio de escritura, la visión de una de las partes, llevando incluso al otro a invisibilizarse en este proceso. Si la complicación de escribir ya es un asunto de larga explicación, más aún lo es el poder descifrar las articulaciones que fueron necesario para llegar a entender esta escritura venida de un territorio cultural híbrido, en tránsito, de frontera. Una escritura que está hecha a la medida de un lector que ya ha incorporado como propio todo el proceso de encuentro, que ha hecho de su lengua no el castellano, sino la mezcla de palabras. Un lector acotado pero mutante, construido en la mixtura de una comunidad en tránsito indefinido y que dará espacio a la ficcionalización de la cultura oprimida.

En este punto de la narrativa que he propuesto, creo necesario puntualizar algunos conceptos y quiebres que se dan al alero de una lectura criolla de la impunidad, aquella que, haciendo acopio a proyectos de progreso, termina exacerbando el etnocentrismo literario que encubre la “mala fe” de sus cultores. Me refiero con esto a ese finísimo espacio de conciencia donde se instalan ciertos olvidos que sostienen aquellas verdades venidas del conflicto cotidiano de vivir. Es en este territorio lingüístico donde se instala un marco de análisis novedoso, la etnoficción y el sujeto mixturado que le sostiene.

La etnoficción latinoamericana es sin duda tributaria de tres prácticas científico-literarias renovadas de origen metropolitano: la etnografía o antropología moderna, la apropiación de formas artísticas ‘primitivas’ por los movimientos de vanguardia, la exploración de los vericuetos de la conciencia y del subconsciente (Freud, Joyce, Faulkner). Todas estas prácticas, en efecto, tienden a acercarse al discurso del otro, sea éste otro ‘exótico’ o el otro que se oculta en el subconsciente de cada uno. (Lienhad 1989. 299).

Se trata de una apropiación que termina siempre aplastando a ese otro referido en el mismo texto. Aquel que escribe ese texto etnoficcional será el criollo o el extraño que observa la vida del oprimido y lo des-escribe desde la óptica política y cultural que le es propia. El escritor en este desliz cultural estará oculto tras la máscara de la ciencia o del mesianismo político, cuestiones que no siempre han salido bien paradas a la hora de una evaluación histórica.

…el interés por lo indígena surge más bien como una cuestión filosófica y artística, despreocupada de toda práctica transformadora, e incluso el indio como ser humano concreto. Este deviene así un mero pretexto u objeto circunstancial de un discurso que busca superar una frustración de los sectores criollos y mestizos… (Saintoul, 1988. 59)

Este artilugio político, el cual Lienhard no puede sino instalarlo en el ámbito de los deseos individuales (“los vericuetos de la conciencia y del subconsciente”), no puede menos que hacer acopio de “mala fe” y olvidar parte importante de esa historia que se ficciona.

Nada de cuentos: cada vez que los poderosos han determinado algún tipo de cambio en estas tierras, los muertos protegen muy bien el trabajo de estadistas e historiadores. Quizás la salvedad está en agregar el “desaparecido”, un concepto híbrido que no acompaña con lágrimas de viudas ni reencuentros fortuitos: simplemente la exclusión entre los vivos para pasar a un estado de todo y de nada.

Esta era una tierra la cual podríamos denominar feliz, apareció Colón en busca de nuevas rutas comerciales y se transformó en el telón de fondo del proceso de construcción de un Estado único y discriminador. A esto justamente se le denomina “descubrimiento”. Aceptemos que es así, que llegaron, que se instalaron, que tomaron el poder y ejercieron su hegemonía. Lo verdaderamente triste es que este poder se ejerza con tanta ineficiencia que abre, por si y ante si, pequeñas brechas de descontento, de sublevación y guerra, por donde fluyen no sólo los hombres cargando fusiles de libertad, si no que también desde allí aparecen los muertos, los asesinos, el descuartizado, el degolladero y los desaparecidos.

Murió Colón y fue necesario reemplazarlo y para esto también fue menester pasar por cuchillo un centenar de fieles, acallar voces e implantar un nuevo estado de cosas. Murió Colón y nuevamente la guerra, pero ahora con trajes construidos en este territorio. El Estado único del cual fueron costo cientos de miles, se desgranó como una mazorca norteña entre los dedos de quienes se denominaron libertadores. Lo conocido pasó a ser parte de una historia hegemónica. América Latina, nombre cuestionado y muy poco agraciado a la hora de resumir la multiracialidad, se ha visto atravesado por estas circunstancias de manera repetida. Crece, acumula, favorece en determinado momento a sus desposeídos, pero de manera irreversible vuelve atrás, se esconde en el barbarismo reprimiendo, azotando, levantando herejes hasta el fuego.

