TERRITORIO, CEREMONIALES E IDENTIDAD

Cristian Cottet

El dominio de un territorio y las prácticas ceremoniales de una comunidad es parte de las mejores experiencias del proceso de condensación cultural que toda unidad humana desarrolla, es el espacio donde se juega la vigencia y proyección de aquella cultura. Dicho así, a la hora de acercarnos a cualquier evento, debemos despejar viejos prejuicios y enfrentarnos a las novedades y resguardos que éstos contienen. El guillatún por sí sólo no se explica si no le relacionamos con otras experiencias ceremoniales, por ejemplo aquellas referidas a la muerte, lo que obliga acotar y definir procesos que la cultura observada considera una práctica propia.

Además, la escritura también está marcada ideológicamente por lo que el usuario define y no puede menos que resignarse a las fronteras que su propia opción y ubicación le obligan. Por lo mismo, el texto etnográfico no escapa a esa ficcionalidad étnica, colonialista y autoritaria. Querámoslo o no, somos depositarios de textualidades engañosas que nos instalan en un saber que difícilmente logra posesionarse en el territorio y tiempo de “los hechos”. Esta zona del texto propuesto está determinado por un requerimiento antiguamente forzado: definir o acotar lo que podemos entender por Complejo Ceremonial en el ámbito de la cultura mapuche, espacio de ocupación territorial donde se despliega un conjunto de instalaciones arquitectónicas o naturales, determinada por una comunidad que relaciona, con las prácticas sociales, el desarrollo de una buena vida.

Dicho hasta aquí, el objeto de estudio que nos convoca es el territorio dominado, acotado y domesticado, el resto es solo una minúscula fracción del Universo. Domesticar el territorio, y con ello cada una de sus partes, es el primer desafío del ser humano, sea en su etapa nómade, sea como sedentario.

La organización del espacio habitado no es solamente una comodidad técnica; es, al mismo título que el lenguaje, la expresión simbólica de un comportamiento globalmente humano. En todos los grupos humanos conocidos, el hábitat responde a una triple necesidad: la de crear un medio técnicamente eficaz, la de asegurar un marco al sistema social y la de poner orden, a partir de allí, en el universo circundante. (Leroi-Gourhan, 1971. 311).

La figura “complejos ceremoniales” está circunstancialmente empleado para acotar un territorio donde se condensa lo más profundo de una cultura desde las tres condiciones que propone Leroi-Gourhan, un espacio humano donde la intervención sobre la naturaleza determina el dominio de ese territorio, una domesticación del tiempo y del espacio que contiene diversos estadios de progreso tecnológico. Una construcción humana que se alza en contraposición a la virginalidad del universo; un espacio humano donde todo el acervo cultural desarrollado se redefine en el destino de dominar simbólica y materialmente el universo inmediato. Pirámides, esculturas, calles y edificaciones están definidas por un orden estrictamente regulado, el despliegue hermenéutico más puro y acotado. El proyecto de alcanzar niveles siempre superiores de buena vida obliga a este despliegue ocupacional humano. Este acercamiento puede hacerse efectivo a toda sociabilidad, sea ésta un simbólico entramado cultural, o la relación que esta cultura establece con la naturaleza.

Es necesario para el ser humano alcanzar un orden que le permita un vivir seguro y para esto ocupa y defiende lo que considera su territorio. “Un siglo de sociología ha valorizado el hecho de que la habitación, o más ampliamente el hábitat, es el símbolo concreto del sistema social…” (Leroi-Gourhan, 1971. 311).

Uno de los nudos más importantes en este tema es la posibilidad de que se despliegue o no un “algo” que ha convivido en cierta precaria urbanidad y que desde allí ha gobernado no sólo la domesticación del universo sino además el territorio no-urbano. El “complejo” se interpreta en un contexto cultural donde natura sólo ofrece un salvaje e indómito escenario de fondo, mientras en aquella sociabilidad se empodera de toda visón totalitaria de lo no-salvaje. Pero, ¿qué sucede si el orden cósmico se lee como una cuestión domesticada pero no dominada, donde natura es el templo?

Lo mapuche convive entre un precario medio urbano y una ruralidad siempre pendiente de la expulsión, donde la sociabilidad permite estar directamente ligada a los medios y estrategias de producción que esa comunidad alcanza y despliega también en base a su propio desarrollo, si aceptamos esto debemos también reconocer que en el terreno de lo simbólico esta comunidad debe acudir a Natura para explicar y domesticar su entorno e incluir estructuras sociales y hermenéuticas de lo que no posee en su cotidianidad social.

Cuando digo “debe acudir” me refiero a que esa comunidad domestica un contexto natural que acoge la instalación ceremonial, por ende a la comunidad, desde la cual se relaciona con el universo, alcanzando así distintos grados de domesticación del tiempo y de natura. Esta “instalación” debe leerse como una performance que esta comunidad instala en armonía con el entorno natural. Los eltun, por ejemplo, se despliegan en bordes de ríos, canales, lagos en tanto ese es el instrumento cultural (el agua corriente re-leída o re-significada) que permite y/o facilita el viaje a esa otra tierra donde debe llegar el finado. A esta relación entre natura y cultura, re-instaladas ambas en armonía discursiva, es a lo que me propongo interpretar como un camino para llegar a los “complejos ceremoniales” en lo mapuche. Entonces, no se trata sólo de urbanidad pura (en el caso de que ésta existiera) sino del dominio de natura, que permite el despliegue de múltiples expresiones económicas, militares y religiosas.

Reconozcámoslo, la cultura mapuche está determinada por un antes y un después del encuentro con el conquistador español. Lo que ésta cultura era antes de ese encuentro es muy poco conocida y el grueso de los análisis y narraciones que de ella se hace, no pasan de ser interpretaciones de restos arqueológicos. Ni el mismo pueblo mapuche ha hecho de este pasado un asunto narrable. Sea por prudencia, por resguardo cultural o simplemente por pérdida de memoria, lo cierto es que ni siquiera las crónicas de los conquistadores han podido construir un pasado coherente. La narrativa de cartas y relaciones están cargadas de irrelevancias y vaguedades, aun así son una fuente de conocimiento. Pero la mayor certeza está en el post-encuentro, es desde ahí que lo mapuche comienza a integrarse en narrativas españolas, criollos o indígenas.

Es la relación naturaleza-cultura la que definirá la posterior exposición, donde “el medio” y su relación con aquello que el ser humano ha construido, destacará por sobre otros condicionamientos.

¿Qué hace del ser humano un participante especial en estos nichos ecológicos que merezca su estudio? La generación de instancias organizativas, la capacidad de construir un espacio simbólico de distribución que le facilitan su integración y dominio sobre otros participantes, sólo eso le distingue, el resto puede ser tratado como se trata cualquier otra especia. No existe especial privilegio del ser humano sobre sus compañeros de nicho si no es él ser capaz de hacer de estas instancias orgánicas y de distribución una cuestión simbólica. Es la generación de signos lo que facilita la sobrevivencia y lo que permitirá su permanencia y dominio.

La cultura, como intrincado sistema de signos, viene a ser la principal herramienta de adecuación y control del medio, pero no un control excluyente ya que a éstas se les considera como participantes en el sistema ecológico. La cultura se estudia como un sistema (contenido por un ecosistema) que permite y facilita la sobrevivencia, entonces la unidad de análisis no será la cultura o la sociedad aislada si no el ecosistema que le contiene y da forma. Es la cultura, como obra humana, la que le permite al ser humano alimentarse, utilizar energías que están más allá de su entorno inmediato, modificar el medio de acuerdo a su propio proceso de cambio, establecer sistemas de intercambio con otros ecosistemas (o culturas). Estas cuestiones, como se ve, son de corte material, pero el estudio de esto obliga centrarse en la significación que la propia cultura genera y utiliza.

Adaptación, equilibrio interno, funcionamiento adecuado, supervivencia, serán los fundamentos de toda instalación humana en cualquier tipo de entorno natural. Por esto el estudio antropológico si no reconoce esta plataforma de estudio estará desconociendo la base del funcionamiento social.

El desafío es no ver este proceso mecánicamente y sólo reconocer el determinante “natural”, el origen del cambio y adecuación cultural. Una vez instalado y participando del “nicho ecológico”, una vez que ha logrado reconocer y simbolizar su lugar en éste, el ser humano será capaz de intervenir de manera autónoma produciendo y distribuyendo elementos que complejizarán el sistema ecológico. Estos elementos devendrán de la construcción ideológica que el propio hombre ha sido capaz de construir, patrimonio de su especie que le diferencia del resto de especies con las que comparte el nicho. El comercio, el acercamiento a otros nichos, el proceso histórico que desarrolla, las contradicciones con otros grupos humanos, las guerras, las determinaciones ambientales que le lleven a migrar, etc., serán también los elementos que de maneras independientes, pero siempre condicionadas para la naturaleza, participarán en la originalidad de cada cultura. Estos factores ideológicos permitirán que el humano se acerque y reconozca su nicho de manera particular, son las creencias, conocimientos y propósitos los que darán cierto “particularismo” a su construcción cultural.