En la hora de la independencia, América Latina tenía 15 millones de habitantes contra 5 millones de los Estados Unidos según en censo de 1800; disponía de 4 universidades cien años antes de que se fundara Harvard, la más antigua universidad norteamericana; trabajaban cien imprentas… antes de que llegara la primera imprenta a Nueva York; se habían formado 8 ciudades con más de 50 mil habitantes (y algunas con más de cien mil)… mientras en Estados Unidos no había todavía una sola ciudad de ese tamaño… (Tomic, 1988. 156).

La verdad salta a la cara con la forma de una bofetada. Si el mentado “descubrimiento” no pasa de ser un mero trámite económico y expansionista en los requerimientos globalizadores de los europeos, también la manoseada “independencia” no dejó tras de sí más que muertos y esperanzas fallidas. Este costo tanto de muerte como de olvido, nos ha llevado a un reguero de sangre, donde los nuevos estados nacionales se envalentonan con el vecino más débil y vuelven a entregar la sangre pura de sus hijos a inútiles disputas.

Una cosa es cierta, hasta donde podemos especular, Colón esto no lo imaginó.

La impunidad, palabra que en su origen apela al castigo, resulta ser el resabio de un vocablo cargado de eufemismos y dobles sentidos, donde la verdad y la consecuencia de ésta no dejan lugar al franco desarrollo de los pueblos. Impunidad, derivada de punitivo, de castigo vinculado a la justicia, es la mejor palabra que resume nuestras desarticuladas historias, aquella que deja sin castigo en su afán de instalarse en un proyecto de futuro. Se fue impune cuando se asesinó al habitante originario, se lo fue cuando el libertador debió imponer orden y pasó por cuchillo a los que habían combatido a su lado.

La política es el acto de sumar (no se sabe, eso si, qué se suma: si personas o muertos, si entusiasmos o enemigos), para otros es lograr lo posible (tampoco está muy claro el límite de lo imposible). La impunidad y su alevosía no descansan, se mueven entre silenciosos y agotadores resquicios históricos. Aprovecha la desvergüenza humana para sostener el mismo sistema que le insufla energías, levanta monumentos a la tortura (como es el caso de Caupolicán) y se les adora como diosidades que reúnen la chilenidad. Algún día, de seguir así las cosas, tendremos en plena Alameda un monumento con una mujer desnuda atada a un catre de fierro mientras un hombre le aplica descargas eléctricas en todo su cuerpo, en su base dirán algunas palabras que resumidas pueden leerse así: “Ella murió en silencio”.

Resta, eso si, preguntarse por ese otro que acompaña al que escribe, al que narra y se desvela por establecer un nexo con lo imposible. No olvidemos la literatura indígena que, sobre todo en Chile, se empodera desde el atalaya del idioma español, esa literatura indígena que al no encontrar o simplemente ignorar, como ejercicio también de “mala fe”, su igual que lo lea y cultive, se refugia en textos cargados de hispanidad. El otro siempre esta presente a la hora de escribir, sea como lector o como sujeto que espera la hora del despliegue de su narración.
Bibliografía
Cánovas, Rodrigo (1993). Guaman Poma, Felipe: Escritura y censura en el Nuevo Mundo. Francisco Zegers Editores. Santiago de Chile.
Colombres, Adolfo (1987). La colonización cultural de la América indígena. Ediciones del Sol, Serie Antropología. Buenos Aires, Argentina.
Lienhard, Martín (1989). La voz y su huella: Escritura y conflicto étnico-social en América Latina (1492-1988). Casa de las Américas. La Habana, Cuba.
Mignolo, Walter (1982). “Cartas, crónicas y relaciones del descubrimiento y la conquista”; en: Historia de la literatura hispanoamericana, Tomo I, Época Colonial; Editorial Cátedra; Madrid, España; capítulo IV, páginas 52 a ll5.
Ong, Walter (1993). Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra. Fondo de Cultura Económica. México.
Ots y Capdequí, José María (1975). El Estado español de las Indias. Editorial de Ciencias Sociales, Instituto Cubano del Libro. La Habana, Cuba.
Saintoul, Catherine (1988). Racismo, etnocentrismo y literatura. La novela indigenista andina. Ediciones del Sol, Serie Antropología. Buenos Aires, Argentina.
Tomic, Radomiro (1988). Testimonios. Editorial Emisión; Santiago de Chile.