Por esto existe diferencia entre lo que el ser humano doméstica y aquello que ha construido. Son dos cuestiones que hacen del estudio cultural un asunto que debe especializarse de acuerdo al territorio que, ahora, le es propio.

Dado que el ser humano no sólo está en la naturaleza sino que además participa de la cultura, su accionar en todos los planos y ámbitos estará destinado a regular la relación entre estas dos esferas. Así, el modelo percibido no tendrá otra función que guiar su accionar en el proceso de adecuación al nicho ecológico. En esto el ser humano se valdrá de todos los elementos que estén a su alcance y condicionará cada uno de ellos a la sobrevida o a una mejor calidad de vida. El rito y la tecnología serán manifestaciones culturales adaptativas cuyo destino no es otro que mantener el equilibrio ecológico, o sea, una relación entre cultura y naturaleza que le asegure no sólo la sobrevivencia actual si no un futuro, por lo menos, con la misma calidad de vida.

Para mayor explicación y profundidad de lo expuesto analizaremos las experiencias de esta relación religiosa entre la naturaleza y lo cultural. Dicha experiencia será expuesta someramente dado el espacio permitido.

El pueblo mapuche ha hecho de su vida y desarrollo un asunto íntimamente ligada a la tierra, a un territorio que le ha permitido hacer una vida fértil y provechosa. A la hora de referirnos a lo que es la estructura socio-política y religiosa, no se puede sino volver a la tierra, al territorio que domestica por medio (entre otros) de agricultura de tala y roce, esto es, quemar y cortar pequeñas áreas de bosque para luego sembrar en los terrenos limpios, cosechar y volver a plantar durante algunos años. Agotado el suelo, se deja descansar y se quema y roza un área contigua. Pero este simple ejercicio también obliga a que ese espacio dominado se relacione material y simbólicamente con las prácticas (básicas o complejas) de la urbanidad alcanzada. No es, entonces, requisito cultural el poseer altos niveles de urbanidad para desplegar los artificios religiosos que permitan sentar las bases de la religiosidad. Muy por el contrario, es posible que una cultura despliegue intrincados instrumentos religiosos sin poseer algún nivel de instalación urbana.

Las estrategias de sobreviva, las iniciativas religiosas, el ordenamiento espacial y la construcción social son fenómenos que se explican por las formaciones económicas, los que con el pasar del tiempo fueron modificadas (sea por la tecnología ingresada por los invasores, sea por las nuevas formas de vida).

Pero la identidad, como agente en permanente cambio, no es un asunto monofónico, ni mucho menos de construcción unidireccional, se trata de uno de los fenómenos más complejos a la hora de reconocer lo que da forma a una sociedad y a su cultura. Identificar las prácticas identitarias resultan, por lo mismo, tarea de nunca acabar. Pero también están quienes proponen que no existe una identidad absoluta sino una tendencia identitaria, que va cambiando, transformándose y materializándose de formas no siempre predecibles ni asibles. Sea cual sea el camino, lo cierto que en el proceso de construcción de una identidad convergen las más variadas narrativas sociales, buscando hegemonizar alguna cuota de poder y así ordenar y referenciar la comunidad.

El hecho de poder recurrir a un pasado común, a una relación cultural que comparte la comunidad, permite fortalecer los vínculos entre sus miembros, siempre y cuando esta experiencia se despliegue en un territorio donde los ocupantes lo ingresen como su patrimonio. Mientras más conexiones con el pasado, en términos de tradiciones, valores, hazañas y costumbres, más fácilmente los constructores del Estado moderno podrán crear la movilización y la identificación de una nueva “nación”.

El mito originario, en este caso, es la instalación de lo mapuche desde un texto escrito, La Araucana, estableciéndose como un “mito-motor” que articula el resto de las narrativas chilenas, conflictuadas incluso entre ellas. Es La Araucana el artículo cultural desde donde se propone la configuración de un ser mapuche-chileno, sea esto reconociendo el mito como válido o negando su funcionalidad en la fortaleza de la nueva nación.

Leroi-Gourhan, Andre (1971). “El gesto y la palabra”. Ediciones de la Biblioteca. Universidad Central de Venezuela. Caracas, Venezuela.